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Liderazgo laical para una iglesia creíble, creyente y encarnada

Misioneros laicos y religiosos

IGLESIA

Liderazgo laical para una iglesia creíble, creyente y encarnada

Mauricio López, Secretario Ejecutivo de la Red Eclesial Panamazónica (REPAM), pone en evidencia la importancia de los laicos en la vida de la Iglesia Católica y plantea algunos rasgos aproximativos del liderazgo laical “para seguir siendo una Iglesia creíble, creyente y encarnada” en este tercer milenio.

Nuestro llamado hoy es a constituir un proyecto compartido, que respete y promueva potencialidades particulares, estando ellas bajo el criterio del amor y la fraternidad en el seguimiento del que nos llama a que haya vida y vida en abundancia para todos y todas sin distinción. La Iglesia somos todos, y todos los creyentes somos Iglesia.

La identidad laical, en la tradición de nuestra fe, estuvo inicialmente asociada al ser “pueblo”, lo cual expresaba ausencia de sabiduría o de un cargo. Sin embargo, con los años hemos entendido que este ministerio es una verdadera gracia para la Iglesia por ser la presencia más profunda en el mundo, en medio de los gritos y esperanzas de las personas, de quienes representan el diario vivir de la absoluta mayoría laical de la Iglesia que está “encarnada” como el propio Jesús en medio de su pueblo.

Dicho esto, presentamos algunos rasgos aproximativos de un liderazgo laical imprescindible en el momento presente para seguir siendo una Iglesia creíble, creyente y encarnada, e incluso como criterio para determinar nuestra continuidad y subsistencia como Iglesia en el 3er. Milenio:

  1. Con mirada de Adviento. A propósito de las fechas litúrgicas actuales, es un liderazgo que se vive como una espera activa y que se renueva permanentemente. Asume la necesidad de una preparación interior seria por la certeza de la llegada permanente de una Buena Noticia en las periferias que nos invita a colaborar con la construcción de otro mundo con y más allá de nuestras propias limitaciones personales y como sociedad.
  2. Con profunda libertad interior. El liderazgo laical requiere de una capacidad de relación personal y profunda con Cristo y de una espiritualidad liberadora, que le permita desarrollar un discernimiento sistemático, permanente, personal y comunitario, para poder actuar como agente de Iglesia en el mundo a partir de la realidad concreta, respondiendo a los Crucificados del día con día al modo de Jesús.
  3. Capaz de distinguir la diversidad y poder situarse en ella: tiempos, lugares y personas. En mi propia espiritualidad de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, puedo reconocer que el laicado necesita más allá de fórmulas preestablecidas, una enorme capacidad de análisis, adaptabilidad y la sabiduría de estar en el mundo situándose adecuadamente en cada sitio para impulsar más Reino en cualquier contexto.

TIEMPOS-TEMPORALIDAD

Es importante, como fue nuestra experiencia en el camino Sinodal Amazónico aún en marcha, distinguir los ritmos distintos y sus posibles tensiones.

Es necesario un liderazgo que sea capaz de 1) identificar lo más urgente, y en lo que se debe responder con toda fuerza y sin demora alguna por encima de cualquier otro criterio como en la actual crisis-emergencia climática en clave de “cronos”. Es decir, en la temporalidad impostergable de los gritos del ahora, porque la Amazonía y la tierra toda están en llamas (material y simbólicamente) y no hay tiempo que perder. La respuesta creíble y creyente debe ser en el actuar con una ética implacable y poniendo todos los medios para responder, denunciando el pecado estructural que está en el origen de la crisis por este sistema sostenido en la cultura del descarte.

Pero, al mismo tiempo, este liderazgo laical debe ser capaz de 2) percibir la huella de Dios y su revelación progresiva, esa que va mucho más allá de cualquier proyecto particular, visión parcial o postura ideológica, y que debe ser asumida como un Kairós. Es decir, el tiempo preciso, el tiempo de Dios, un tiempo que es movimiento, y es inasible, irreductible, y también ingobernable por nuestros criterios limitados. Es como la Ruah, el Espíritu, que sopla donde quiere y como quiere.

LUGARES-TERRITORIALIDAD

La categoría territorial se torna esencial, como ha sido en la experiencia eclesial Amazónica, descubriendo en las identidades particulares de los sujetos que ahí viven las semillas vivas del Cristo desde sus propias culturas sin necesidad de ninguna práctica colonizadora o de imposición.

PERSONAS-ESTRUCTURA ECLESIAL

Este criterio para el liderazgo laical está asociado, según mi experiencia personal, a la capacidad de develar los rasgos propios de los sujetos que encaminan los procesos eclesiales (ver con amor y criticidad a las personas por lo que son). Se trata de distinguir los móviles particulares, los intereses que representan las personas, y comprender el origen y trayectoria de los sujetos concretos para saber de dónde vienen y a dónde van.

Con todo esto, lo cierto es que la irrupción de la periferia en el centro fue un gesto revolucionario y creemos firmemente que en la Iglesia se ha marcado un antes y un después del Sínodo Amazónico. Por ello el liderazgo laical debe ser capaz de no absolutizar ninguno de los polos en tensión, sino de identificar lo más propio de Dios, lo que conduce a más vida plena aunque produzca incomodidad o cierta ruptura, y ha de ser un liderazgo que se compromete hasta las últimas consecuencias para crear las condiciones de diálogo, sanando las heridas producidas por las incomprensiones, y que tienda puentes para el mañana donde según tiempos, lugares y personas, sea posible responder a los gritos de los tantos Crucificados del día a día en la Amazonía y en el mundo. Un liderazgo laical, pero compartido, para ser gestores de una progresivamente nueva Iglesia fiel a lo mejor de su historia, pero sin miedo de situarse en el camino hacia el mañana creando condiciones de Reino en medio del mundo donde acontece la Encarnación del Cristo vivo, junto con este pueblo de Dios que camina y caminará sin parar, a pesar y más allá de todo y de todos.

Fuente: https://www.vaticannews.va/es/iglesia/news/2020-01/liderazgo-laical-iglesia-creible-creyente-mauricio-lopez.html

Categorías: Laicos

Los laicos en la misión de la Iglesia

Los laicos en la misión de la Iglesia

Índice

1 Cuestiones introductorias

2 Los laicos: su identidad eclesial

3 Los laicos: su vocación y misión

4 Conclusión

5 Referencias bibliográficas

1 Cuestiones introductorias

El Concilio Vaticano II definió toda la Iglesia como misionera. En esta dimensión de  totalidad, se manifiestan con más fuerza, y ​​con un tono totalmente nuevo,  aquellos y aquellas  que se denominan laicos, y que ahora de forma más expresiva y razonada, desempeñan un papel preponderante en la misión de toda la Iglesia. Es preciso destacar que esta es una visión que se renueva porque la tradición eclesial que llega hasta el Concilio conlleva para el término laico una connotación ampliamente negativa, construida social y culturalmente, pero también eclesiológicamente, ya que la visión que se tenía antes era marcadamente pasiva y sumisa, sin autonomía y sin ningún tipo de independencia en su manera de ser y hacer iglesia. Culturalmente, el laico fue visto como uno que no sabe, no entiende, que no está preparado para el ejercicio de una función en la Iglesia. Eclesiológicamente, el laico fue visto de forma pasiva y sumisa a la jerarquía eclesiástica, siendo tratado frecuentemente como inferior  (KUZMA 2015 p.528-31). Esta definición se basa en la nueva comprensión eclesiológica de que se afirma con el Concilio Vaticano II, que presenta a la Iglesia como Pueblo de Dios, en la que todos los bautizados son parte importante y constitutiva de su misión, sustentados  por algo que es común a todos y que proviene de una experiencia fundamental: el bautismo – que une cada fiel a Cristo y lo convierte en miembro activo del cuerpo eclesial. Por el bautismo, todos son Iglesia, lo que garantiza a los laicos una nueva identidad y una nueva conciencia de su vocación y misión.

La Iglesia del Vaticano II se entiende como communio, reproduciendo en su estado visible e histórico un reflejo de la comunión trinitaria (KASPER, 2012, p. 256-7). Nadie y / o ninguna vocación ocupan el centro de la Iglesia, porque sólo Cristo es el centro. Él es el fundamento del que nace y vive en la fuerza de su Espíritu, y así camina, peregrina hacia la consumación del plano del Padre (LG 48). Alrededor de Cristo y del misterio que lo rodea, circulan los diversos ministerios, enriquecidos con dones y carismas, dejándose tocar y definir por  el mismo misterio, y que colaboran y cooperan para la edificación del cuerpo y al servicio de esta Iglesia en mundo: el anuncio y la vivencia del Reino de Dios.

