La consulta sinodal ahora será más plural

Que los laicos y las mujeres voten el documento final del Sínodo es una «consecuencia lógica»

Victoria Isabel Cardiel C. 4 de Mayo de 2023

Desde el Concilio Vaticano II los Pontífices han convocado a todos los obispos del mundo a Roma durante unas pocas semanas para abordar ciertos temas que requerían de un cierto consenso y análisis. De estas reuniones, a puerta cerrada y sin periodistas, suelen nacer —tras una votación de los prelados— propuestas concretas que después presentan al Papa para el juicio final. Nunca son vinculantes, pero dejan una huella indeleble en la valoración del Pontífice, que después marcará las líneas maestras del futuro de la Iglesia. Antes solo se permitía participar a los laicos y a las mujeres en los debates del Sínodo, pero a partir de ahora también podrán votar el documento final que se redacta en cada uno de estos encuentros. Un paso que ya se había conseguido para los religiosos, pero que hasta ahora tenían vetado las mujeres superioras de órdenes religiosas, aunque gozaban del mismo estatus canónico, y también los laicos.

La principal novedad es que los diez clérigos que participaban en dichas asambleas serán sustituidos por cinco religiosas y cinco religiosos pertenecientes a institutos de vida consagrada. Además, se elimina la figura de los auditores y, en su lugar, participarán otros 70 miembros, no obispos, de los que se espera que, al menos, el 50 % sean mujeres. «El Papa está cambiando la manera de pensar y de vivir la diferencia entre el ministerio ordenado y el sacerdocio bautismal, extendiendo a todos los bautizados algunos derechos que hasta hace poco pertenecían a obispos, sacerdotes o religiosos», asegura la teóloga sor Linda Pocher, que tuvo la oportunidad de explayarse sobre este asunto ante el Papa Francisco y los cardenales que lo asesoran en el gobierno eclesial en una de las reuniones del C9. «El ministerio sacerdotal no confiere competencia en todos los campos de la vida. Por eso es importante que tengan peso las voces de los laicos y de las mujeres, para que esté representada una pluralidad de sensibilidades y carismas», incide.

«Es importante que esté representada una pluralidad de sensibilidades y carismas»

Sor Linda Pocher

Teóloga

Con todo, la composición de la asamblea no será igualitaria: «En una asamblea que probablemente superará los 200 miembros, habrá un máximo de 40 mujeres votantes, 35 de las cuales formarán parte de los 70 “no obispos” —no necesariamente laicos— y serán nominadas y no elegidas, como ocurrirá con los obispos y religiosos», asegura la italiana Paola Lazzarini, fundadora de la asociación Donne per la Chiesa (Mujeres por la Iglesia), una de las instituciones que hizo más ruido para reclamar este voto. «Las reivindicaciones de base de las mujeres de todo el mundo que han participado en los procesos sinodales han sido a menudo desestimadas en favor de los documentos elaborados por los grupos sinodales “oficiales” de las diócesis», denuncia.

Para el teólogo español David Luque, que trabaja en la Universidad Complutense de Madrid, la decisión del Pontífice supone «una apertura radical en la forma de entender la Iglesia», que «escucha al Espíritu Santo desde todos los rincones». «Hay un reconocimiento de la propia voz y de la propia experiencia eclesiológica de los laicos y de las mujeres, que es una consecuencia lógica del propio proceso de sinodalidad», incide Luque. Aun así, subraya que «lo verdaderamente importante» es que las decisiones que se tomen después «terminen permeando en las propias parroquias».

En este sentido, la teóloga española Cristina Inogés Sanz, miembro de la comisión metodológica de la asamblea, que culminará con dos reuniones en octubre de este año y de 2024, lo califica de «gran avance», impensable hace unos días», y que se enmarca en los «primeros pasos de lo que debe ser la Iglesia de la escucha y del discernimiento». «No puede ser que unos pocos decidan por todos; no puede ser que algunos varones decidan siempre por las mujeres. San Cipriano decía que lo que a todos nos afecta, por todos debe ser decidido y aprobado. Y esto lo decía en el siglo II…», asegura Inogés.

«No puede ser que algunos varones decidan siempre por las mujeres»

Cristina Inogés

Teóloga laica

Por su parte, la teóloga Alice Bianchi, de la Pontificia Universidad Gregoriana, constata que la decisión «responde a la realidad», ya que la Iglesia está compuesta «en su inmensa mayoría por laicos», aunque de momento su peso sea «solo simbólico». «Su nivel de competencia del mundo no es delegable en un obispo, por clarividente y atento que sea. Si pensamos en las mujeres, esta ampliación a experiencias vitales de otro modo excluidas es más evidente que nunca: la experiencia de un obispo no es asexuada, sigue siendo siempre una experiencia masculina», señala. De otro lado, insiste en que no se trata de que cada vez más personas accedan a puestos de poder, porque «este objetivo también podría perseguirse creando nuevos pequeños roles y manteniendo un entorno clerical». A este respecto, advierte de que ni siquiera la presencia de laicos constituye «una garantía».

Las próximas citas del Sínodo sobre la sinodalidad, que pretenden responder al deseo del Papa de convertir a la Iglesia en una estructura más horizontal, serán el laboratorio de pruebas de este nuevo sistema.

Categorías: Iglesia

El derecho de los laicos a la libertad en lo temporal II

Escrito por José Tomás Martín de Agar

Publicado: 12 Abril 2023

3.    Contenido y alcance específico del derecho

Ya hemos visto que la libertad en lo temporal se configura como inmunidad de coacción, pero que este primario aspecto negativo se refiere a unas determinadas conductas positivas de los fieles, en las que la autoridad no debe intervenir para impedirlas o tratar de dirigirlas. Lo mismo que de la libertad religiosa surgen o derivan otros derechos que constituyen su contenido positivo (creencias, culto, apostolado, observancia, asociación, bienes, etc.), del derecho a la libertad en asuntos temporales se pueden también extraer muy variadas consecuencias positivas. En concreto me parece importante resaltar:

a)    El derecho a mantener libremente cualquier opinión temporal que no sea contraria a la fe ni a la moral cristianas, a comunicarla, difundirla y actuar conforme a ella, y a cambiar de opciones temporales, de acuerdo con la propia conciencia. Sin que puedan ser impuestas canónicamente determinadas actitudes o modelos de actuación.

b)    El derecho de iniciativa, esto es, la facultad de unirse a otros ciudadanos (católicos o no) para llevar a cabo las propias ideas sobre la sociedad, creando instituciones o asociaciones civiles a tal fin. Esto implica negativamente que no se puede impedir o limitar al fiel el ejercicio de sus derechos de ciudadano, ni encuadrarle en determinados grupos o entes confesionales contra su voluntad.

3.a)  La especificidad de lo temporal

Pero más que intentar extraer una relación exhaustiva de los contenidos jurídico-positivos de la libertad en lo temporal (cosa por demás imposible), estimo que es imprescindible, para entender el alcance de este derecho, el reconocer la especificidad jurídica de la materia sobre la que versa: los asuntos temporales, la edificación de la ciudad terrena, materias que, en sí mismas, no están confiadas a la Iglesia, que constituyen los negotia saecularia que se definen precisamente por contraste con los negotia ecclesiastica. Esto es: que las materias sobre las que se realizan los aspectos positivos de la libertad en lo temporal, son materias que pertenecen al campo civil y se gobiernan por el derecho propio de ese ámbito [39].

La esfera de autonomía jurídica, que esencialmente constituye el derecho, señala el límite del derecho canónico: lo que ocurre dentro de esa esfera es, por naturaleza, civil. La secularidad que caracteriza a los laicos es la secularidad de los asuntos y problemas en los que están inmersos. Una secularidad que no se puede ‘organizar’ desde la Iglesia, que no consiente una ‘canonización’ porque dejaría de ser tal.

A la Iglesia le interesa y compete que los fieles laicos gocen de la justa libertad en lo temporal y de la libertad religiosa civil, precisamente como condición para que puedan desplegar con toda eficacia su vocación de ser sal, luz y fermento en la sociedad, unidos a los demás [40]. No es coincidencia que el redescubrimiento y potenciación del papel que corresponde a los laicos en la misión de la Iglesia, haya dado origen a una correlativa precisión y formalización canónica de esta libertad en cuestiones temporales.

Pero una vez delimitada canónicamente esa esfera de autonomía, a la Iglesia -al derecho canónico- no le interesa ni compete lo que sucede dentro de ella: las múltiples posibilidades concretas que caben; eso es objeto del derecho civil.

Lo mismo que el Estado, al promover la libertad religiosa, no puede pretender organizar ni dirigir las prácticas inherentes a esa libertad, sino que debe limitarse a garantizar un espacio de autonomía, dentro del cual es incompetente; la Iglesia, al promover la libertad temporal, no trata de «organizarla» creando unos cauces canónicos para el ejercicio del pluralismo terreno, sino que se limita a proclamar que no intervendrá en esas materias, porque no son eclesiásticas sino seculares, civiles: «la gestión política y económica de la sociedad no entra directamente en su misión» [41].

Este es, a mi entender, el contenido específico del derecho a la libertad en lo temporal. Un contenido esencialmente formal: la Iglesia que reconoce que la realización del orden temporal, en sí mismo, como orden de lo creado, no pertenece a su misión religiosa y que, por tanto, la condición de fiel no implica unos compromisos concretos (una opción) en cuanto al modo de comportarse en ese orden. Cualquier conducta que un cristiano adopte en esas materias es legítima, siempre que sea compatible con la fe y la moral cristianas y esté asumida con rectitud de conciencia.

3.b) Distinción de órdenes y de derechos y deberes en cada uno

El reconocimiento de esta especificidad de lo temporal es lo que reclama también el Concilio cuando, en varios momentos, recuerda a los laicos que «aprendan a distinguir con cuidado los derechos y deberes que les conciernen por su pertenencia a la Iglesia y los que les competen en cuanto miembros de la sociedad humana» (LG 36d) y «entre la acción que los cristianos, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos, de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que realizan en nombre de la Iglesia, en unión con sus pastores» (GS 76a); añadiendo siempre que tales distingos no significan en absoluto separación, pues los fieles «en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede sustraerse al imperio de Dios» (LG 36d) [42].

Los fieles laicos poseen un patrimonio jurídico integrado por sus derechos en cuanto ciudadanos y en cuanto fieles. Los ámbitos en los que surgen, se realizan y deben ser protegidos esos derechos son diferentes y marcan la distinción entre los órdenes jurídicos canónico y civil. La libertad en lo temporal del c. 227 significa, en este contexto, que en el ejercicio de sus derechos civiles el laico no está determinado o comprometido por su condición de súbdito de la Iglesia, que no corresponde al derecho canónico regular para los católicos el ejercicio de esos derechos civiles, ni -como hemos dicho- la Iglesia puede asumir la representación o la responsabilidad de los fieles ante la sociedad política en esas materias.