De este modo, y en esta nueva concepción, los laicos son comprendidos (e inseridos) en la misión de toda la Iglesia, con una especificidad que le es propia y que les permite  actuar en los asuntos internos de la Iglesia (ad intra) y / o en problemas externos (ad extra) en el mundo y en las realidades en que se encuentran, sin exclusivismos. Sobre esto, dice Bruno Forte: “Todos comparten la responsabilidad, tanto en el centro de la vida eclesial, cuanto en la relación con el mundo; comprometidos en poner sus dones al servicio, donde quiera que el espíritu suscite la acción de cada uno, en una articulada y dinámica relación entre los diversos ministerios y carismas “(FORTE, 2005, p.43). Corresponde a toda la Iglesia, por tanto, en la responsabilidad que le es conferida, despertar la vocación y misión de los laicos, alimentándola y fortaleciéndola en todas sus acciones, respetando su autonomía y especificidad, siempre promoviendo la comunión.

 2 Los laicos: su identidad eclesial

La identidad eclesial de los laicos está garantizada por el bautismo. He aquí el punto principal que une los laicos a todos los fieles, asegurándoles a todos la misma dignidad, lo que también les habilita en la misión y los distingue en  vocación, en aquello que es específico de su forma de ser y de manifestar/vivenciar su fe. El bautismo ofrece a todos una nueva manera de existir, “el existir cristiano” (BINGEMER 1998, p.32). Este sacramento – fundante y único para la vida cristiana – confiere a ellos y a todo el pueblo de Dios la marca del ser cristiano e incorpora todos los fieles a Cristo, despertando en gracia, la vocación y la misión de cada uno. Afirmamos: 1) por el bautismo, todos están unidos a Cristo; 2) por el bautismo, todos están llamados a la misión; 3) por el bautismo todos son Iglesia; y, por esta razón ofrecen al mundo un testimonio auténtico de que y en quién y por aquello y por aquel en quien creen están dispuestos a servir al mundo con el fin de transformarlo desde el punto de vista del Reino de Dios, haciendo de la vida concreta un verdadero camino de santidad y de encuentro con Dios. Aquí tenemos la base de toda la eclesiología que quiere tratar sobre los laicos, su vocación y su misión.

El bautizado – cualquiera que sea el carisma recibido y el ministerio ejercido – es, ante todo, homo christianus, aquel que por el bautismo se ha incorporado a Cristo (cristiano, de Cristo), ungido por el Espíritu (Cristo de chris = ungido), por eso constituido pueblo de Dios. Esto significa que todos los bautizados son Iglesia, partícipes de las riquezas y de las  responsabilidades que la consagración bautismal implica. Todos están inequívocamente llamados a ofrecerse como “un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1). En todas partes den testimonio de Cristo. Y a los que lo pidan, den razones de su esperanza de vida eterna (cf. 1 Pe 3,15) “(LG 10). (FORTE, 2005, p.31).

 Podemos decir que con el bautismo no falta nada en la vida cristiana, porque a través de él inserta en el misterio de Cristo, siendo con él, y a partir de él, una nueva criatura (cf. 2 Cor 5,17). Se coloca en el camino y en la práctica de su reino, viviendo en la esperanza y la anticipación del Reino que está llamado a construir como Iglesia, pues también a él, por su condición y posición en la Iglesia y en el mundo, está destinada la invitación del Señor: “Id también vosotros a mi viña” (Mt 20,4). Esta llamada se fortaleció con el Vaticano II, que valoró la esencia de esta vocación y abrió nuevas perspectivas, más acordes con el Evangelio mismo inaugurado por Cristo, estableciendo que esta llamada y esta presentación fueron y son llevadas a cabo por el mismo Cristo (AA 33) . Esto fue confirmado por el Papa Juan Pablo II, en la Exhortación Christifideles laici, diciendo que estos laicos –fieles laicos – están llamados a trabajar en la viña del Señor, que es todo el mundo, y allí ofrecen su vida y su testimonio, lo que obliga  a toda la Iglesia y sus estructuras a la valorización y la toma de consciencia de esta importante vocación (JUAN PABLO II, 1989 n.1-2). Por lo tanto, dado el bautismo es la experiencia fundante, ocurrirá que, a continuación, en la vida cristiana, surgirán la vivencia eclesial y la comunidad, la práctica cotidiana, el servicio al mundo, el ejercicio de la solidaridad y los demás sacramentos, que junto con otras realidades servirán de alimento y de búsqueda de aquello  que  se fortalece en la fe y la esperanza.

Por el bautismo, los laicos están incluidos en la misión de toda la Iglesia (interna y externamente), pues ellos pasan a ser y a formar parte con ella; e incluso en un espíritu de comunión con todos los demás bautizados, viven la fe de manera autónoma y libre, con una forma única y propia de ser y hacer como Iglesia (KUZMA de 2009, p.85). Los laicos son aquellos hombres y mujeres que están en mayor número en el cuerpo eclesial y, por tanto, deben ser valorados en lo que compete y compromete a su vocación y misión, sin perjuicio de nadie, pero en vista de la comunión de toda la Iglesia que camina en misión en el horizonte del Reino de Dios; misión a la que todos los cristianos están llamados – como ekklesia (iglesia) – para trabajar, cada uno a su manera y en aquello que le es específico. Estos cristianos tradicionalmente llamados laicos, tienen una dignidad conferida por Cristo y no pueden ser tratados como un pueblo conquistado, como objetos de evangelización, o como alguien que siempre recibe y que sólo escucha, que acepta todo de forma pasiva, sin entender y que no cuestiona críticamente, su situación y su fe. Estos laicos que son parte constitutiva e importante del cuerpo eclesial, quieren contribuir a su manera y en comunión para construir el Reino de Dios, una misión que es su derecho, pues es parte de la vocación a la que fueron llamados.

¿Pero quiénes son estos los laicos? ¿Tenemos claridad de la respuesta? ¿Vemos en su vocación y misión, su identidad? Veamos. Os documentos de la Iglesia proporcionan definiciones importantes de lo que son en la Iglesia, así como su función específica adquirida por el bautismo, que hemos mencionado antes. Sin embargo, como ya se ha señalado, no se puede negar que la palabra laico en sí tiene una carga negativa, históricamente adquirida, también en el seno de eclesial (CONGAR, 1966, p.14-41), lo que hace pasar a estos fieles parte de esta intención negativa, dejando pequeña y sin valor su posición. Durante mucho tiempo, se definió al laico por su negatividad, por lo que no era: no clérigo o alguien sin votos religiosos. Esta intención era tanto más grave cuanto que quitaba de los fieles la práctica activa del ejercicio de la fe, limitándolos a solo escuchar y recibir. Cuando había una acción, ésta era a partir de un ordenado, dejando al laico un servicio de colaboración, sin autonomía. La historia de la Iglesia nos muestra los avances y retrocesos de esta vocación, así como las percepciones, interpretaciones y nuevos y / o viejos entendimientos (ALMEIDA, 2006).

El Concilio Vaticano II, por la Constitución dogmática Lumen Gentium (LG), sobre  la Iglesia, no anuló esta condición de no clérigo y de no religioso, pues es un  hecho, pero se ofreció a todos los fieles un carácter fundante, inicial, teniendo en cuenta que todos bautizados integran y son la iglesia de Cristo y forman el nuevo Pueblo de Dios, en la que hay diversidad de funciones y servicios, pero igual dignidad e importancia (LG 32). Ninguna vocación está por encima o en el centro, todos en comunión, cada uno con su propio don y carisma, asumidos y puestos al servicio de todos (cf. 1 Cor 12,7). Cristo – la fuente y el destino de toda la fe – está en el centro, lo que garantiza a la Iglesia su sentido del misterio, de dónde ella nace (LG 3) y el destino escatológico (LG 48) al cual está destinada (FORTE, 2005, p. 63-4). El Vaticano II rescata el sentido primero de la palabra laico, que es laikós (griego y un término ausente de la tradición bíblica), es decir, aquel (aquella) que pertenece al Pueblo de Dios, Laos (en griego y un término presente en la tradición bíblica).

Así, del Vaticano II extraemos esta nueva e importante definición que señala la identidad de los laicos en la misión de toda la Iglesia:

Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde. (LG 31a).

 A partir de esta definición, los laicos comenzaron a tener importancia y su condición pasa a tener  un nuevo enfoque. Ahora se justifica una eclesiología sobre ellos, como trataron de argumentar en el pre-concilio  teólogos como Y. Congar, E. Schillebeeckx, G. Philips, Karl Rahner y otros (ALMEIDA, 2012, p.13-33), cuya influencia y urgencia del tema se hizo valer  recurre en el Consejo. Esta definición y sus consecuencias – que aunque todavía insuficiente, ¡merecen hoy nueva audacia! – fueron un gran logro (SCHILLEBEECKX 1965, p.981-90). Sin embargo, lo que se discute hoy en día es si el término laico es suficiente para designar la vocación y la misión establecida, ya que la carga negativa sobre el término fue grande y se prolongó durante siglos. Por el contrario, sólo cambiar el término por otro, o especificando su actividad pastoral, no siempre puede garantizar una valorización de su condición y posición eclesial. Lo correcto sería avanzar en la comprensión de ser cristiano a partir de lo que el bautismo nos ofrece y del camino de seguimiento que decidimos recorrer en busca de la madurez de la fe (BINGEMER, 2013). Pero esto aún es algo que debe ser buscado, precisando ahora una reinterpretación del contenido de ser un cristiano laico y un reconocimiento y valorización de su identidad eclesial.

3 Los laicos: su vocación y misión

Habiendo definido la identidad del laico, no por su aspecto negativo, como antes, sino por aquello que los garantiza la eclesiásticamente – el bautismo – y por su misión con toda la Iglesia, el Vaticano II trató de definir el ejercicio de esta vocación y misión, pidiendo para ellos – preferencialmente  – la responsabilidad en el mundo secular, el lugar en el que ellos ya se encuentran y dónde son llamados para el  ejercicio de su fe y  búsqueda de su santidad como los laicos. De este modo, hacemos uso aquí de lo que fue señalado  por el Concilio al describir el carácter secular como característica particular (pero no exclusiva) de su condición, texto que sigue al ya utilizado anteriormente. Aquí, para discernir mejor quiénes son esos laicos, el documento conciliar los define por su acción, por aquello que están llamados a ejercer y cooperar, de modo propio y autónomo:

El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Pues los miembros del orden sagrado, aun cuando alguna vez pueden ocuparse de los asuntos seculares incluso ejerciendo una profesión secular, están destinados principal y expresamente al sagrado ministerio por razón de su particular vocación. En tanto que los religiosos, en virtud de su estado, proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor. (LG 31b).

 En este texto se establece que es específico de los laicos iluminar y organizar las cosas temporales, es decir, la realidad del mundo donde se encuentran y viven y donde deben vivir como levadura en la masa, desde dentro, convirtiéndose en  luz para las personas, una luz que viene de Cristo y que brilla en sus acciones (LG 1). Así, los laicos – hombres y mujeres insertados en la sociedad – se presentan como auténticos testigos del Evangelio y se comprometen con la causa del Reino, iluminando y organizando todo a su alrededor, “ejerciendo funciones temporales y ordenándolas según Dios” (LG 31b). Sin embargo, para entender la amplitud de esta definición en su matriz teológico fundamental, es necesario asimilar el proyecto de Dios, que es lo que hace el Vaticano II en sus definiciones (LG 1-5, 1-6 DV AG 1- 5), y con él, el principio mayor de nuestra fe, que está basado en un Dios que se hizo hombre y que como humano asumió toda nuestra condición (GS 22), involucrándose en la trama de nuestra existencia, haciendo que nuestras esperanzas humanas se convirtiesen en una gran esperanza anunciada por él, que era el Reino de Dios, una buena noticia para todo el mundo. Miremos, entonces, a Jesús de Nazaret.

Jesús de Nazaret, ocupándose de las cosas de su tiempo, nos ha abierto una nueva perspectiva de la vida y por eso nos presentó un nuevo rostro de Dios, más próximo y más libre, más presente en nuestra propia realidad, que resultó importante para él, ya que la asumió plenamente dando su vida por amor a nosotros. Por lo tanto, la atención del texto conciliar que aquí reproducimos para señalar la vocación y misión de los laicos es para  afirmar la presencia de la Iglesia en el mundo, de manera concreta, dispuesta a presentar al mundo la propuesta que la garantiza y que la fundamenta, que es Cristo y su Reino. Basado en el texto conciliar de LG 31b percibimos que la Iglesia pretende hacer esto de una manera concreta por los fieles, por todos, pero aquí destaca este papel especialmente a los laicos, que están   integrados en la sociedad directamente y allí ofrecen un testimonio firme y verdadero.

Esto no quiere decir que la experiencia de fe en el mundo será invasiva, sino en la práctica del servicio, en el  hacer el bien, en  la autenticidad y la coherencia con lo que dice creer y profesar, como se destaca en el documento de Aparecida en 2007 ( DAp n.210). Asimismo, el Decreto Apostolicam actuositatem (AA), que trata sobre el apostolado de los laicos, dice: ” Prueba de esta múltiple y urgente necesidad, y respuesta feliz al mismo tiempo, es la acción del Espíritu Santo, que impele hoy a los laicos más y más conscientes de su responsabilidad, y los inclina en todas partes al servicio de Cristo y de la Iglesia. “(AA n.1c). En una relectura y frente al contexto actual, también en su Exhortación Apostólica Christifideles Laici, el Papa Juan Pablo II dice, ” por medio de ellos la Iglesia de Cristo está presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y de amor ” (Juan Pablo II, 1989 n.7). Y añade: “A nadie le es lícito permanecer ocioso ” (Juan Pablo II en 1989, n ° 3). Si miramos al tiempo presente, las acusaciones y apuntes  pastorales que Francisco Papa coloca en su Exhortación Apostólica  Evangelii Gaudium son aún más firmes, en la reivindicación del papel de una Iglesia – sobre todo aquí los laicos – en salida y rompiendo con todo lo que pueda obstaculizar  su misión y verdadera vocación:¡la de anunciar el Evangelio de hoy! (FRANCISCO, 2013 n.110-121). Y siempre de modo dialógico, en la coherencia entre fe y vida, un verdadero y auténtico testimonio. También en esta línea, es digno de mención que, en la actualidad, el Papa Francisco ha pedido mucho la presencia de los laicos, su valorización y una mayor presencia de los jóvenes y las mujeres en la Iglesia. Por cierto, también acusa la pasividad, adquirida históricamente – a veces sin culpa – pero también llama la atención sobre una nueva audacia, para avanzar a nuevos rumbos y nuevos descubrimientos eclesiales. Hacemos hincapié en que aquí la creación del nuevo Dicasterio sobre los Laicos la Familia y la Vida, anunciado durante el Sínodo de los Obispos en octubre de 2015.

Otro punto importante es que los laicos están llamados a la vocación y misión como laicos. ¡No necesitan ser otra cosa! ¡Ellos son laicos! Forman parte del Laos (pueblo) de Dios donde viven, ofrecen su testimonio y las razones de su esperanza. Esto es fundamental, sobre todo cuando se ve hoy en día como avanzan clericalismos (FRANCISCO, 2013, n.102), ya mencionados en varias ocasiones y que no permitan que la Iglesia pueda dar responder eficazmente a los problemas actuales (cf. Conferencia de Santo Domingo n. 96), pues intentan restaurar una imagen de iglesia que se sustenta por sí sola y que se cierra en sí misma, casi como una fuga (KUZMA, 2009, p. 43-7) o alienación de la realidad. “Dios no cambia su condición, sino que lleva a plenitud su estado, los hace llenos de vida y de gracia en el Espíritu. Así, ellos son verdaderos adoradores y santifican el mundo con la propia vida “(KUZMA y SANTINON, 2014, p.137). Y más: “Los laicos no están llamados a ser lo que no son y vivir donde no están, pero están llamados a vivir plenamente lo que son y a estar  efectivamente  donde ya están, y dentro de su vida, encontrar a Dios y anunciarlo a los demás “(KUZMA y SANTINON, 2014, p.137). En el curso de sus vidas, “preparan el campo del mundo para mejor recibir la semiente de la palabra divina y abren las puertas a la iglesia, para que actúe como anunciadora de la paz” (LG 36c).

Con toda la Iglesia, los laicos están llamados a servir, y sirven con la propia vida, donde la experiencia con Cristo produce un auténtico testimonio. ¡Aquí está su vocación y su misión!

4 Conclusión

De aquello que el Vaticano II definió sobre los laicos en la misión de la Iglesia, podemos sacar puntos importantes aquí: 1) el bautismo los incorpora a Cristo y los constituye como miembros del Pueblo de Dios, lo que acentúa un punto importante en la definición de Iglesia del Vaticano II (en la Lumen Gentium); 2) ellos se  convierten en partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, de donde reciben el mandato – de Cristo – par el testimonio en el mundo y en la Iglesia de aquello que es la razón de su esperanza. Al modo de Cristo, un sujeto común – laicos – de su tiempo, ellos pasan a ofrecer sus vidas a Dios y a los hermanos  a través de la práctica del Reino; ellos son en el mundo y en la Iglesia anunciadores de la verdad  y tratan de gobernar, gestionar y transformar todo, desde la perspectiva del Reino de Dios; 3) asumen su  parte en la misión: es cuando los laicos, hombres y mujeres de fe, pasan a servir en el lugar donde se encuentran, y la base que sustenta su servicio es la experiencia concreta y vivificante con Jesús de Nazaret. Y donde se  encuentra el trabajo es en el mundo secular, vivido especialmente, pero no exclusivamente, pues la Iglesia es misionera en su conjunto y no en parte.