Pero también significa que no puede transferirse la condición que se goza en un orden al otro. De una parte «el cristiano -dice Viladrich-, en cuanto miembro de la Iglesia o de sus instituciones apostólicas, no puede pretender realizar en ellas aquellas actividades que le corresponden como ciudadano de la comunidad política, ni puede intentar servirse de la Iglesia o de sus instituciones apostólicas para el cumplimiento de aquellos objetivos que el cristiano ha asumido en cuanto miembro del orden temporal y de la sociedad política» [43]. De otro lado, el laico no puede valerse de su condición de tal ante la sociedad civil, es ese un título de orden eclesial. En el ámbito secular el laico es igual que los demás hombres: su condición eclesial no le priva de los derechos ni le excusa de los deberes comunes a todos los ciudadanos.

La libertad en lo temporal es un derecho del laico, que, como hemos dicho, surge en el ámbito canónico y en él debe ser respetada, pero no es un derecho civil, ni puede confundirse con la libertad de todo ciudadano -católico o no- en la comunidad política [44].

3.c)  Lo eclesiástico, lo católico, lo canónico, lo eclesial, lo civil

Esta distinción de ámbitos jurídicos -que es reflejo de la distinción entre el plano espiritual y el temporal y entre los órdenes sociales que se generan en uno y otro- puede resultar menos clara cuando se trata de materias o actividades que encuentran cauce para su desarrollo en uno y otro orden.

Efectivamente hay actividades seculares en sí mismas que, sin embargo, pueden ser realizadas por causa de religión, por ejemplo educativas, asistenciales, de prensa, culturales, etc. [45]. A la Iglesia (jerarquía o fieles en cuanto tales) le interesa promoverlas, sobre todo en determinados países y circunstancias, como medios auxiliares para el mejor cumplimiento de su misión.

En el seno de la sociedad eclesiástica está reconocido a los fieles el derecho de asociación y de iniciativa (ce. 215, 216), en el ejercicio de los cuales, éstos pueden promover y dirigir actividades congruentes con la misión de la Iglesia (ce. 114, 298).

Según su distinta relación con el ministerio jerárquico y el modo de llevar a cabo sus fines, esas empresas podrán calificarse de públicas, privadas, jerárquicas, católicas, religiosas, seculares, etc. Pero, sin que estos títulos sean excluyentes entre sí ni sea necesario analizar aquí el contenido de cada uno, un factor los alcanza a todos: el canónico. Son obras que nacen y se desarrollan dentro del derecho de la Iglesia, en el cual encuentran fundamento positivo su existencia, las normas que los rigen y su mayor o menor dependencia de la autoridad eclesiástica. Su estatuto jurídico-civil se determina precisamente en base a su condición canónica (allí donde ésta es reconocida) o (en otros lugares) a su naturaleza y fines específicamente religiosos.

Pues bien, el derecho -canónico- a la autonomía en lo temporal es algo distinto. Mientras señala los límites entre los dos órdenes, está llamado a desplegar su eficacia positiva en el ámbito civil, en cuanto reconoce la autonomía de las opciones y actividades de los laicos como ciudadanos de la comunidad política. En la base de este reconocimiento está el respeto por el carácter propio -civil- de esas actuaciones.

El derecho civil de libertad religiosa exige que el Estado respete la autonomía de los ciudadanos en sus actividades de carácter religioso y dé cauce para el ejercicio -individual y colectivo- de estas actividades, respetando su naturaleza específica, sin intentar politizarlas, dirigirlas o de algún modo ponerlas a su servicio, porque no es competente en esta materia (salvo el orden público). De manera correspondiente, la libertad en lo temporal requiere que la jerarquía reconozca el carácter secular y la completa autonomía de las iniciativas que los laicos, en cuanto ciudadanos, emprenden en el ámbito de la sociedad civil, sin tratar de convertirlas en «asuntos eclesiásticos» o clericalizarlas directa ni indirectamente.

El carácter secular específico de esas iniciativas no se pierde por el hecho de que quienes las promuevan, o colaboren en ellas, sean católicos empeñados en llevarlas a cabo según el espíritu del Evangelio. Esas actividades no se convierten en católicas ni canónicas porque quienes las dirijan sean católicos ni porque -como consecuencia- tengan una inspiración cristiana y una motivación apostólica. Son fruto del ejercicio del derecho civil de iniciativa social que corresponde a todo ciudadano, en las que los laicos encuentran ocasión para ejercer su misión eclesial.

Esta distinción entre los dos campos jurídicos, en los que pueden los laicos ejercitar el apostolado y la iniciativa, está recogida en el n. 24 del Decreto Apostolicam actuositatem donde, tras describir distintas posibilidades de obras apostólicas que surgen en el ámbito canónico (y la relación de cada una de ellas con la jerarquía), termina refiriéndose a las iniciativas de carácter exclusivamente civil: «en lo que atañe a obras e instituciones del orden temporal, la función de la Jerarquía eclesiástica es enseñar e interpretar auténticamente los principios morales que deben observarse en las cosas temporales; tiene también el derecho de juzgar, tras madura consideración y con ayuda de peritos, acerca de la conformidad de tales obras e instituciones con los principios morales, y dictaminar sobre cuanto sea necesario para salvaguardar y promover los bienes de orden sobrenatural».

Por tanto estas iniciativas guardan con la jerarquía eclesiástica la misma relación que el orden temporal en el que nacen, o sea, la que deriva del hecho de que los laicos deben guiase en los aspectos morales de ese orden según las enseñanzas del magisterio: no existe una dependencia jurídica, porque esas iniciativas no son oficial ni oficiosamente católicas [46].

4.    Límites

El c. 227, al reconocer la libertad temporal de los laicos advierte que éstos han de cuidar ut suae actiones spiritu evangelio imbuantur, et ad doctrinam attendant ab Ecclesiae magisterio propositam. Se trata de una libertad basada en la verdad.

Efectivamente la autonomía de las realidades temporales no significa desconexión o independencia respecto del Creador; además estas realidades en cuanto se relacionan con el hombre -con su fin­ adquieren una dimensión moral que constituye su mayor dignidad (AA 7b). El magisterio sobre estos aspectos éticos de lo temporal constituye el fundamento de la distinción entre situaciones jurídicas de libertad y de sujeción de los cristianos.

La Iglesia «columna y fundamento de la verdad» (1Tm 3, 15), en cuanto tiene confiada la custodia y enseñanza dé la Revelación, conoce y enseña la verdad sobre el hombre y sobre la sociedad en lo que atañe a la salvación, es decir: la ley divina (natural y positiva) sobre los asuntos temporales.

De estas leyes morales, aplicadas a las condiciones de vida de cada época, se deducen los principios fundamentales que deben inspirar la sociedad civil en su organización. El magisterio de fe y costumbres sobre estos principios es lo que se llama doctrina social de la Iglesia. Se trata de un magisterio que se construye sobre dos componentes diversas, que le dan unas características propias y peculiares. Un primer elemento es, como acabamos de decir, la ley divina sobre la dimensión social del hombre, que es inmutable y universal, como inmutable y universal es la naturaleza humana y su dimensión social. El segundo componente son las circunstancias históricas concretas a las que-ha de aplicarse esa ley, los signos de los tiempos (cf. GS 63e), que hacen aparecer problemas nuevos a los que hay que dar solución de acuerdo con aquella ley perenne. De todo esto se deduce que la doctrina social de la Iglesia debe ser estudiada y comprendida siempre en relación con los problemas concretos que pretende iluminar.

Precisamente por esto no se le puede pedir que anticipe respuestas siempre válidas y actuales [47]. La Iglesia permanece atenta a los signos de los tiempos, pero ella misma está inserta en la historia y no la dirige (GS 11 y 40).

Si se pone todo esto en relación con cuanto hemos afirmado antes, de que el cristianismo no contiene un modelo concreto y definido de orden temporal, se entiende que la Iglesia proponga su doctrina social no sólo a los católicos sino a todos los hombres de buena voluntad, pues los contenidos de esa doctrina son «principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» (DH 14c), que no requieren ni presuponen la fe para ser comprendidos y aceptados [48]. Pero también señala el Concilio que no corresponde al magisterio eclesiástico aportar soluciones concretas a los problemas políticos, económicos, profesionales, técnicos, culturales, etc., que se plantean en la vida de la ciudad terrena. Porque esas soluciones concretas no se encuentran en el Evangelio, sino que han de buscarse mediante el conocimiento de las materias específicas de cada tema, la competencia en esas áreas. Además son problemas que admiten soluciones muy diversas, compatibles con el mensaje cristiano.

En esta perspectiva puede decirse que el magisterio católico señala a los fieles el ámbito dentro del cual deben buscarse y encontrarse las soluciones a los interrogantes que la vida plantea. Fuera de ese ámbito la solución sería ciertamente falsa. De ahí que los laicos guiados por el magisterio están más capacitados para colaborar en la construcción de la ciudad terrestre que quienes carecen de esa guía, de esa luz.

Pero, al mismo tiempo, como los demás hombres deben esforzarse por conocer los axiomas y leyes peculiares de las diversas áreas del quehacer terreno. Sin esa competencia científica o técnica tampoco sería posible contribuir a encontrar verdaderas soluciones, o a mejorar las situaciones actuales que lo requieran.

Desde el punto de vista técnico jurídico se puede afirmar, teniendo en cuenta estas premisas, que el límite del derecho a la libertad temporal de los laicos es el orden público eclesial [49], es decir: la comunión en materias de fe y costumbres, de sacramentos y de disciplina, que constituye la sociedad de la Iglesia. En este caso especialmente -puesto que no existe potestad de régimen en materias temporales­ las exigencias de obediencia al magisterio en lo referente al orden social (ce. 212 y 747 § 2).

Pero… el orden público, como ha puesto de relieve la doctrina jurídica y la misma Iglesia (DH 7), no es nunca un límite arbitrario, ni puede entenderse dialécticamente, como recurso en manos de la autoridad para comprimir los derechos. Es factor de armonización de los principios fundamentales de un sistema jurídico.

En concreto, y por lo que se refiere a nuestro tema, al tratarse de un derecho de libertad, juega el principio de que ha de reconocerse a los laicos la máxima libertad posible con el mínimo de restricciones imprescindible (DH 7) [50].

La diversidad de soluciones y actitudes entre los fieles, que trae consigo la libertad en asuntos temporales, es positiva y contribuye a hacer presente a la Iglesia en los más variados ambientes y grupos sociales; no puede considerarse de ningún modo contraria o perjudicial a la comunión eclesiástica, porque no la integra.