El Concilio dio pasos importantes. Es importante hoy en día  abrirse al Espíritu que lo concibió y se dispone a los nuevos desafíos que el mismo Espíritu que nos hace ver, siempre abierto, sensible y de diálogo, en la acogida y la construcción de un Reino que necesita de todos nosotros ¡porque todos estamos llamados a la viña del Señor!

 Cesar Kuzma. PUC Rio. Texto original Portugués.

 5 Referencias bibliográficas

ALMEIDA, A. J. Leigos em quê? Uma abordagem histórica. São Paulo: Paulinas, 2006.

__________. Apostolicam actuositatem: texto e comentário. São Paulo: Paulinas, 2012.

BINGEMER, M. C. L. Identidade crística: sobre a identidade, a vocação e a missão dos leigos. São Paulo: Loyola, 1998.

__________. Ser cristão hoje. São Paulo: Ave Maria, 2013.

CONGAR, Y. Os leigos na Igreja: escalões para uma teologia do laicato. São Paulo: Herder, 1966.

FORTE, B. A Igreja: ícone da Trindade. 2.ed. São Paulo: Loyola, 2005.

FRANCISCO. Evangelii Gaudium. São Paulo: Loyola, 2013.

JOÃO PAULO II. Christifideles Laici. São Paulo: Paulinas, 1989.

KASPER, W. A Igreja Católica: essência, realidade, missão. São Leopoldo: Unisinos, 2012.

KUZMA, C. Leigos e leigas: força e esperança da Igreja no mundo. São Paulo: Paulus, 2009.

__________. Leigos. In: PASSOS, J. D.; SANCHEZ, W. L. (orgs). Dicionário do Concílio Vaticano II. São Paulo: Paulinas, 2015, p.527-33.

______; SANTINON, I. T. G. A teologia do laicato no Concílio Vaticano II. In: PASSOS, J. D. (org.). Sujeitos no mundo e na Igreja. São Paulo: Paulus, 2014, p.123-44.

SCHILLEBEECKX, E. A definição tipológica do leigo cristão conforme o Vaticano II. In: BARAÚNA, G. (dir.). A Igreja do Vaticano II. Petrópolis, RJ: Vozes, 1965.

Fuente: http://theologicalatinoamericana.com/?p=1387

Categorías: Laicos

Una iglesia de laicos

Los Laicos en la Iglesia de Hoy | Accion Catolica Queretaro

Juan A. Estrada

UNA IGLESIA DE LAICOS

La Iglesia son los curas, es decir, el papa, los obispos y los religiosos (as). Esta ha sido la mentalidad dominante durante siglos y la que todavía hoy se expresa en el lenguaje eclesiástico y en la conciencia popular. El sacerdote es el que representa a la Iglesia, es decir, toma las decisiones en nombre de todos y, a lo más, se puede asesorar por algunos seglares que colaboran en las parroquias y en los movimientos apostólicos. Esta mentalidad ha sido oficial hasta el concilio Vaticano II. Desde entonces, se encuentra constantemente erosianada e impugnada, tanto por la teología como por la vida de la Iglesia, aunque mucha gente no se ha enterado todavía, o no quiere enterarse, del profundo cambio eciesiológico que se ha producido.

1. Una nueva manera de entender la Iglesia

Por una parte, la Iglesia ha redescubierto la misión. Hoy las misiones no son ya los países del tercer mundo, sino las calles de nuestras ciudades, los centros educativos y las familias. Vivimos en una sociedad secularizada y crecientemente emancipada del influjo de la Iglesia y del mismo evangelio. Abundan los paganos bautizados, es decir, aquellos que en la práctica han prescindido de los valores del evangelio en su vida y que reducen su contacto con la Iglesia a algunos momentos puntuales (bautismo, primera comunión, matrimonio y funerales) o a algunos actos religiosos específicos (procesiones, romerías, peregrinaciones, fiestas, etc). Las viejas cristiandades son hoy tierra de misión y la reevangelización de Europa es el reto para las Iglesias.

El seglar, es decir, el cristiano que vive en el mundo, es hoy el agente primero y preferente de esta evangelización con los no cristianos, los bautizados no creyentes y los mismos cristianos (Redemptoris Missio 33). Hay que crear un renovado tejido social del cristianismo que favorezca la identidad eclesial y evangélica de los cristianos. Hoy no se es cristiano por inculturación en Occidente, ni por presión social, ni siquiera por el influjo de la educación (en la que o no hay formación religiosa o ésta no responde a las necesidades catequéticas y formativas de la fe cristiana).

La familia sigue siendo el primer lugar del crecimiento de la fe, desde una educación basada en el testimonio y en la interpelación, más que en la información religiosa y en la imposición doctrinal o moral. Necesitamos testigos de Dios que hablen de él en función de su propia experiencia y vivencias, en lugar de basarse en lo que han leído, escuchado o aprendido. Más que recitar doctrinas sobre Dios hay que comunicar itinerarios biográficos, búsquedas personales, dudas e interrogantes desde las que Dios se ha convertido en el referente fundamental de la propia vida.

El laico es el testigo de Dios en la sociedad, el misionero, que no puede confundirse con el proselitista. No se trata tanto de incrementar el número de los miembros de la Iglesia, cuanto de vivir, de tal manera que se testimonie una identidad cristiana. Ser cristiano no es ser alguien sin pecados (esa es la mentalidad farisaica que critica el evangelio), sino esforzarse por vivir en sintonía con Jesús. Hay que «recrear» y «reinventar» el evangelio en cada época histórica, de acuerdo con cada personalidad y circunstancia. Desde ahí surge <<el testigo>> que intenta vivir el seguimiento de Jesús desde la creatividad del Espíritu, que habita en cada persona. No se transmiten tanto credos y doctrinas cuanto convicciones y experiencias, actitudes y valores que forman parte de la propia identidad.

Surge así el testimonio ante los propios hijos, familiares y amigos, a los que se manifiestan las convicciones que dan sentido a la propia vida. No sólo hay que dejar a los otros una herencia material, sino también los valores y las orientaciones que han dado sentido a la propia vida. Esto forma parte de la misión laical de los padres, los educadores y otros agentes eclesiales.

Aparece así la testificación pública de la fe, perdiendo el miedo y la vergüenza a presentarse ante los demás como cristianos. Un gran problema para la misión de la iglesia son los cristianos vergonzantes, que pretenden reducir la fe a su vida privada, a costa de su actuación pública. Esto no es simplemente lo que se espera del clero, sino que hay que demandado a cada cristiano, siendo los seglares los testigos privilegiados en las realidades mundanas y temporales.

1.1. La misión determina a la Iglesia

Se ha dado también un descentramiento de la misma Iglesia. Lo importante es anunciar y construir el reinado de Dios en el mundo, es decir, que los pobres, los enfermos y los pecadores reciban la buena noticia del evangelio. Jesús vino a devolvernos la esperanza, a fortalecernos ante la experiencia del mal y del sufrimiento, y a enseñarnos que el amor a Dios y a los demás son las dos caras de una misma realidad. Para Jesús no hay separación entre lo natural y lo sobrenatural. Hay que ayudar a los demás corporal y espiritualmente, combatir el pecado que genera miseria humana y empobrecimiento espiritual, y denunciar las estructuras injustas de la sociedad y de la religión.

Jesús viene a ofrecernos una manera nueva de vivir, a construir una fraternidad en la que el hombre deje de ser lobo del hombre y a mostrarnos a un Dios paterno y materno, compañero y amigo, que nos llama a asumir nuestra libertad y a seguir un camino en el que nos ha precedido Jesús. A partir de ahí, no es posible separar ya lo humano y lo divino, lo natural y lo espiritual.

Hay que humanizar a Dios, viéndolo en el rostro del prójimo, y divinizar lo humano, evaluando y discerniendo los signos de los tiempos a la luz del mensaje del Reino de Dios. No hay que poner la identidad cristiana tanto en las prácticas sacramentales y la frecuencia en las devociones, que son necesarias como fuentes de la identidad y creatividad espiritual, cuanto en la forma de vivir y de relacionarse con uno mismo, con los demás y con Dios. Ser bueno y misericordioso ante la miseria propia y ajena es más importante que ser piadoso y religioso, aunque la piedad y la religión deben ser la plataforma que potencia la capacidad de darse a los demás.