Precisamente, decía en 1967 el Fundador del Opus Dei, experto conocedor de la vocación laical, «este necesario ámbito de autonomía que el laico católico precisa para no quedar capiti-disminuido frente a los demás laicos, y para poder realizar con eficacia su peculiar tarea apostólica en medio de las realidades temporales, debe ser siempre cuidadosamente respetado por todos los que en la Iglesia ejercemos el sacerdocio ministerial. De no ser así -si se tratase de instrumentalizar al laico para fines que rebasan los propios del ministerio jerárquico- se incurriría en un anacrónico y lamentable clericalismo. Se limitaran enormemente las posibilidades apostólicas del laicado -condenándolo a perpetua inmadurez-, pero sobre todo se pondría en peligro -hoy especialmente- el mismo concepto de autoridad y de unidad en la Iglesia. No podemos olvidar que la existencia, también entre los católicos, de un auténtico pluralismo de criterio y de opinión en las cosas dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, no sólo no se opone a la ordenación jerárquica y a la necesaria unidad del Pueblo de Dios, sino que las robustece y las defiende contra posibles impurezas» [51].

Por lo mismo, va también contra la unidad clasificar a los fieles en razón de categorías terrenas (políticas, sociales, económicas).

Es mejor considerar que, como concluye la Const. Gaudium et spes (92b), «las cosas que unen a los fieles son más fuertes que las que los dividen», porque son de orden superior (la común filiación al Padre en Cristo, la fe y las demás virtudes, especialmente la caridad, etc.), de ahí la consecuencia: «sit in necesariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas» (ibíd.).

A su vez, la necesaria distinción de derechos y deberes en uno y otro orden, tiene aquí una concreta aplicación. Los límites de la autonomía temporal de los laicos, que dimanan de la necesaria comunión en materias de fe y moral, no pueden considerarse restricciones a la libertad religiosa, que es un derecho civil, no canónico. Es una confusión invocar un derecho extra-eclesial para fundamentar un supuesto derecho intra-eclesial a disentir del magisterio. Una nueva versión del clericalismo que intenta hacer valer en la Iglesia la condición ciudadana, para eludir las obligaciones que implica ser christifidelis, tan intolerable como lo sería invocar la propia condición eclesial para incumplir las leyes civiles justas [52].

5.    Realización del derecho

Ya hemos dicho que el reconocimiento de la legítima libertad temporal está relacionado con los demás derechos y deberes de los laicos, y resume el matiz específico que, respecto de ellos, adquieren los comunes derechos fundamentales de todos los fieles, en orden al cumplimiento de su peculiar vocación: buscar la perfección cristiana a través de las tareas seculares, tratando de impregnar esas realidades del espíritu evangélico.

La realización del derecho a la libertad temporal, requiere al mismo tiempo la actuación de los otros contenidos que integran el estatuto canónico de los laicos. Especialmente aquellos que se relacionan más directamente con su objeto y finalidad.

Visto así, el derecho-deber a los auxilios espirituales (c. 213) y a una adecuada educación cristiana (c. 217), que incumbe a todos los fieles, adquiere matices concretos en relación con la santificación de las realidades terrenas que deben cumplir los laicos.

Puesto que han de realizar esta tarea guiados de su conciencia cristiana (GS 43b), todo lo que contribuya a la adecuada formación de los laicos adquiere valor de medio para que pueda la Iglesia, a través de ellos, iluminar eficazmente al mundo con la luz del Evangelio. Ello implica, en definitiva, una adecuada atención pastoral de los laicos y el deber de éstos de recibir esos medios que les capacitan para el cumplimiento de su misión [53].

De nuevo nos encontramos ante la unidad de misión y diversidad de funciones, ante la mutua ordenación del sacerdocio ministerial y el sacerdocio real. La santificación del mundo es un aspecto esencial de la única misión de la Iglesia, en la que cooperan todos los fieles. Su consecución exige no sólo el reconocimiento del papel principal que corresponde a los laicos y de su libertad en esta tarea, sino también la necesaria actuación de los pastores en relación con ella.

El Concilio ha resumido con claridad esta unidad y diversidad señalando los respectivos papeles que, en este campo, corresponden a los miembros de la jerarquía y a los laicos: «Incumbe a toda la Iglesia trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer rectamente todo el orden temporal y ordenarlo hacia Dios por Cristo. Toca a los Pastores enunciar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y proporcionar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales.

«Pero es preciso que los laicos asuman la instauración del orden temporal tamquam proprium munus, y actúen en él directa y concretamente, guiados por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana; que cooperen como conciudadanos con los demás, bajo su específica y propia responsabilidad; y busquen doquiera y en todas las cosas la justicia del reino de Dios. El orden temporal debe instaurarse de modo que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los superiores principios de la vida cristiana, y se adapte a las varias condiciones de lugar, tiempo y nación» (AA 7) [54].

Distingue este texto dos aspectos en la misión de los Pastores que están enlazados estrechamente, de modo que difícilmente pueden darse separados, pero que podemos -hecha esta advertencia- exponer separadamente en cuanto corresponden respectivamente a las funciones de enseñar y de santificar. Conviene observar que ambos constituyen la esencial misión de la jerarquía de «apacentar a los fieles y reconocer sus ministerios y carismas, de suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la tarea común» (LG 30a).

5.a)  Magisterio

La función de magisterio que compete a los pastores en relación con materias de la ciudad terrena, se extiende, como hemos leído hace un momento, a exponer con claridad los supremos principios morales del orden social [55]. Ya hemos visto también que se trata de contenidos de ley natural y, por eso, válidos para todos los hombres y que son principios inspiradores, no un modelo concreto de sociedad.

En este plano hablar de un orden social cristiano o de un modelo cristiano de sociedad, no significa la construcción de una ciudad terrena en base a contenidos fideísticos, con datos de origen revelado, que sólo los bautizados pueden conocer y compartir, sino de un orden social basado en el respeto a la naturaleza y la dignidad del hombre, cuya dimensión espiritual y cuyo fin trascendente han de tenerse principalmente en cuenta en las relaciones sociales y en el uso de las cosas creadas [56].

Son la certeza, inerrancia y autoridad con que la Iglesia conoce, interpreta y expone, en cada situación histórica «los valores naturales contenidos en la completa consideración del hombre redimido por Cristo» (GE 2), lo que constituye el núcleo de la aportación del cristianismo a la construcción de la sociedad temporal, junto a la ayuda espiritual necesaria para hacer vida esos principios. No existe por tanto una sociedad cristiana, sino que cualquier sociedad en cuanto se estructura de acuerdo con la ley de Dios es cristiana.

Un matiz importante incluye el texto del Concilio que acabamos de citar, respecto a la misión de los pastores: la claridad. Parece oportuno insistir en esta característica ya que de ella depende la eficacia de la doctrina. En un mundo como el nuestro en el que la complejidad de los problemas, la tendencia al secularismo y la pluralidad de ideologías pueden fácilmente inducir a error, el cristiano que vive inmerso en esas realidades y tiene el deber de ordenarlas rectamente, tiene derecho a conocer con claridad las exigencias de su misión. El riesgo de que la falta de formación adecuada lleve a los laicos a «mundanizarse» renunciando «alla loro identita, assumendo criteri e metodi che la fede non puo condividere», de modo que su secularidad degenere en secularismo, ha sido también puesto de relieve en los lineamenta del próximo Sínodo de Obispos [57].

Claridad que debe llegar al esfuerzo por proponer las enseñanzas sobre el orden social de modo asequible, tempestivo y adecuado a la mentalidad y circunstancias de los destinatarios. Empeño arduo pero capital para evitar la falta de sintonía entre pastores y fieles que, a veces, ha podido detectarse.

En relación con cuanto acabamos de decir está otro aspecto de la función de magisterio sobre la vida temporal: el ius-onus de emitir juicios morales sobre situaciones e instituciones concretas, poniendo de relieve su conformidad o contradicción con el Evangelio, cuando estén en juego los derechos fundamentales de la persona o la salus animarum (GS 76e, AA 24g).

Estos pronunciamientos de la autoridad tienen en sí mismos naturaleza moral, no jurídica, y vinculan la conciencia de los fieles. Pero pueden dar lugar también, a veces, a concretas exigencias canónicas, en cuanto el deber, jurídicamente exigible, de obediencia al magisterio (c. 212 § 1), incluye también las enseñanzas sobre el orden social (c. 747 § 2).

Para que constituyan un vínculo jurídico es preciso, que esos juicios -aparte de referirse a materias competentes-, manifiesten la voluntad de imponer o prohibir a los fieles determinadas conductas externas y reúnan los requisitos sustantivos y formales de las normas jurídicas [58].

La doctrina se ha ocupado amplia y diversamente de este tema, que representa una más completa concepción de la intervención de la Iglesia en asuntos temporales, en relación con teoría clásica de la potestas indirecta in temporalibus, que ha caracterizado las construcciones del Derecho Público Externo de la Iglesia prácticamente hasta el último Concilio [59].

En cualquier caso, como ha observado agudamente Lo Castro, la doctrina del Concilio sobre la actuación temporal de los laicos no significa -como alguien ha podido recelar- «la riproposizione ammodernata della vecchia tesi della potestas Ecclesiae in temporalibus ratione spiritualium: l’autorita ecclesiastica, anziche intervenire direttamente in forme che si pretenderebbero rilevanti giuridicamente se­ condo i postulati di quella tesi.. lo farebbe ora ‘per ripercussione’ attraverso l’opera dei fedeli-citadini, che si impegnerebbero nelle strutture secolari della societa seguendo gli indirizzi o i mandati imperativi dell’autorita medesima … non si avrebbe piu una iurisdictio in temporalibus, ma un potere magisteriale che toccherebbe la vita dello Stato attaverso l’azione dei fedeli citadini… » y concluye que «e necessario riuscire ad affrancarsi, all’interno dell’ordinamento canonico, dalla tendenziale impostazione, e non solo dalle concrete proposizioni, dello ius publicum ecclesiasticum externum in materia di rapporti Stato-Chiesa; all’esterno di tale ordinamento, e necessario evitare di guardare le moderne formulazioni del magistero ecclesiastico alla luce delle tesi del potere della Chiesa (diretto, indiretto, mediato o di qualsivoglia altra natura) nelle realta temporali. Ci si preclude altrimenti la possibilita di ammetere un diritto de liberta dei laici nelle realta temporali da vantare e da difendere anche nei confronti della autorita ecclesiastica; ovvero l’afermazione di tale diritto restera priva di conseguenze a livello sia teorico sia pratico» [60].

Sólo añadiremos que estos juicios tienen más trascendencia práctica, mayor valor orientativo, cuando son de carácter negativo, esto es, cuando denuncian la incompatibilidad de una determinada actividad u organización con la norma moral, precisamente porque en estos casos se establecen con mayor precisión los límites de la autonomía de lo temporal y, consiguientemente, de la esfera subjetiva de libertad que corresponde a los laicos en su actuación en ese campo. En cambio el juicio positivo sobre un concreto orden de cosas o sistema, por sí solo no significará la exclusión de otras soluciones o métodos posibles y legítimos de afrontar situaciones semejantes. Aunque, sin duda, tiene también un valor de orientación y certeza.