No hay que confundir el fin con los medios, como ocurre a los padres que se lamentan del distanciamiento religioso de sus hijos, que tienen pocas prácticas sacramentales y devociones, y, en cambio, no valoran adecuadamente la capacidad de bondad, de entrega y de servicio a los demás que, a veces, muestran. La piedad está al servicio de la vida cristiana, basada en el amor a Dios que pasa por la entrega a los otros, por eso debe fomentarse y ayudarla a madurar. Pero piedad y vida cristiana no son lo mismo, como tampoco la religiosidad suple la entrega a los demás.

El seglar ha sido siempre receptivo a la dimensión humana del evangelio. «Todo lo humano es nuestro» proclamaban los cristianos en los siglos II y III. Allí donde hay valores genuinamente humanos, ahí está Dios. Por eso, el criterio fundamental del reinado de Dios son las relaciones personales (Mt 25, 31-46) y no el cumplimiento de algún precepto religioso. En última instancia, la forma de reaccionar ante las situaciones humanas (tuve hambre, sed, estuve enfermo, me encontré sólo y abandonado, etc.) es lo que decide la pertenencia al Reino, y no simplemente la incorporación a la Iglesia.

En la Iglesia, ni están todos los que son ni son todos los que están. De ahí la mezcla de signo y contrasigno que constituye la historia de la comunidad eclesial. Una teología del laicado no puede construirse en base a un conjunto de devociones y prácticas religiosas, sino desde la forma de relacionarse con las cosas y las personas. Cuando más se muestra la identidad cristiana no es precisamente cuando nos relacionamos con Dios, sino en nuestra forma de percibir y valorar las realidades de la creación.

Hay que completar por ello el eslogan del humanismo cristiano «todo lo humano es nuestro, pero nada inhumano nos es indiferente». De ahí surge el compromiso de fe que lleva a la lucha por la justicia y a la defensa de los derechos humanos. El Reino de Dios no es algo espiritual que pasa por encima de las realidades históricas. La santidad se traduce en un crecimiento humano, porque Jesús viene a enseñarnos a ser personas. No todo lo humano es cristiano porque hay formas de vivir incompatibles con el evangelio, pero todo lo cristiano es humano, porque Jesús nos muestra un camino en las encrucijadas de la vida, una forma de reaccionar ante los acontecimientos, que es la que lleva a que el reinado de Dios se haga presente en la sociedad humana. Primero a partir de Jesús, luego desde los suyos, cuando se esfuerzan por vivir y establecer relaciones que testimonien la fraternidad humana y la filiación de todos respecto del Dios universal, el Padre de Jesús.

1.2. Humanizar el espíritu, espiritualizar lo humano

Junto a esto surge una nueva espiritualidad. Durante mucho tiempo, la espiritualidad, es decir, los distintos modelos de vida cristiana inspirados por el Espíritu, seguían las pautas de la vida religiosa. Las distintas órdenes y congregaciones religiosas han seguido la línea de que hay que renunciar al mundo (y a las realidades temporales como el dinero, la profesión o la política), dar prioridad a la oración y a la contemplación, y dedicarse al apostolado desde la movilidad que ofrece el celibato y el voto de castidad.

La doble imagen de Marta y María, es decir, de la actividad y la contemplación, se resolvía en favor de la segunda, a la que se subordinaba la primera. De ahí, que los modelos de santidad de la Iglesia católica han sido abrumadoramente clericales y religiosos. Los votos de pobreza, de castidad y de obediencia han servido de fundamento para las distintas es cuelas de espiritualidad, que luego se aplicaron a los laicos1.

En la segunda mitad de¡ siglo XX, sobre todo a partir del concilio Vaticano II, ha surgido un nuevo modelo de espiritualidad. Hay que buscar a Dios en el mundo y en la historia. Lo sobrenatural se da en lo natural, lo divino en lo humano y lo espiritual en lo mundano. El cristiano del futuro será alguien que ha experimentado a Dios y que se ha comprometido con los demás (K. Rahner).

No hay que renunciar al mundo, sino ordenarlo según el plan de Dios. Por eso, el matrimonio es un camino tan válido para la santidad cristiana como el celibato, y la renuncia no es el centro de la espiritualidad, sino la acción de gracias y la transformación de las realidades terrenas.

Vivimos en un mundo imperfecto, bueno pero inmaduro y afectado por el pecado. El séptimo día, Dios descansó y comienza la historia. Cada ser humano está llamado a ser cocreador con Dios, colaborando en la creación y aportando su propia contribución a un mundo más humano, más acorde con el plan de salvación y más perfecto.

De ahí, la valoración cristiana del trabajo, de la economía, del arte y de la política, es decir, de los ámbitos profanos en los que tiene que vivir y realizarse el hombre. El laico está llamado a ser instrumento de salvación, ya que Dios no desplaza al ser humano, sino que lo llama a asumir su papel histórico en la transformación del orden de la creación.

Éste es el fundamento mismo de la espiritualidad laical y de las vocaciones laicas. No es verdad que haya crisis de vocaciones en la Iglesia. Lo que ha entrado en crisis es una manera de entender la vocación a la vida religiosa y al sacerdocio ministerial que se ha quedado obsoleta. Mientras florecen y se multiplican las vocaciones laicales cristianas. Esto es también un signo de los tiempos que exige discernimiento e interpela a la Iglesia.

Surge así un modelo de santidad en el mundo de la economía y de la política. No se puede evangelizar la sociedad sin trabajadores, economistas y empresarios cristianos, ni es posible luchar por una construcción evangélica de la sociedad humana si no hay políticos que luchen contra la corrupción y que busquen proteger a los más débiles de la sociedad. La espiritualidad pasa por los ámbitos mundanos, en los que tiene que hacerse presente la fuerza del evangelio. Dios llama a ser cocreadores y corredentores, es decir, a luchar contra el mal y el pecado que cristaliza en estructuras sociales injustas que condenan al ser humano a la marginación, el subdesarrollo y condiciones de vida infrahumanas.

Podemos hablar de una ecología del pecado, según la cual, el pecado del mundo nos afecta y nos condiciona, y nuestros pecados personales contribuyen al mal social y a las estructuras que oprimen a la persona humana. Somos víctimas y culpables al mismo tiempo, de ahí nuestra responsabilidad privada y pública. A partir de aquí, hay que desarrollar aportaciones propias en el orden de la creación y de la redención. La vocación de cada cristiano es irreemplazable e insustituible en el plan de Dios. Nadie puede ocupar el lugar y las circunstancias del otro, que descubre a su prójimo y que se siente concernido por cuanto oprime al hombre.

«Nada inhumano nos es indiferente», porque es Dios mismo quien nos llama a reconocerlo en el rostro del otro y quien interpela nuestra inteligencia y libertad para ponerla al servicio de su plan de salvación. Si el mundo está mal y hay mucho sufrimiento evitable, no es Dios el culpable, sino la humanidad, y, entre ella, los cristianos y la misma Iglesia. Es el valor divino de lo humano, responder a Dios sirviendo a los demás.

Así se resume el núcleo mismo de lo que significa la identidad cristiana en un mundo secularizado pero capaz de captar la salvación. Los no cristianos la ven sólo como emancipación y liberación humana, porque no son capaces de descubrir al Dios que actúa con y desde el hombre en favor de los demás. Para el cristiano, es Dios mismo quien actúa por medio de sus profetas y testigos.

Por eso, Teresa de Calcuta no fue sólo una mujer buena y entregada a los demás, sino un testigo de Dios en el mundo de hoy, a pesar de sus limitaciones humanas, de su falta de cultura política y económica, e incluso de sus posibles contradicciones como figura pública. Fue testigo de Dios, porque él fue la fuente y el origen de su misericordia para con los más pobres.

El pecado no es tanto una acción puntual e individual -en la mayoría de los casos fruto de la debilidad y fragilidad humana, más que una decisión deliberada de rompimiento con Dios-, cuanto una acción relacional que repercute en los otros. «La gloria de Dios es que el hombre viva y crezca» (S. Ireneo de Lyon). El pecado es lo que impide crecer y vivir a uno mismo y a los demás, todo aquello que se convierte en un obstáculo para el plan de Dios que siempre es la vida humana.

Cada cual tiene que interrogarse por lo que impide el crecimiento y la vida propia y ajena. Dios no quiere sacrificios humanos a mayor gloria de Dios, sino que el Dios cristiano viene a darse a los hombres, para que éstos tengan vida. Por eso es la misericordia y no el sacrificio el núcleo de la identidad cristiana. El sacerdocio de Jesús es el de una vida toda ella consagrada al amor y la misericordia. Supo generar vida a mayor gloria de Dios y encontrar a Dios en medio de las acciones humanas. En esto consiste la gloria humana, en encontrar a Dios en la historia y en la vida (S. Ireneo de Lyon).