5.b)  Auxilios espirituales

La gran perspectiva que se abre para la Iglesia al descubrir la necesaria corresponsabilidad de los laicos en la difusión de Evangelio en el mundo, constituye para la jerarquía un exigente compromiso de carácter pastoral.

Se trata de preparar y sostener la actuación de los laicos en sus fundamentos espirituales, para que sean eficaces instrumentos de renovación de la sociedad. Las consecuencias de este panorama son amplísimas y no es objetivo nuestro analizarlas ni siquiera brevemente. Sólo haremos algunas consideraciones que inciden más de cerca en el objeto de nuestro estudio.

La Iglesia presta su ayuda a todos los fieles principalmente mediante la predicación de la palabra de Dios y la celebración de los sacramentos. Es en este campo donde se resume también la actividad de la jerarquía respecto a los fieles laicos [61], toda vez que las demás facetas de su vida -como hemos visto- se desenvuelven en el ámbito civil.

El compromiso pastoral de que venimos hablando, no puede significar ni una extensión de la presencia jurisdiccional de la jerarquía a momentos de la vida de los fieles de naturaleza secular, ni tampoco una reducción de la presencia en el mundo de esos fieles [62]. Se trata más bien de conseguir que estén dotados de la formación y atención suficientes que les permitan vivir coherentemente, como cristianos, todos los aspectos de su vida.

Las vías para lograr estos fines son variadísimas, desde la catequesis hasta la formación a nivel universitario en las ciencias sagradas; desde la creación de estructuras pastorales especializadas, hasta una adecuada predicación y celebración de los sacramentos, que forme profundamente su conciencia en las responsabilidades familiares, sociales, ciudadanas.

Ya se entiende que de estas consideraciones se desprenden consecuencias jurídicas relacionadas con el ejercicio de la libertad en lo temporal. Algunas han sido formuladas explícitamente en el CIC, como el derecho-deber primario de los padres sobre la educación de sus hijos (c. 226 § 2), o el deber de los pastores de cumplir diligentemente su ministerio en favor de los fieles que les están encomendados (cf. p.e. ce. 383, 386, 387, 528 y 529).

Estas exigencias engarzan con el deber de todos los fieles de buscar la santidad personal y cooperar en el apostolado de la Iglesia (ce. 210, 211) y también con el deber de adquirir una formación adecuada (c. 217), que el Código canónico reitera de modo específico también para los laicos en el c. 229.

Parece pues importante constatar que la pastoral de los laicos, más que en estructuras de acción o militancia cristiana de grupos dirigidos por la jerarquía, debe consistir en la eficaz realización de las funciones de enseñar y de santificar, en relación con la peculiar vocación que están llamados a realizar, para sostener y hacer operativa su vida cristiana. «Si la acción pastoral constituye la manifestación más genuina de los ministerios jerárquicos, al orientarse en función de estas exigencias, estará matizando la organización de la Iglesia en el sentido de servicio que el Concilio ha señalado como propio de los ministerios eclesiásticos» [63].

La libertad temporal de los laicos representa en términos jurídicos un límite a la potestad jerárquica -que ahora queda formalizado positivamente en el c. 227- pero lejos de tener una significación meramente negativa, pone de manifiesto la gran tarea de los pastores de orientar y alentar con vigor y constancia a los laicos, para que desarrollen con responsabilidad el contenido de esa libertad [64]. Haciendo eficaz el principio formulado por el Concilio: «toca a la conciencia bien formada de los laicos conseguir que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena» (GS 43b).

José Tomás Martín de Agar en https://dadun.unav.edu/

Notas:

39.   Esta es una de las más importantes adquisiciones del magisterio moderno, en cuanto supera la concepción de la Iglesia como «civitas christiana» dentro de la cual y bajo la potestad espiritual de los clérigos, han de realizar los laicos la recta ordenación de lo temporal. Sobre la confusión Iglesia-mundo en la relación clérigos-laicos, vid. J. HERVADA, Tres estudios sobre el uso del término laico, Pamplona 1973, especialmente pp. 142-159.

40.   Si les faltara la libertad religiosa no podrían recibir los auxilios de la Iglesia ni realizar el apostolado que deben; si les faltara la libertad en lo temporal, y se les impusieran dogmas terrenos, serían un grupo de ciudadanos separado de los demás, no podrían ser fermento.

41.   C.D.F., Instr. Libertatis conscientia (22-III-86), n. 61.

42.   «Ambos órdenes, aunque distintos, están íntimamente relacionados en el único propósito de Dios… El laico, que es al tiempo fiel y ciudadano, debe guiarse, en uno y otro orden, siempre y sólo por su conciencia cristiana» (AA 5).

43.   Compromiso político…, cit., p. 26. El subrayado es del autor.

44.   Cf. ibíd., p. 56.

45.   En general las que corresponden al ejercicio de las obras de misericordia (GS 42b).

46.   El CIC p. e., distingue entre escuelas en las que se imparte una educación católica -que no tienen necesariamente un estatuto canónico (c. 798)­ de las escuelas católicas que define el c. 803.

Sobre este tema de la educación y las distinciones que la materia requiere, vid. J. M. GONZÁLEZ DEL VALLE, Comentarios a los ce. 793-821, en AA. VV., Código de Derecho Canónico. Edición anotada, EUNSA, Pamplona 1984. Cf. GE 8 y 9.

47.   En este sentido conviene recordar las palabras de GS 33b: «La Iglesia, que custodia el depósito de la palabra de Dios, del que manan los principios del orden religioso y moral, aunque no tenga siempre a mano respuesta a cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación a todo el saber humano, para iluminar el camino que la humanidad ha emprendido recientemente».

48.   Un resumen precioso de la naturaleza y contenido fundamental de la doctrina social de la Iglesia, se encuentra en la citada Instrucción de la C.D.F., Libertatis conscientia, nn. 72-80.

49.   Lo mismo que el límite de la libertad religiosa es el orden público civil.

50.   En otros términos afirma FUENMAYOR que el Derecho de libertad en materias temporales «se presume, mientras no se demuestre lo contrario» (El juicio moral , loe. cit., p. 124).

51.   Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 14.ª ed., Madrid 1985, n. 12, p. 42.

52.   Cosa bien distinta es que la Iglesia, como grupo que integra la sociedad civil, deba respetar -en ese ámbito exterior a ella- la libertad religiosa de todos (DH 6a, c. 748). Pero aún en este contexto, no debe olvidarse que también la Iglesia es titular de libertad religiosa. Cuando su derecho entra en conflicto con el de otro sujeto, debe defenderlo. Piénsese p. e. en el derecho a la salvaguarda de su identidad, que le llevará a protegerse también civilmente, de quienes dicen obrar (enseñar, predicar, administrar los sacramentos, etc.) en su nombre sin representación  legítima: de quienes se atribuyan , en definitiva, el título de católico sin consentimiento de la jerarquía.

53.   Sobre las características y exigencias concretas de estos derechos y deberes, vid. J. HERVADA, Comentarios a los ce. 213 y 217, en AA. W., Código de Derecho Canónico…, cit.

54.   Cf. GS 43.

55.   Cf et. IM 6; AA 24g.

56.   Como dice Viladrich «ante las exigencias de la dimensión moral de lo temporal -ajustarse al orden querido por Dios para la ciudad terrena- no sólo están obligadas las conciencias de los cristianos, sino las de todo hombre, por su condición de tal» (Compromiso político…, cit., p. 14). Vid. G. DALLA TORRE, Il laicato, loe. cit., pp. 195-196.

57.   Loc cit., p. 10.

58.   Sobre esta posibilidad y sus condiciones de ejercicio, J. M. GONZALEZ DEL VALLE, La autonomía…, cit., pp. 32-37 y 49-50.

59.   LOMBARDÍA plantea con vigor las principales cuestiones que surgen en torno al tema en El Derecho público…, loc. cit., p. 407. Vid. A. FUENMAYOR, El juicio moral…, loc. cit., pp. 109-126; P. J. VILADRICH, Compromiso político…, cit., pp. 62-67; A. DE LA HERA, Posibilidades actuales de la teoría, en «Iglesia y Derecho», Salamanca 1965, pp. 245-270; G. SARACENI, La potestá della Chiesa in materia temporale e il pensiero degli ultimi cinque Potenfici, Milano 1951; P. BE­ LLINI, «Potestas Ecclesiae circa temporalia». Concezione tradizionale e nuove prospettive, en «Ephemerides Iuris Cannonici» (1968), pp. 68-154.

60.   Ordine temporale, ordine spirituale e promozione umana, en «Il Diritto Ecclesiastico» (1984), pp. 550-551.

61.   «Los laicos, al igual que todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia de los sagrados Pastores los auxilios de los bienes espirituales de la Iglesia, en particular la palabra de Dios y los sacramentos» (LG 37a). «Esta vida de íntima unión con Cristo en la Iglesia se alimenta con los auxilios espirituales que son comunes a todos los fieles, principalmente la activa participación en la Sagrada Liturgia; los laicos deben emplearlos de tal modo que, mientras cumplen rectamente sus obligaciones del mundo, en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen de su vida la unión con Cristo , sino que crezcan en ella, ejerciendo su trabajo según la voluntad de Dios Ni las preocupaciones familiares ni los demás negocios temporales deben ser ajenos a su vida espiritual» (AA 4a; cf. c. 213).

62.   Sobre el peligro de una «fuga del mundo» de los laicos, como consecuencia de una incorrecta comprensión de la doctrina conciliar (GS 43), vid. Lineamenta, loe. cit., pp. 10.11.

63.   P. LOMBARDÍA, Los laicos…, loc. cit., p. 188.

64.   Cf. J. I. A RRIETA, Jerarquía y laicado, loc. cit., pp. 133-134.

Fuente: https://www.almudi.org/articulos/16741-el-derecho-de-los-laicos-a-la-libertad-en-lo-temporal-ii

Categorías: Laicos

El derecho de los laicos a la libertad en lo temporal 1

El derecho de los laicos a la libertad en lo temporal I

Escrito por José Tomás Martín de Agar

Publicado: 11 Abril 2023

I.    Presupuestos fundamentales

1.    Santificación del mundo y misión de la Iglesia

La misión de la Iglesia es la  misma que Jesucristo vino a cumplir y le confió para realizarla en su nombre a lo largo de los siglos: la salvación de las almas (AA 6a; cf. LG 5). Misión que incluye, como aspecto esencial e inseparable, la restauración del orden temporal. «La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se  refiere a la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden temporal. Por ello, la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico» (AA 5). Esta instauración de todas las cosas en Cristo que constituye un aspecto esencial de la  única  misión de la  iglesia [1],  tiene como centro y fuente de irradiación al hombre, que es el culmen de la creación visible y principal beneficiario de la redención. De ahí que la propagación del reino de Cristo en la tierra consiste en «hacer a todos los hombres partícipes de la redención salvadora y, por medio de ellos, ordenar realmente hacia Cristo todo el universo» (AA 2a; cf. GE proemio).

2.    La autonomía de lo temporal y su ordenación a Dios

Iluminar las realidades temporales con la luz del Evangelio, para ordenarlas al Creador y liberarlas del desorden introducido por el pecado, no significa sin embargo que la Iglesia, como sociedad jurídica de orden espiritual, adquiera un poder sobre esas realidades, ni se proponga la construcción de un modelo concreto de orden temporal (GS 43c). La misión de la Iglesia es exclusivamente religiosa, sobrenatural; no protende un dominio de carácter político, económico o social (GS 11 y 42), ni «quiere mezclarse de modo alguno en el gobierno de la ciudad terrena» (AG 12c) [2].

El orden temporal goza de una autonomía natural respecto al orden religioso que no significa independencia del Creador. El recto orden de lo creado exige, en primer término, el respeto de sus leyes y principios peculiares, impresos por Dios en él. La restauración cristiana del orden temporal no consiste en sustituir esas leyes por otras de carácter sobrenatural, sino, conociéndolas lo mejor posible, conseguir que el dominio del hombre sobre esas realidades le sirva de me­ dio y camino para alcanzar su propia perfección y no lo aparte de ella (GS 35, 36).

Al igual que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la sana y eleva, la santificación de las realidades creadas requiere el respeto de su legítima autonomía, de su verdad y bien propios, que el hombre va conociendo progresivamente, y el uso adecuado de esas realidades según el designio de su Autor.

Además, las cosas temporales adquieren también una dimensión moral en cuanto se relacionan con el hombre, con su fin temporal y eterno. En esta dimensión encuentran ellas a su vez su más alta dignidad (AA 7b). Precisamente sobre estos aspectos morales de lo temporal se proyecta la acción de la Iglesia para elevarlo al plano sobrenatural: «las Bienaventuranzas permiten situar el orden temporal en función de su orden trascendente que, sin quitarle su propia consistencia, le confiere su verdadera medida» [3].

3.    Unidad de misión y diversidad de funciones

La acción de la Iglesia en relación a las cosas terrenas participa, en el modo de llevarse a cabo, de la estructuración fundamental de la Iglesia, que resume el n. 2 del Decreto Apostolicam actuositatem: «hay en la Iglesia diversidad de ministerios pero unidad de misión»; todos los miembros cooperan igualmente, en cuanto fieles, a su consecución, pero cada uno según su propia condición [4].

Esta participación constituye el aspecto dinámico de la común vocación cristiana a la santidad y al apostolado (AA 2a y 7d). En efecto, como enseña la Constitución dogmática Lumen gentium (40 b): «perspicuum est, omnes fideles cuiuscumque status vel ordinis ad vitae christianae plenitudinem et caritatis perfectionem vocari, qua sanctitate, in societate quoque terrena, humanior vivendi modus promovetur».

Pero la unidad de misión y diversidad de funciones que caracterizan la constitución social del Pueblo de Dios, tienen respecto de las relaciones Iglesia-mundo una proyección peculiar. Las raíces teológicas son ciertamente las mismas, la fe y los sacramentos (LG 11), pero las consecuencias jurídicas son distintas.

En el ámbito de la Iglesia como sociedad jurídicamente organizada, el sacramento del orden, al configurar a quienes lo reciben con Cristo Cabeza, constituye la jerarquía, a la que corresponde junto a la dispensación de los misterios divinos (cf. 1Co 4, 1) la potestad de régimen, en virtud de la cual gobierna con poder jurídico a los demás fieles, en todo lo que concierne a la vida y a la misión de la Iglesia (los negotia ecclesiastica).

En esta perspectiva, a los fieles -laicos o no- les corresponde también la posición fundamental de súbditos, posición que no se identifica ni se agota en el hecho de ser meros sujetos pasivos de la actividad ministerial de la jerarquía. La participación en el sacerdocio común que todos han recibido por el bautismo, les confiere derechos, facultades, funciones activas, peculiares y propias en la vida litúrgica, sacramental y apostólica de la Iglesia (LG 10-12) [5]; pero la ordenación de esas materias corresponde a los pastores (LG 27) [6].

En la edificación de la ciudad terrena las posiciones jurídicas que derivan de la mutua ordenación sacerdocio común-sacerdocio ministerial son diferentes [7]. La misión de la jerarquía no comporta una competencia jurídica para dirigir o coordinar la actividad de los laicos, sino que se extiende a «manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales». Mientras que a los laicos «les incumbe tamquam proprius munus instaurar el orden temporal y actuar de forma concreta y directa en dicho orden, guiados por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movidos por la caridad» (AA 7d y e).

A lo largo de este trabajo nos hemos de detener sobre estas diversas funciones de la jerarquía y de los laicos respecto al mundo. De la relación que se da entre ambas surgen derechos y deberes relativos, entre los que se encuentra la libertad en asuntos temporales: derecho que resume la posición del laico -en cuanto tal- en la sociedad eclesiástica, señala la línea de frontera entre los ordenamientos -canónico y civil- y es punto clave para una renovada visión canónica de la misión de la Iglesia en el mundo.

4.    La vocación específica de los laicos y la santificación del mundo

Al hablar de la vocación específica de los laicos se ha puesto repetidamente  de relieve  la necesidad  de entenderla sobre la base común de su previa condición de fieles cristianos. Esta capital observación, desde un plano puramente teórico, puede hacerse con igual validez respecto de los clérigos y de los religiosos [8], pero tiene mayor significado respecto de los laicos por el hecho de que esta condición no se adquiere por un acto específico concreto distinto del bautismo, que constituye en fieles cristianos a quienes lo reciben. Tiene, a la vez, la intención de resaltar que la condición laical es un modo específico de encarnar y cumplir la común dignidad y vocación cristiana, con un contenido propio, dentro de la única e igual condición de fiel. Es decir, la vocación laical se construye, sobre la base de la unidad de vocación y misión cristianas, en virtud del principio de variedad de ministerios, que vige en la Iglesia (LG 18).

Concretamente, la vocación de los laicos se determina por dos coordenadas fundamentales: a) su condición de fieles iguales a los demás en la dignidad y responsabilidad de miembros del Pueblo de Dios; b) su secularidad; es decir, el hecho de vivir y desenvolverse en las circunstancias y situaciones que derivan de su presencia en el mundo, de su condición de ciudadanos.

Son estos los parámetros que conjuga el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen gentium (n. 31), al dar la conocida descripción funcional de laico [9]. En un primer momento los define comparativamente, como fieles (con todas las características de esta condición) que no han recibido el orden sagrado ni asumido el estado religioso, para añadir luego lo que constituye su característica específica positiva, de la que deriva su vocación: «los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde.

«Laicis índoles saecularis propria et peculiaris est (…) A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento». A ellos -los laicos­ «peculiari modo spectat iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo» (ibíd.), les incumbe «como función propia el instaurar el orden temporal y el actuar directamente y de forma concreta en dicho orden» (AA 7d) [10].

De esta definición conciliar de la condición y misión de los laicos se deducen variadas consecuencias, algunas de las cuales hacen referencia a nuestro tema y le sirven de fundamento.

En primer lugar es importante observar que la misión eclesial específica de los laicos no consiste en ocupaFSe0 de  las  realidades temporales, sino en santificarlas ordenándolas según la voluntad divina [11] La secularidad es una característica extra-eclesial, no se adquiere canónicamente. El título por el que un cristiano actúa en el orden temporal no es el bautismo, sino su condición de hombre, miembro de la sociedad [12].

El laico es el fiel que vive dedicado a los asuntos temporales, en relación a los cuales debe ejercitar la participación en el sacerdocio de Cristo recibida por el bautismo. Como ciudadano debe gestionar las cosas de la ciudad terrena, como fiel cristiano está llamado -por vocación propia, sin que necesite otro título- a realizar esa gestión según el querer de Dios, que incluye desde luego el respeto de los va­ lores y leyes propios del orden temporal, como medio necesario para su elevación sobrenatural (GS 43b, AA 7e).

De aquí se deduce que la misión de los laicos en el orden temporal es la parte que a ellos toca en la misión única de la Iglesia, pero no es una misión jerárquica, ni de representación de la Iglesia, ni da origen a un estado de vida canónico [13].

Sería un error traducir canónicamente la doctrina del Vaticano II sobre los laicos en el sentido de constituirlos en un estamento eclesiástico [14]. No puede extrañar por tanto que las normas codíciales relativas a los laicos continúen siendo pocas en comparación con los clérigos y religiosos, y muchas veces contengan sólo preceptos morales o exhortaciones, porque los laicos no son personas eclesiásticas. Su vida no es canónica, ni su misión es eclesiástica sino eclesial.

Estas características de la condición laical determinan las bases de su específico estatuto jurídico-canónico, que, como dice Viladrich, «constituye una modalidad jurídica de la condición común de fiel; … sus concretos derechos y deberes, que constituyen el estatuto laical, más que fruto de una consideración autónoma del laicado, son matizaciones que la nota de secularidad y el principio de autonomía de lo temporal producen en los derechos fundamentales del fiel» [15].

Articulados en tomo a estas bases se deducen los derechos y deberes propios de los laicos, entre ellos el de libertad en asuntos temporales, que está relacionado con los demás, cuyos perfiles jurídicos pueden deducirse a partir de la definición de laico estudiada.

Al ocuparse de las cosas temporales para elevarlas a Dios, los fieles laicos ejercitan la participación en los munera Christi que han recibido. No es esta una ocupación secundaria, que haya de subordinarse a las funciones y ministerios que los laicos pueden desempeñar en y para la Iglesia, sino su propia misión en la Iglesia y en el mundo (cf. AA 5a), pues en su condición de fieles y de ciudadanos están llamados a armonizar -sin confundirlos- el orden espiritual y el temporal. La promoción del laicado consiste principalmente en fomentar el pleno cumplimiento de su misión eclesial, no en buscar para los laicos un quehacer eclesiástico que les vincule a la organización de la Iglesia asimilándolos a los clérigos [16].

En la correcta inteligencia de los distintos aspectos de la vocación de los laicos, se sitúa el punto de partida de una adecuada atención pastoral, que les impulse a asumirla con plenitud. El problema está claramente planteado en los lineamenta preparatorios del próximo Sínodo de Obispos, cuando se detecta que «in determinate situazioni presenti in alcune chiese locali si registra una tendenza a ridurre l’attivita apostolica (de los laicos) ai soli ‘ministeri ecclesiali’ e ad interpretarli secondo una ‘imagine clericale’. E cio puo comportare il pericolo di una qualche confusione nei giusti rapporti, che devono intercorrere tra il clero e il laicato nella Chiesa, e di un impoverimento della misione salvifica della Chiesa stessa, chiamata com’e -in modo specifico attraverso i laici- ad attuarsi ‘nel’ e ‘per’ il mondo delle realta tem­ porali e terrene». Y continúa citando la Exhortación Apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi (n. 70): «Il loro (dei laici) compito pri­ mario e inmediato non e l’istituzione e lo sviluppo della comunita ecclesiale -che e ruolo specifico dei Pastori- ma e la messa in atto di tutte le possibilita cristiane ed evangeliche nascoste, ma gia presenti e operanti nelle realta del mondo» [17].