Este es el centro mismo de la existencia sacerdotal cristiana, que es la laical, y a la que tiene que servir el ministerio sacerdotal. Hay que encontrar a Dios en la vida, percibir la trascendencia en la propia historia, asumir los conflictos y los avatares relacionándolos con Dios. Así surge un Dios trascendente y encarnado, tan humano en Jesús como sólo podía ser Dios, tan divino cómo para generar esperanza y ganas de vivir.

Para ello no hay que apartarse del mundo, al contrario, hay que volver siempre a él y convertirse en representante de Dios ante los hombres (desde la oración, la experiencia de fe, la participación en los sacramentos y la confirmación de la comunidad). También, en interpelante ante Dios, en nombre de la humanidad, presentando a Dios las angustias, temores y expectativas de todos los hombres.

Así surge una oración que brota de la vida y que lleva a ella, una experiencia de fe que se expresa en los sacramentos y que se expresa en los sacramentos y que sacramentaliza toda la vida, y una forma de ser personas desde la hondura de lo humano que es lo que nos muestra la identidad cristiana2. Esta es la vocación laical por excelencia. Permite ser contemplativo en la acción y comprometido en la oración, sacralizar todo lo profano, relacionándolo con Dios (al que incluso se encuentra  entre los pucheros, como afirmaba Teresa de Jesús), y mundanizar el Espíritu (haciéndolo presente en las realidades de la vida). Dios nos llama a vivir con hondura las realidades humanas y a encontrarle en el centro mismo de la existencia de cada persona (S. Agustín).

Estos tres cambios fundamentales: una nueva idea de la misión de la Iglesia, una vuelta a la proclamación y construcción del reinado de Dios en la sociedad humana, y una manera distinta de concebir la espiritualidad han convergido en la teología del laicado. La teología de los laicos irrumpe hoy en la eclesiología e impregna todos los ámbitos de la misión de la Iglesia. El paso a los laicos no obedece a una moda coyuntural, sino a un replanteamiento teológico, eclesiológico y misional.

2. ¡Paso a los laicos!

En el viejo código de Derecho canónico se definía a los laicos como los no-sacerdotes y no religiosos, es decir, se les describía por lo que no eran. Dado que el sacerdote y el religioso eran los representantes por antonomasia de la institución eclesial, se veía a los laicos como objeto de la misión pastoral de la Iglesia, identificada con el clero y la vida religiosa.

A partir del concilio Vaticano II ha cambiado radicalmente esta teología. El sacramento de consagración a Dios no es el del Orden, sino el Bautismo y la Confirmación (que inicialmente eran un único sacramento que generalmente se administraba a los adultos). Los consagrados en la Iglesia de Jesús son los bautizados («cristianos», es decir, otros Cristos, otros ungidos por el Espíritu), mientras que los no consagrados son los que todavía no han recibido el mensaje cristiano. La Iglesia antes que una institución es una comunidad de discípulos y el bautizado es el vicario de Cristo (el representante de Cristo en el mundo), enviado por él y fortalecido con la fuerza de su Espíritu (confirmado).

A partir de ahí, el laico es el cristiano sin más, el que no necesita más descripciones, predicados ni especificidades. Hay que definir lo que es un presbítero, diácono u obispo (es decir, cómo impregna el sacramento del Orden a la vida bautismal y qué exigencias le plantea), y hay que fundamentar la vida religiosa como otra forma de seguimiento de Jesús (y no como el único camino a la santidad y la perfección), pero el laico es el bautizado, el otro Cristo que no necesita ulteriores definiciones3.

2.1. Consagrados a Dios por el bautismo

A partir de aquí, el laico se convierte en el prototipo del cristiano (capítulo II de la Lumen Gentium) y la mundanidad o secularidad es su rasgo más específico (capítulo IV), aunque no sea su dimensión exclusiva. En cuanto experto en mundanidad y en cuanto miembro activo de la Iglesia, tiene el derecho y el deber de manifestar su opinión sobre todos los asuntos de la Iglesia (LG 37), incluido el derecho a la opinión pública, de participar en su vida interna (LG 33) y de constituirse en la vanguardia de su acción misionera (LG 36), alcanzando así su mayoría de edad en la Iglesia (LG 37).

Esto implica un cambio en profundidad de toda la Iglesia, otra manera de plantear las parroquias, los movimientos apostólicos y las comunidades, y una nueva forma de entender la relación entre el clero y los seglares.

Es toda la iglesia la que es apostólica, no sólo los clérigos. Por eso, la iglesia en cuanto comunidad universal y local tiene una pluralidad de ministerios (clericales y laicales) y de carismas, sin que haya oficios que sean monopolio del clérigo.

El laico puede ser el ministro del bautismo (canon 230 &3; 861 &2), el testigo oficial que presida el sacramento del matrimonio (canon 1112), cuyos ministros son los laicos contrayentes, y el que asuma funciones pastorales, incluido, en caso necesario, la dirección y animación de las parroquias y comunidades (canon 517 &2). El cura ya no es el ministro que tiene todas las funciones, ni tampoco una figura aislada al margen de la comunidad.

Pasamos de una teología individualista y centrada en las potestades y autoridad del ministro, a otra comunitaria, participativa y misional. El ministro que preside una comunidad, generalmente tras recibir el sacramento del Orden, debe valorarse desde su función de animador de ésta, desde su capacidad de revitalizarla y orientarla, y desde su capacidad misional que es constitutiva de su ministerio.

En la Iglesia antigua había una gran cantidad de ministerios, suscitados por el Espíritu, sin que se diera una concentración en el clero y mucho menos un monopolio. Desde el Vaticano II, la «Ministeria quaedam» (1972) de Pablo VI interpela a la creatividad eclesial en favor de una desclericalización de los ministerios, de una cogestión y participación laical, incluida la formación de un consejo de pastoral (canon 536) y un consejo económico en las parroquias (canon 537), que descargue al clero de funciones que pueden ser asumidas por los laicos.

El presupuesto de una Iglesia más laical y participativa depende de los mismos laicos, de su formación y preparación teológica, que es el requisito indispensable para una cogestión en las parroquias y en los movimientos apostólicos, y de su disponibilidad y creatividad para asumir responsabilidades en lugar de delegarlas en el clero.

El problema de una iglesia laical es similar al de una Iglesia con participación creciente de las mujeres. Hay que superar el clericalismo y el machismo reinante, tanto entre el clero como entre los mismos laicos. Se trata de un cambio de mentalidad, de un nuevo paradigma teológico, que exige tiempo, renovación generacional y, sobre todo, un cambio de actitudes y de mentalidades. De ahí, las inevitables resistencias al cambio, el peso de la inercia y la desesperanza de los que captan la lentitud de los cambios y la resistencia de la misma Iglesia en su conjunto, especialmente en los ámbitos de mayor edad y responsabilidad jerárquica, para esta transformación del marco eclesiológico.

Hoy vivimos una época de transición entre un modelo en declive de la Iglesia, el que se construyó a partir de Trento y que culminó en el Vaticano I, y otro todavía balbuceaste e inmaduro que se inspira en la época neotestamentaria y patrística, es decir, en los orígenes del cristianismo.

2.2. un nuevo marco eclesial

Pasamos así de una eclesiología basada en la desigualdad (la Iglesia como una sociedad perfecta y desigual, en la que unos mandan y otros obedecen, unos enseñan y otros aprenden) a otra basada en la fraternidad y la igualdad, que permite la estructuración de una multiplicidad de carismas y ministerios. Cada uno sirve a la Iglesia en cuanto miembro de ella.

Todos somos iguales desde el carisma y el ministerio recibido (que es un don y un imperativo, una gracia y una tarea), siempre en un contexto comunitario. La Iglesia es la «familia de Dios», y, en ella, el lugar del padre queda vacío para Dios y su Cristo.

Toda paternidad y maternidad en la Iglesia se realiza desde la común dignidad cristiana, en la que todos somos iguales y el papa no es más cristiano que el último de los laicos. Esa paternidad y maternidad espiritual implica, sin embargo, la diversidad de tareas y ministerios, siempre en función del don recibido, de la elección comunitaria y de la consagración o institución en el correspondiente ministerio. Todo don de Dios es también una responsabilidad y una tarea que hay que asumir en la comunidad.

Es toda la comunidad la que discierne y evalúa (lTes 5,19-22) y no sólo una parte de ella (la jerarquía). La Iglesia se constituye así en sacramento del Reino de Dios, es decir, «en germen y principio de este Reino» (LG 5). Para ello, la Iglesia tiene que ser un lugar de encuentro entre Dios y el hombre, que es lo que constituye a los sacramentos, desde una fraternidad en la que el ministerio es servicio y no dominio, los destinatarios preferentes los miembros más débiles, y los consagrados el conjunto de los cristianos.