De estas consideraciones arranca el derecho a la libertad en lo terreno. Siendo la instauración cristiana del orden creado misión pro­ pia de los laicos -no recibida de la jerarquía-, el ministerio concreto en el que deben realizar su vocación cristiana, y gozando las realidades temporales de una legítima autonomía de principios, valores, leyes y métodos, es lógico que quienes viven esas realidades tengan, de una parte el deber de conocerlas y respetar su orden propio y, a la vez, el correspondiente derecho de libertad para orientarse en ese campo según sus propias opiniones y experiencias, con el criterio de su conciencia cristiana (GS 43b, AA 5), libertad que han de respetar los pastores (LG 37c, PO 9b, c 275 § 2).

Las consecuencias de cuanto llevamos dicho, fundándonos sobre todo en los textos del Concilio, son de muy diversa naturaleza: teológicas, pastorales, ascéticas, etc. Nosotros hemos de ceñirnos sobre todo al propósito de desarrollar la autonomía temporal de los laicos en el derecho canónico (c. 227), que aunque tiene, por así decir, carácter instrumental respecto a otros derechos y deberes de mayor calado sustantivo [18], adquiere cualidad de principio ordenador en relación a la recta realización de éstos.

Sólo un cabal entendimiento de la autonomía de los laicos en la vida secular, permitirá orientar adecuadamente los esfuerzos pastorales para impulsarlos a cumplir su misión y sostenerles en ella. Lo contrario podría tal vez presentar el atractivo aparente de la actuación social unitaria, compacta y dirigida, pero sería injusto para la Iglesia y para los fieles y, además, ineficaz.

II.   La libertad de los laicos en lo temporal como derecho fundamental

A la hora de analizar los elementos que configuran la libertad en asuntos temporales como derecho integrante del estatuto canónico de los laicos, nos parece asaz sugestiva la síntesis que hace Hervada: «La posición jurídica del laico ante la sociedad eclesiástica y la sociedad civil está configurada por dos derechos fundamentales: el derecho de libertad religiosa ante la sociedad civil, y el derecho de libertad en materias temporales ante la sociedad eclesiástica. En materias religiosas el Estado es incompetente, y en materias temporales lo es la Iglesia» [19].

Esta simetría entre libertad religiosa y libertad temporal señala los trazos maestros de unas relaciones entre orden espiritual y orden temporal que tienen su centro en la persona. Al mismo tiempo nos puede ser muy útil metodológicamente para construir la figura jurídica de la libertad en lo temporal. En efecto, el c. 227 ofrece los elementos fundamentales, en una síntesis de magisterio conciliar [20], pero el desarrollo y consecuencias de este derecho lo podremos tomar, en buena medida, del tratamiento -no exento de precisas referencias jurídicas- que hace la Declaración Dignitatis humanae de la libertad religiosa civil.

1.    Naturaleza jurídica

La libertad en los asuntos temporales es un derecho fundamental de los llamados derechos de libertad, cuyo contenido jurídico se expresa radicalmente en términos negativos, como inmunidad de coacción. Una esfera de actuación dentro de la que no puede ser impuesta al fiel un conducta determinada, porque pertenece a su condición de ciudadano [21].

Esta libertad fundamental es configurada en el c. 227 como un derecho subjetivo erga omnes, lo que implica primariamente el correspondiente deber de la jerarquía y de los demás fieles de respetarla. Se trata de un derecho originario, nativo, que no está fundado en una concesión de la ley por causas coyunturales o de conveniencia táctica, sino que protege un bien que está por encima de considera­ciones de ese tipo, por eso, como bien expresa el tenor del canon, ha de ser reconocido [22].

Como hemos visto, el fundamento de este derecho está en la legítima autonomía de las cosas terrenas, respecto de la sociedad eclesiástica, que responde al querer divino. Y en la nota de secularidad que caracteriza a los laicos, que significa tanto como el reconocimiento de que su condición ciudadana constituye la base y como la materia de su peculiar modo de vivir la común vocación de cristianos [23].

Por eso el c. 227, al señalar la extensión de esta libertad, determina con precisión que es ea quae omnibus civibus competit, ya que los laicos son ciudadanos iguales a los demás y su condición de fieles católicos no mediatiza ni restringe en absoluto aquella ciudadanía, al contrario, les obliga a asumirla plenamente. Y, para esto, la Iglesia les proporciona la asistencia pastoral adecuada.

Con esas palabras quae omnibus civibus competit, se está poniendo de manifiesto: a) que esta libertad tiene como titular la persona -el cives-, sea o no fiel; b) que este derecho de la persona no viene a menos porque ésta sea, además, fiel -miembro de la Iglesia-. Es decir: se trata de un derecho de la persona, que ha de ser reconocido en la sociedad eclesiástica [24].

Nos encontramos ante un derecho de libertad que surge en el ámbito canónico, del que los fieles gozan en el fuero eclesiástico, cuyo ejercicio debe ser regulado y garantizado por la autoridad de la Iglesia dentro del bien común (c. 223 § 2).

2.    Sujetos

La autonomía temporal, al constituirse como derecho público fundamental engendra situaciones jurídicas subjetivas, activas y pasivas, que afectan de alguna manera a cuantos forman parte de la Iglesia como sociedad organizada, puesto que define la situación característica del laico entre los demás fieles y ante quienes ejercen funciones públicas. Se hace necesario pues, al estudiar los sujetos, distinguir las diversas situaciones.

2.a)  Titulares del derecho de libertad en lo temporal

El c. 227 está incluido sistemáticamente en el conjunto de cánones que constituyen el estatuto jurídico de los laicos, su mismo texto se refiere explícitamente a esta clase de fieles. Esta delimitación subjetiva del derecho corresponde directamente a la situación normal de los distintos grupos de fieles, tal como se describe en el n. 31 de la Const. Lumen gentium [25].

En efecto, todos los cristianos participan en la misión apostólica de la Iglesia en el inundo y, dentro de esa misión, a los laicos les incumbe «como función propia el instaurar el orden temporal y el actuar directamente y de forma concreta en dicho orden» (AA 7d).

Precisamente porque esa instauración del orden terreno debe llevarse a cabo «de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana y se mantenga adaptado a las variadas circunstancias de lugar, tiempo y nación» (ibíd.), es por lo que les corresponde específicamente el uso de la legítima autonomía de los asuntos terrenos, que incluye el deber de guiarse por su conciencia cristiana (AA 5). Hay que advertir que los laicos gozan de esta libertad por su condición secular, no porque sean portadores de una misión pública eclesiástica -ya hemos visto que no lo es-, sino como personas privadas, cuyo actuación no puede nunca atribuirse a la Iglesia, sino a ellos.

Los laicos gozan de esta libertad tanto individualmente como cuando unidos a otros, tratan de afrontar conjuntamente los problemas de la sociedad civil (profesionales, familiares, económicos, culturales, políticos, etc.) y darles una respuesta conforme al espíritu cristiano (GS 43b). El ejercicio colectivo de la libertad temporal engendra consecuencias interesantes, de que habremos de ocuparnos de propósito más adelante, al hablar del derecho de iniciativa [26].

2.b)  Sujetos pasivos: la jerarquía y los demás fieles

El derecho a la libertad en lo temporal es un derecho público subjetivo erga omnes, cualquier otro sujeto de la sociedad eclesiástica está obligado a respetarlo.

Este respeto implica, primariamente, abstención de todo aquello que pudiera lesionado o menoscabarlo. Pero en un momento posterior la obligación de respetarlo exige además actuaciones positivas, que son diferentes según se trate de los poderes públicos -la jerarquía- o de los demás fieles.

Como portadora de las funciones públicas de la Iglesia, la jerarquía encuentra en el respeto a la libertad temporal de los laicos un límite preciso a su propia competencia jurídica: la necesidad de abstenerse de intervenir directamente en esa esfera de libertad que delimita el derecho. La inmunidad de coacción en que consiste determina, en primer lugar, un ámbito de incompetencia de la jerarquía, un espacio al que no alcanza el ministerio pastoral, dentro del cual no caben mandatos ni magisterio.

Como ha escrito Lombardía «Esto lleva consigo unos deberes negativos, de omisión, que pesan sobre la jerarquía y sobre cuantos con ella cooperan -incluidos los laicos que actúen con mandato jerárquico-, de no incluir en el ejercicio de la misión de regir o enseñar a los fieles cuestiones de índole temporal; es decir, decisiones políticas, sociales, económicas o técnicas u opiniones o conclusiones que sean fruto del cultivo de saberes o de aplicación de métodos que deban considerarse profanos» [27].

En varios lugares de los documentos conciliares aparecen expresados claramente estos límites a la función de los Pastores, quizá el más expresivo sean estas palabras de la Constitución Gaudium et spes (43b): «De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual. Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poder dar inmediatamente solución concreta a todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es esta su misión: asuman más bien los laicos su propia función ilustrados con la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio».

Este límite no es sino consecuencia de una adecuada comprensión de la misión exclusivamente religiosa de la Iglesia, y de su misma independencia respecto de las concretas formas de afrontar y resolver los problemas de la ciudad terrena, que exige que la Iglesia se presente ante esos problemas sólo como Iglesia, portadora de un mensaje trascendente del que derivan luz y fuerza para la recta construcción de la vida social, pero que no incluye un modelo social específico ni unas respuestas concretas a aquellos problemas (GS 42).

La Iglesia, como dice Viladrich, «no es el nuevo orden temporal, ni siquiera el nuevo orden moral de lo temporal» [28], porque la dimensión moral es intrínseca a las cosas creadas y su respeto obliga a todo hombre. La Iglesia conoce y enseña con certeza esas exigencias morales, a la luz de la Revelación, pero no las constituye.

Esta incompetencia postula en primer término el deber de abstenerse de toda acción que coarte la libertad de los fieles en sus opciones temporales. Concretamente, y sin ánimo exhaustivo, pueden señalarse las siguientes exigencias:

a)    No tratar de imponer opciones temporales concretas (ideológicas, económicas, políticas, profesionales, etc.);

b)    ni siquiera emitir opiniones sobre esas materias libres, pues los fieles podrían confundir esos pronunciamientos con actos de magisterio y sentirse vinculados por ellos: la iglesia no posee un programa o proyecto propio en esas materias [29].

c)    que la jerarquía no se presente como representante de los ciudadanos católicos en asuntos temporales, ni trate de utilizar el peso social de éstos para influir en el gobierno de la comunidad política;

d)    no hacer acepción de personas en la Iglesia en razón de sus ideas en asuntos terrenos, que sería discriminatorio.

Pero junto a este deber primario de abstención, como consecuencia, aparecen también exigencias de actuación positiva, que pueden resumirse diciendo que a la jerarquía corresponde promover y garantizar la verdadera libertad temporal de los fieles, y esto tanto en el ámbito interno de la sociedad eclesiástica como en las relaciones institucionales que, como sociedad jurídica, mantiene la Iglesia con la comunidad civil.

Internamente corresponde a la autoridad eclesiástica delimitar el contenido material y alcance de este derecho, promoverlo y otorgarle la protección jurídica conveniente de modo que sea efectivo. Lo cual, en definitiva, corresponde a la misión esencial de los pastores: formar con sus enseñanzas las conciencias de los fieles y sostener su acción apostólica con los auxilios espirituales; y también tutelar jurídicamente, en el seno de la comunidad eclesial, la libertad de los cristianos. Externamente hemos afirmado que la Iglesia no representa a los ciudadanos católicos en asuntos temporales, pero sí los representa (y esta representación compete a la jerarquía) en cuanto sujeto colectivo del derecho civil de libertad religiosa [30].

Desde esta perspectiva la afirmación inicial del c. 227 de que los «laicos tienen derecho a que se les reconozca, en los asuntos de la ciudad terrena, la misma libertad que a todos los demás ciudadanos», adquiere también un significado de Derecho Público Externo, en cuanto la condición de católico no puede ser origen de restricciones o discriminación, -tampoco de privilegios- en la sociedad civil [31]. Los católicos tienen el mismo derecho que los demás ciudadanos a que no se les impongan obligaciones civiles contra su conciencia ni se les impida actuar conforme a ella, dentro del respeto al orden público.

En resumen: toca también a la jerarquía eclesiástica procurar que sea respetada la libertad religiosa de los cristianos, como parte muy principal de la libertas Ecclesiae. Lo cual implica que al tratar de establecer el estatuto jurídico civil de la Iglesia ante un determinado Estado o comunidad política, se entienda por Iglesia (y por misión de la Iglesia) no sólo la jerarquía, ni sólo las entidades jurídicas canónicas (públicas o privadas), sino también todos los fieles laicos, en cuanto su actuación como ciudadanos constituye, al mismo tiempo, inseparablemente, su modo propio de realizar su vocación de cristianos y de cooperar en la misión de la Iglesia. Cualquier traba, discrimen o restricción a su condición civil, que tenga por causa la fe que profesan o la finalidad de impedir que la practiquen, es –además de una lesión a un derecho de la persona- un obstáculo a la misión de la Iglesia [32]. Libertas Ecclesiae es un concepto más amplio que el de libertas hierarchiae.

Estos nuevos horizontes en las relaciones Iglesia-Estado, que aporta la comprensión de la común participación de todos los fieles en la misión de la Iglesia, de la principal función que en esas relaciones corresponde a los laicos, de la libertad religiosa, tendrá sin duda manifestaciones jurídicas en el Derecho Público Externo. De hecho los más modernos concordatos -en el sentido amplio del término- [33] reflejan ya esta apertura cuando no se limitan a asegurar en sus cláusulas la autonomía jurisdiccional de la Iglesia sino, ante todo, el ejercicio libre de las actividades que exige su misión apostólica, entre las que, desde luego, se encuentra el ministerio jerárquico, pero también las iniciativas de los católicos en el uso de sus derechos civiles [34] a través del cual tratarán de construir una sociedad cristiana [35].

Un ejemplo de esta sensibilidad constituyen también los ce. 793 y 796-799, qua concretan un aspecto eclesial del derecho natural de los padres sobre la educación de sus hijos (c. 226 § 2). En efecto, el CIC de 1917 solamente reivindicaba los derechos de la Iglesia-institución (CIC 17 c. 1375); ahora estos mismos derechos se reclaman también, en primer lugar, para los padres, como un derecho civil suyo.

Mas el deber de respetar la libertad temporal de los laicos no incumbe sólo a los Pastores, sino a todos los fieles individualmente o en grupo. El Concilio ha sido claro al respecto [36] y la insistencia del magisterio se ha reflejado en el derecho canónico positivo: el c. 227 termina, en efecto, advirtiendo que nadie puede «proponer como doctrina de la Iglesia su propia opción en materias opinables» [37].

En efecto, si antes hemos visto que los Pastores no representan en lo temporal a los ciudadanos católicos, más motivo hay para que ningún otro fiel trate de aprovechar la unidad de la Iglesia en materias de fe y moral o de régimen, para extenderla a las cosas opinables, pretendiendo presentar sus propias opiniones terrenas como las soluciones católicas [38].

De aquí deriva que tampoco puede ningún fiel o grupo de fieles monopolizar determinadas actividades temporales (políticas, familiares, culturales, etc.) pretendiendo que la jerarquía le atribuya la exclusiva sobre ellas. Ni siquiera es lícito al católico pretender que la jerarquía «bendiga» sus posiciones particulares, en los aspectos técnicos o prudenciales, puede sí -y deberá en algunos casos- pedir consejo o juicio a los pastores sobre la moralidad de dichas posturas, para poder decidir personal y responsablemente con mayor certeza de conciencia.

José Tomás Martín de Agar en https : // dadun . unav. edu/

Notas:

1.   Sobre la  unidad  de  misión  de  la  Iglesia  y  sus  diversos  aspectos,  vid. A DEL PORTILLO; Fielesy laicos en la Iglesia, 2.» ed., Pamplona 1981, p. 35; P. RO­ DRÍGUEZ, Iglesia y ecumenismo, Madrid 1979, pp. 173-220.

2.   «Las energías que la Iglesia puede infundir a la sociedad humana actual consisten en esa fe y en esa caridad, aplicadas a la vida práctica; no en un dominio exterior ejercido con medios meramente humanos (…) en virtud de su misión y de su naturaleza (la Iglesia) no está ligada a ninguna forma particular de cultura ni sistema político, económico o social» (GS 42cd).

Esta doctrina significa la superación de cualquier planteamiento que traduzca en términos de potestad jurídica o supremacía política, la indudable excelencia de las dimensiones espiritual, eterna y sobrenatural sobre lo meramente terreno, temporal o humano, en sus respectivas manifestaciones institucionales.

3.   Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 22.III.1986, n. 62.

4.   Cf. LG 13, 32, 46b. Sobre este tema, vid. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos, cit., pp. 33-45.

5.   Y la capacidad de colaborar en el ejercicio del munus hierarchicum.Cf. L. PORTERO SÁNCHEZ, El papel del laicado en la Iglesia, en AA. VV., «Temas fundamentales en el nuevo Código», Salamanca 1984, pp. 169-185.

6.   Cf. J. I. ARRIETA, Jerarquía y laicado, en «lus Canonicum» (1986), p. 123.

7.   «Que los laicos no pertenezcan a la sagrada jerarquía no quiere decir, que su misión eclesial específica consista en ejecutar en la ordenación de lo temporal los proyectos de la «Ecclesia regens». La razón es mucho más profunda: los laicos no tienen en la Iglesia una misión de poder, porque su tarea específica no tiene un sentido jerárquico, ya que la Iglesia no gobierna las estructuras temporales». (P. ·LOMBARDÍA, Los laicos en el Derecho de la Iglesia, en «Escritos de Derecho canónico» II, Pamplona 1973, pp. 170-171).

8.   Así p. e., J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, 14. ed., Madrid 1985, n. 9; A. DEL PORTILLO, voz Laicos (l. Teología), en Gran Enciclopedia Rialp, Madrid 1973, tomo 13, p. 849; P. LOMBARDÍA, Los laicos…, loe. cit., pp. 153-158, 162-166; J. HERRANZ, The juridical Status of the Laity: The Contribution of the Conciliar Documents and the 1983 Code of Canon  Law,  en  «Communicationes» (1985), p. 294.

9.   El concepto de laico que maneja el Concilio no pretende ser tanto una definición teológica cuanto una descripción tipológica. De todas formas, la riqueza de aspectos y consecuencias que ese concepto contiene, constituyen la base para construir una definición esencial. Vid. p. e. la valoración de esta tipificación que se hace en los lineamenta del próximo Sínodo de Obispos; (Vocaizane e missione dei laici nella Chiesa e nel mondo a vent’anni dal Concilio Vaticano JI. Lineamenta, n. 22, Libreria Editrice Vaticana 1985, pp. 20-21. En adelante  Lineamenta). Cf.  «Communicationes» (1985), pp.  168-174;  A. DEL  PORTILLO, El Obispo diocesano y la vocación de los laicos, en AA.·vv., «Episcopale Munus», Assen 1982, p. 190; G. DALLA TORRE, Il laicato; en <ill Dirittb nel mistero della Chiesa» II,  Roma 1981, pp. 183-186.

10.   Por ser esta la condición propia de los laicos, el Concilio establece en ese mismo punto el contraste con los clérigos y religiosos, cuya situación canónica, de ordinario, no les permite ocuparse -por distintas razones- en los saecularia negotia (cf. LG 46b). Es claro pues que la secularidad de la que habla aquí el Concilio, distingue a los laicos, tanto de los clérigos como de los religiosos. Cf. AA 2b, 9G 21.

11.   Cf. A. DEL PORTILLO, voz Laicos, loc. cit., p. 850.

12.   Cf. P. J. VILADRICH, Compromiso político, mesianismo y cristiandad medieval, Pamplona 1973, p. 29.

13.   La mayor parte de los aspectos de la vida de los laicos corresponde a su condición de ciudadanos, por tanto las relaciones de justicia que derivan de ellos se rigen por el derecho civil, no por el derecho canónico. El derecho canónico incide en la vida de los laicos en razón de su condición de fieles (recepción de los medios de santificación: sobre todo munus docendi y munus sactificandi), y también cuando legítima y voluntariamente intervienen en los negotia ecclesiastisca (cf. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos…, cit., pp. 176-177).

14.   Que conduciría, dice GONZÁLEZ DEL VALLE, a «identificar la elevación de las actividades terrenas al orden sobrenatural con la clericalización del orden temporal» (La autonomía en lo temporal, en «lus Canonicum» n.º 24, XII (1972), p. 41). LOMBARDÍA observa que «no deja de ser significativo que sean precisa­ mente los laicos, es decir aquellos miembros del Pueblo de Dios privados de poder eclesiástico, quienes tengan confiada -por el mismo Cristo, no por misión o mandato de la jerarquía eclesiástica- la tarea de dar un sentido cristiano al orden temporal. Es necesario, por tanto, dejar sentado que la edificación de la ciudad terrena no es una labor eclesiástica -propia de la jerarquía-, aunque sea una misión eclesial, relacionada con la participación en el «munus regale» de Cristo del sacerdocio común de los simples fieles. Consideración esta que me parece fundamental para comprender el sentido de la posición del laico en la Iglesia» (El Derecho público eclesiástico según el Vaticano JI, en «Escritos de Derecho canónico» II, Pamplona 1973, p. 396).