La ausencia de dominio es la otra cara de la fraternidad eclesial, en la que cada carisma es un servicio y no simplemente una potestad, una tarea y no sólo una dignidad. Así la Iglesia se constituye en signo de comunión para una humanidad plural, conflictiva y frecuentemente enfrentada. La unidad no equivale a la homogeneidad ni a la uniformidad, sino a la comunión desde el respeto a la diferencia, la pluralidad de identidades cristianas inculturadas y la común pertenencia a la Iglesia universal, que es una comunidad de comunidades.

Si la obediencia era la virtud cardinal de la vieja eclesiología, el discernimiento (individual y comunitario) es la base de la nueva eclesiología. De ahí, el respeto a la propia conciencia, la necesaria cooperación con la jerarquía (LG 33), que pasa también por la interpelación, la representación y en caso dado la crítica respetuosa y bien fundada y la aceptación de que son los laicos los que mejor pueden juzgar los asuntos temporales (LG 37), precisamente porque viven inmersos en el mundo y no apartados de él.

  La contradicción surge cuando se quiere integrar esta orientación a en la vieja eclesiología, en la que el clero se convertía en la instancia definitoria de lo que había que hacer en el mundo, a pesar de vivir segregado de los ámbitos seculares, relegando a los laicos a aplicar sus principios y orientaciones4.

El precio de este dualismo era el irrealismo y la falta de operatividad de muchas orientaciones eclesiásticas (en el ámbito de la familia, de la sexualidad, de la política, del dinero); el de la culpabilización de los laicos (incapaces de llevar a cabo estas orientaciones desencarnadas y poco atentas a los contextos y situaciones históricas); y el de la permanente minoría de edad del laicado Esta postura tradicional es la que hace comprensible el «creo en Dios, pero no en la Iglesia», identificando a ésta misma con el clero que es una parte de ella pero nunca puede identificarse ni sustituir a la comunidad de los creyentes.

De esta forma el laico dejaba de ser el concepto matriz de la eclesiología, consagrado y miembro del pueblo de Dios, para adquirir una connotación sociológica, la de inculto, falto de formación teológica y miembro de la plebe que necesita ser orientado por la cúspide jerárquica. Es lo contrario a la eclesiología de comunión de los primeros siglos, establecida de forma ejemplar por San Cipriano de Cartago, que defendía que había que consultar a toda la comunidad en los asuntos que concernieran a los laicos y al conjunto de la Iglesia.

Y es que el mismo concepto de Iglesia significa pueblo en asamblea, congregación, reunión de los creyentes convocados por Dios y enviados al mundo. Sólo desde ahí, es posible un laicado mayor de edad y una jerarquía enraizada y apoyada por la comunidad a la que representa y sirve desde el ministerio de dirección pastoral.

Por eso, la Iglesia es católica, es decir plena y universal, cuando es capaz de asumir las diferencias y canalizar los inevitables conflictos que genera una sociedad pluralista desde el discernimiento y la comunión. Ya no es simplemente la obediencia y la sumisión a la jerarquía lo que caracteriza a los laicos, sino la capacidad de discernimiento personal y de evaluación comunitaria, desde los criterios del amor y de la atención a los miembros más débiles de la comunidad.

Un laicado creativo, mayor de edad y consciente de su responsabilidad eclesial es la alternativa eclesiológica para el siglo XXI. Los mismos ministros, clericales o laicos, deben ser elegidos teniendo en cuenta esa capacidad para el diálogo, su atención preferente por los miembros más débiles y su testimonio ante e mundo de la increencia y de la indiferencia religiosa. Difícilmente puede ser la Iglesia signo del reinado de Dios en el mundo si no puede mostrar que hay formas de vivir la pluralidad que no son incompatibles con la unidad entendida como comunión.

La eclesiología de comunión es por ello el marco de una renovada teología del laicado, ambas se relacionan y dependen la una de la otra. Al cambiar al laicado transformamos a la misma Iglesia y al modificar el modelo eclesiológico replanteamos la teología del laicado. En buena parte aquí se juega el futuro del cristianismo en el siglo XXI.

El laicado es el gigante dormido de la Iglesia católica, su mayor esperanza evangelizadora y renovadora, la vanguardia del cristianismo en el tercer milenio. Esta renovación de los laicos es también la que permitiría replantear el ministerio sacerdotal y los diversos grados del sacramento del orden.

No se trata de proponer una iglesia laical a la meramente clerical, sino de recuperar la corresponsabilidad de laicos y clérigos en el contexto del pueblo de Dios, reequilibrando la eclesiología que se ha desarrollado en el segundo milenio. Por eso, el futuro pasa por los laicos, que constituyen el gran reto y la gran esperanza cristiana del futuro para el tercer milenio.

Juan A. Estrada

Misión Joven, Noviembre 1997, pgs. 5-13

1 Cf. J.A. ESTRADA, La espiritualidad de los laicos, Ed. San Pablo, Madrid 1992, 75-151.

2 He intentado desarrollar este modelo de oración en J.A. ESTRADA, Oración: liberación y compromiso de fe, Ed. Sal Terrae, Santander 1986, 253-299.

3 Cf. J.A. ESTRADA, La identidad de los laicos, Ed. San Pablo, Madrid 1990, 153-166.

4. Cf. R. PARENT, Una Iglesia de bautizados, Ed. Sal Terrae, Santander 1987, 43-68.

Categorías: Laicos

«Bungee jumping» sobre cemento

«Bungee jumping» sobre cemento
(Por: Celia Grant, Mujer Nueva, 2004-01-29)

Cuando practicas el “bungee jumping” sobre cemento, probablemente quieras asegurarte de tener el mejor equipo de seguridad disponible, y que quede fuertemente atado a cada nudo y cordón. Y que los expertos responsables sepan lo que están haciendo. Además, probablemente te gustaría conocer una larga lista de los aventureros que se arriesgaron antes que tú y que han vivido para contarlo.

¿Pero qué pasa si el equipo de seguridad en cuestión no es 100% fiable? ¿Qué si su fama crece en la misma proporción que el porcentaje de desastres? ¿Y qué si te llaman “marica” cuando te bajas de la plataforma para pasar de un modo más significativo la tarde de un sábado con tu pareja? ¡Este dilema suena a una pesadilla!

Pues, ¡buenos días, América! Despierta al mundo real y verás que la pesadilla casi coincide con la realidad. Por todas partes, desde los anuncios a las librerías, de las telenovelas a los sanitarios públicos, y hasta en la Asamblea General de la ONU, se presenta el anuncio promocional fuerte y claro: “¡Adelante, jóvenes, ustedes son libres de decir lo que piensan y hacer lo que quieran! Tienen el derecho al amor, la diversión, las emociones, las excitaciones, así que practiquen más el sexo. Ténganlo cuando quieran, como quieran y con quien quieran. Pero con una condición: háganlo con seguridad.”

¿Por qué siempre se insiste en “sexo seguro”? ¿Dónde está el peligro si todos lo practican? Aquí la naturaleza interviene pasando factura y no es cosa de risa. En la actualidad se calcula que un total de 36.1 millones de personas en todo el mundo están infectadas con el virus del SIDA. Cerca de 1 millón de americanos padecen esta enfermedad, en su mayoría por contacto sexual, y otros 15 millones de casos de otras enfermedades de transmisión sexual se reportan cada año en los Estados Unidos. El SIDA es incurable. Sólo en el año 2000, 3 millones de personas murieron por esta enfermedad. Hay estudios que establecen que ya son 21.8 millones en total las muertes causadas desde el principio de esta epidemia hace 20 años. (1)

Así que ya estamos advertidos. ¿Qué solución nos dan? El omnipotente condón. Se supone que sale a las mil maravillas. Es la clave para el placer sin peligro de infección. Nunca tengas una cita sin él. Es portátil y exportable, el elemento insustituible de los cuidados de la salud básica en los países despedazados por la guerra o asolados por la pobreza.

Si este pedacito de látex es en realidad tan maravilloso; si se han hecho enormes esfuerzos para distribuirlo a diestra y siniestra; si la educación sexual no está completa sin él, entonces ¿por qué el número de víctimas del SIDA sigue aumentando de manera alarmante? Seguramente no es sólo por compartir agujas o por fallos en los análisis de sangre. Es verdad que muchos culpan a las estadísticas por un mal uso del condón o por dejar las precauciones a la deriva. ¿Pero por qué las agencias que anuncian la “salud reproductiva” no conciencian de que el condón no es un método del todo fiable para evitar el peligro del SIDA? Tal vez por la misma razón en que la palabra “precaución…” aparece en letra pequeña en los paquetes de cigarrillos.

El hecho es que cuando se hace una pequeña investigación al respecto, la mayoría de los estudios de laboratorio demuestran que en un 98% de casos el virus VIH no atraviesa la barrera del condón. Y ¿qué hay del 2% restante? Hagamos un cálculo con estos números en el caso de alguien que use dos condones a la semana, con un total de 104 al año…. ¡dos de estos encuentros serían mortales! Estas estadísticas se basan únicamente en pruebas mecánicas. Nada es perfecto en este mundo… aun cuando el condón mismo obtenga la mejor calificación en el laboratorio, ¿quién nos garantiza que no puede romperse o resbalar? (2) Al añadir el margen de errores humanos de los consumidores, el grado de eficacia disminuye aún más. Algunos investigadores determinan que en la práctica, los condones reducen en un 90-95% el peligro de transmisión de enfermedades. Estamos hablando ya de un 5-10% de probabilidades de infección. (3)

La página web de Salud Pública de Seattle comenta con franqueza que: “Los investigadores señalan que los condones no son 100% efectivos. Indican que aún del uso correcto del condón, especialmente en situaciones de alto riesgo, resultan algunas nuevas infecciones con VIH”. Por lo tanto, no podemos arriesgar nuestras vidas en los “salvavidas” de látex. Además de la desilusión acerca de la prevención del VIH, el uso del condón como anticonceptivo todavía admite un 13% de probabilidades de embarazo. Entonces, ¿para qué sirve, realmente? ¿Existen algunas otras opciones?

La misma publicación, haciendo eco a muchas otras investigaciones sobre la prevención del SIDA (y la anticoncepción), no ha dudado en informar sobre la posibilidad de recurrir “a la abstinencia sexual como el medio más seguro para evitar el embarazo y la adquisición y transmisión de enfermedades de transmisión sexual.” El estudio continúa: “la monogamia es el mejor medio” de evitar todos estos riesgos. “Practicar la monogamia significa limitar el contacto sexual a una sola persona sana que sólo tiene relaciones contigo.” Aunque, a mucha gente hoy en día le cuesta aceptarlo, el contexto más completo de esta solución es el matrimonio.

Por otro lado, hay quien se mofa de propuestas que promueven “la abstinencia” como medio ejemplar de una “conducta sexual responsable” que ayudará a la gente a prevenir “embarazos no deseados, las enfermedades de transmisión sexual y el VIH/SIDA”. ¿Tal vez se deba a que este método no es técnicamente médico? Por ejemplo, algunas delegaciones en el tercer PrepCom para la Sesión Especial a favor de la Infancia se opusieron a esta idea “porque la abstinencia tiene muy poco que ver con el tema principal que es la salud de niñas y mujeres.” (4) Pero ¿por qué estas oposiciones a la abstinencia si es la única forma de mostrar el amor sin el peligro de infección, antes de casarse? ¿O es que nos quieren decir que el acto sexual es puramente biológico y que no involucra el amor para nada?

Tenemos toda la libertad de expresar lo que pensamos y de hacer lo que queramos con nuestras vidas. Tenemos derecho a amar, a divertirnos y a experimentar emociones y excitaciones. Pero el “bungee jumping” no es la única opción ni, con mucho, la mejor. Además, el permanecer al margen puede demostrar más carácter que el saltar al vacío con la multitud. Por lo tanto, si no nos van a informar la verdad completa, que nos den al menos un poco de espacio para tomar una opción más segura y audaz.
…………………………………………..
(1) Centers for Disease Control and Prevention; Divisions of HIV/AIDS Prevention; Joint United Nations Programme on HIV/AIDS (http://www.cdc.gov/hiv/stats/internat.htm ; http://www.cdc.gov/hiv/pubs/facts/condoms.htm )
(2) Según un estudio, hay una posibilidad de 3.4% que se rompa el condón, y una posibilidad de 1.1% que se resbale. Cfr. Public Health—Seattle and King County: Condom Information Update ’99 http://www.metrokc.gov/health/apu/infograms/condom99.html
(3)Idem.
(4)The NGO Committee on UNICEF, Volume 2, Newsletter #6, Article 2. (http://www.ngosatunicef.org)

Categorías: General

Juventud, ¿divino tesoro?

Juventud, ¿divino tesoro?
(Por: Carolina Cogordán, Colaboradora de Mujer Nueva, 2005-10-19)

La poesía de Rubén Darío me hizo reflexionar sobre una realidad que se constata a cada paso: actualmente se tiene a la juventud por un “divino tesoro” más cotizado que ninguno otro.

Por una parte, los niños sueñan con llegar a ella, y en su afán queman etapas por las que antes se pasaba, y ahora fácilmente se considera “joven” a un niño o pre-adolescente de 11 años, el cual en lugar de jugar con muñecas, o carritos, busca imitar el comportamiento de los mayores: un niño obedece a sus padres, pero el “joven” de once años ya no; una niña juega con muñecas, una “joven” de once ya no, ahora tiene novio, bebe en las fiestas, ve películas y lee revistas para jóvenes y se comporta como lo hacen sus hermanos de 16.

Por otra parte, los adultos se aferran a su juventud como a su más preciada joya. Hacen de todo con tal de no perderla. No es difícil encontrar a “jóvenes” de 30 o hasta 35 años vistiendo el mismo atuendo que esos otros “jóvenes” de 11; evitando todo aquello que huela a “adulto” o a “madurez” como el comprometerse únicamente con una persona, o el seguir unas ciertas normas éticas; llevando una vida sin nada que los ate y sin responsabilidades pues para eso son jóvenes, para “estar libres” y hacer lo que quieran.

Y yo me pongo a pensar, ¿qué les ofrece la “juventud” para que la busquen con tal ahínco?

Muchos piensan que el joven es “más libre” porque tiene menos ataduras, porque se le exige menos, y por lo mismo se “divierte más”. Ya disfruta de las diversiones de los adultos, pero todavía se libra de sus responsabilidades. Y así se da un fenómeno muy triste del desencanto y desaliento en tantos jóvenes que no quieren llegar a adultos: muchos piensan que la juventud es la edad para “probar todos los placeres” y que ya llegará la edad en la que “sentarán cabeza”. Pero se olvidan de que lo quieran o no, cada acto de la juventud va dando una dirección a su futuro. Los que optan por tomar decisiones definitivas en la vida, están libremente modelando su propio futuro: al decidir formar una familia, o aceptar un trabajo estable, o comprometerse en alguna acción social que ayude a la comunidad, están siendo protagonistas de sus vidas. En cambio, los que optan por no decidir, y quedar “libres” sin amarrarse para poder “probar de todo”, están dejando que las circunstancias escriban y condicionen su futuro y paradójicamente están coartando ellos mismos su libertad para decidir sobre su propia vida. No son pocos los jóvenes, que por sentirse “libres” han quedado presos de alguna adicción a las drogas, o han adquirido el Sida o enfermedades venéreas que han condicionado el resto de su vida, o han quedado atados al alcohol que les ha impedido hacer lo que realmente querían, o viven con el constante remordimiento de un aborto que nos les permite ser realmente felices, aunque hayan pasado ya muchos años. Es verdaderamente triste encontrarse con “jóvenes” que a los 35 años se encuentran marchitos y sin muchas posibilidades de dónde elegir, cuando la juventud debería de ser ese momento esperanzador de la vida en que todo es posible todavía y en el que uno se prepara de la mejor manera para poder optar libremente por el camino que se quiere seguir en la vida.

La juventud, al ser una etapa sin las responsabilidades propias de la edad adulta, ha de ser el momento propicio de la vida en que la persona aprende y se ejercita en ser dueña de sí misma para estar preparada para lo que la vida le depare en un futuro. Es el momento de preparase profesionalmente para poder rendir el mejor servicio posible a su sociedad; el momento de hacer propios los principios éticos que fundamentarán su vida, sobre los cuales basará todas sus decisiones futuras; el momento de fortalecer la propia voluntad para estar listo para lo que venga; el momento de construir amistades estables y duraderas basadas en el respeto mutuo, que lo acompañarán el resto de su vida; es el momento de sentar las bases de lo que será la vida futura.

La sociedad de hoy al incitar a los jóvenes a vivir sin reglas, a probar de todo, a tener el placer como el mayor objetivo de esta etapa, a no pasar a la edad adulta, le está haciendo un daño muy grande a esta generación, al no brindarle los elementos para una verdadera maduración. No está equipando a estos jóvenes de lo que necesitan para cuando sean mayores. En pocas palabras, ofreciéndoles la “felicidad” en placeres pasajeros y momentáneos, les está quitando la oportunidad de ser realmente felices.

La juventud será un verdadero tesoro para todos aquellos que la aprovechen equipándose bien para la verdadera batalla de la vida, y en este caso se convertirá en un tesoro invaluable para la sociedad al asegurarle un futuro esperanzador.

Ayudemos a nuestros jóvenes a ver el engaño y el peligro que hay en esa vida fácil, consumista y sin responsabilidades que les ofrece el mundo de hoy, para que puedan realmente disfrutar del divino tesoro que es su juventud dignamente vivida como una etapa de transición hacia la verdadera plenitud humana.
 

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