15.   Voz Laicos (III. Derecho Canónico), GER, Madrid 1973, tomo 13, p. 857.

16.   La Constitución Gaudium et spes (GS 43b), afirma la preeminencia de esta misión peculiar de los laicos sobre cualquier otro tipo de cooperación que puedan asumir en la Iglesia, porque es la suya, la que les impone su condición secular: «a los laicos corresponde propiamente, aunque no exclusivamente, saecularia officia et navitates». También la Constitución Lumen gentium (35d) advierte que «si algunos de ellos, cuando faltan los sagrados ministros o cuando éstos se ven impedidos por un régimen de persecución, les suplen en ciertas funciones sagradas, según sus posibilidades, y si otros muchos agotan todas sus energías en la acción apostólica, es necesario, sin embargo, que todos contribuyan a la dilatación y al crecimiento del reino de Dios en el mundo».

17.   Lineamenta, n. 8, p. 9.

18.   Vid. p.c., los de los ce. 225 y 226.

19.   Comentario al c. 227, en AA. VV., Código de Derecho Canónico. Edición anotada, EUNSA, Pamplona 1984.

20.   Cf. G. FELICIANI, Le basi del diritto canonico, Bologna 1984, pp. 132-133.

21.   Pero tanto la libertad religiosa como la autonomía en asuntos temporales tienen, a nivel ontológico, un significado radicalmente positivo, que les sirve de fundamento: el del respeto a la persona en el último e infranqueable ámbito de la conciencia y en los compromisos que -por ser persona- adquiere en relación a la verdad y a su realización.

Ambas libertades señalan el derecho de la persona (que es un deber moral) a conformar su conducta a la ley de Dios, según los dictados de la propia conciencia, sin que pueda ser suplantada por ninguna potestad. Es, en definitiva, el problema de la libertad, que no excluye la ley pero tampoco puede ser suplida por ella.

Los nn. 16 y 17 de la Constitución Gaudium et spes son una síntesis muy expresiva de lo que aquí consideramos. Especialmente tienen interés las palabras siguientes: «La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en él éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad» (n. 16).

22.   Cf. A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos…, cit., pp. 66-67.

23.   LOMBARDÍA ha expresado eficazmente esta relación afirmando que «el reconocimiento de la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia y el de la libertad en el orden temporal son, sustancialmente, dos únicos aspectos de la cuestión» (Los laicos . en … , loe. cit., pp. 166-167).

24.   Vid. «Communicationes» (1985), pp. 175-176.

25   Vid. sup. nota 9. Como explica GONZÁLEZ DEL VALLE, esta sistemática responde a un planteamiento tipológico de los derechos fundamentales, ligado a la misión eclesial propia de cada tipo de fiel; (La autonomía en lo temporal, cit., pp. 45-48).

Esto no impide que, en ocasiones, los clérigos y los religiosos puedan ocuparse también de tareas seculares, con licencia de la autoridad. Entonces deberá también reconocérseles la misma autonomía que a los laicos, para desempeñarlas según su carácter propio y bajo su responsabilidad. Pero esa autonomía no constituye un componente característico del estatuto canónico de clérigo o de religioso, por el contrario, esas personas, por su vocación, están llamadas a apartarse -bien que por razones teológicas diversas- de los negocios seculares (cf. entre otros los ce. 278 § 3, 285, 286, 287, 289, 573, 607 § 3 Y 671). Vid. et. P. J. VILADRICH, La declaración de derechos y deberes de los fieles, en AA.VV., «El proyecto de Ley Fundamental de la Iglesia», Pamplona 1971, p. 157.

26.   Cf. infra, 3.c).

27.   Los laicos en…, loe. cit., pp. 167-168.

28.   Compromiso político…, cit., p. 14.

29.   No nos referimos aquí al derecho-deber de la jerarquía eclesiástica de emitir juicios morales sobre situaciones o instituciones temporales concretas , valorando su conformidad con el Evangelio, que es parte de la misión de orientar y formar la conciencia de los fieles (cf. infra 5.a), sino a la toma de postura en cuestiones opinables.

30.   También los laicos, individualmente o unidos a otros, pueden y deben reivindicar, como ciudadanos, su libertad religiosa ante el Estado.

31.   En este sentido L. SPINELLI-G. DALLA TORRE, Il Diritto Pubblico Ecclesiastico dopo il Concilio Vaticano II, 2ª ed. Milano 1985, p. 60.

32.   Cf. O. FUMAGALLI-CARULLI, Liberta di scelta religiosa: principio fondamentale dello «ius publicum ecclesiasticum» e della revzswne concordataria italiana, en AA.VV., «Les Droits Fondamentaux du Chrétien dans l’Eglise et dans la Société»; Fribourg (Suise) 1981, pp. 883-884.

33.   Que se entienden como convenciones, no ya entre «dos Poderes», sino entre los representantes de dos órdenes sociales distintos pero inseparables, que se encuentran en el común empeño -deber- de servir al hombre (GS 16c).

34.   En este sentido los Acuerdos con España (1976-1979) y con Italia (1984). Es interesante contrastar p. e. el Art. 11.1. Del Concordato español de 1953, con el Art. I.1 del Acuerdo sobre asuntos jurídicos de 1979; y el Art. 1 del Concordato italiano de 1929, con el Art. 2 del Acuerdo de 1984.

35.   Estas precisiones son importantes pues persisten ideologías y grupos que, mientras proclaman la libertad religiosa, quisieran reducirla a una mera libertad de cultos y de conciencia; y consideran fanatismo el legítimo empeño de los católicos por imbuir en las instituciones y en el ordenamiento civil su visión cristiana.

36.   «Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que, en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia» (GS 43c).

37.   A esto se añade la gran cautela y sentido restrictivo con que se regula en el Codex el uso del título «católicos» para llamar a determinadas iniciativas (cf. ce. 216, 300, 803, 808). La autoridad, al permitir u otorgar esta calificación canónica, deberá dejar a salvo la libertad temporal de los fieles, en el sentido de que esas iniciativas que surgen en el campo canónico, no excluyen otras que, sin ese título, pueden promover los cristianos en la sociedad civil, bajo su responsabilidad, sin involucrar a la Iglesia

38.   Sería un doble error: vincular a la Iglesia con determinadas soluciones o sistemas y tratar de representarla en esas inexistentes opciones temporales. Cf. GS 42d.

Fuente:

https://www.almudi.org/articulos/16740-el-derecho-de-los-laicos-a-la-libertad-en-lo-temporal-i

Categorías: Laicos

Sacerdocio ministerial y sacerdocio común de los fieles.

Sacerdocio ministerial y sacerdocio común de los fieles.

Interrelación entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles

Una reflexión a partir del pensamiento de Josemaría Escrivá

Prof. Pedro Rodríguez
Facultad de Teología de la Universidad de Navarra

Ponencia pronunciada en Diálogos de teología 2002, organizados por la Asociación Almudí de Valencia y publicada en P. Rodríguez, Sacerdocio común y ministerial, en AA VV, “Sacerdotes para el tercer milenio”, pp. 91-114, (Edicep, Valencia 2002).


Pocas expresiones del Concilio Vaticano II me han ayudado tanto a adentrarme en el misterio de la Iglesia como aquella que se encuentra al comienzo del n. 11 de la Const. Lumen Gentium. Allí se nos dice, sencillamente, que la Iglesia es una comunidad sacerdotal cuya índole es sagrada y cuya estructura es orgánica. Así sintetiza el Concilio la doctrina sobre el sacerdocio  –sacerdocio común y sacerdocio ministerial–  que ha expuesto en el número  precedente y ahora, en este n. 11, va a explicarnos cómo la índole de esa comunidad sacerdotal se manifiesta y despliega en la vida sacramental de la Iglesia y en la práctica de las virtudes por parte de los cristianos.

Esta expresión del Concilio –«indoles sacra et organice exstructa communitatis sacerdotalis»[1]– ha sido determinante, como digo, en mi concepción de la eclesiología. Pienso sinceramente que esto ha sido posible porque sus implicaciones teológicas venían de muchos años atrás configurando mi vida personal –tanto en la reflexión teológica como en la actividad pastoral cotidiana–  a través de la doctrina sobre el sacerdocio en la Iglesia que vivía y enseñaba Josemaría Escrivá de Balaguer. Con su lenguaje incisivo y vivencial, este sacerdote, que la Iglesia se dispone a inscribir en el elenco de los santos, contemplaba a la Iglesia entera –hombres y mujeres, sacerdotes y laicos, religiosos– movilizada como un solo hombre (mejor, como un solo Cuerpo, el Cuerpo de Cristo) para desempeñar en el mundo la misión recibida de su Señor. Veía a todos los cristianos  –a los laicos, en primer lugar– llamados a vivir las tareas ordinarias y profesionales con «alma sacerdotal», decía[2]; y veía a los sacerdotes con su sacerdocio ministerial concebido como puro servicio a los fieles a la manera –decía– de «alfombras  para que los demás pisen blando». Estas dos expresiones (el «alma sacerdotal» de todos los fieles y «la alfombra» que es el ministerio de los sacerdotes) encuadran de manera inolvidable la enseñanza de Josemaría Escrivá sobre la misión de la Iglesia y dan también el marco de mi intervención en estas Jornadas.

Tal como aparece formulado en el título de la conferencia, me propongo considerar el significado que, para la comprensión de la Iglesia, tiene el hecho de que el único y definitivo sacerdocio de Cristo se participe en la Iglesia bajo una doble forma y modalidad, que el Concilio Vaticano II llama «sacerdocio común de los fieles» y «sacerdocio ministerial o jerárquico».

Este propósito lo desarrollaré en cuatro pasos: el primero tiene por objeto tomar conciencia de que esas dos posiciones eclesiológicas provienen fundamentalmente del Bautismo y del Sacramento del Orden; el segundo está destinado a mostrar cómo San Pablo concibe la dinámica de ambas posiciones («fieles» y «ministros»); el tercer paso busca penetrar teológicamente en esa doctrina de San Pablo, estudiando la doble participación del sacerdocio de Cristo; finalmente –cuarto paso–, me detendré en lo que es la intentio de esta conferencia: la ordenación mutua y la mutua interrelación entre «sacerdocio ministerial» y «sacerdocio común de los fieles». Pasemos, pues, al punto primero.

1. Bautismo (y Confirmación) y Sacramento del Orden, origen sacramental de la Iglesia «comunidad sacerdotal»

«Por el Bautismo –ha escrito recientemente Javier Echevarría– todos los fieles nos convertimos realmente no sólo en seguidores de Cristo, sino en miembros de su Cuerpo Místico, partícipes de su sacerdocio»[3]. El misterio cristiano es, en efecto, una cuestión ontológica antes que ascética y psicológica.  Por eso, para comprender cómo la Iglesia se constituye en «comunidad sacerdotal» hay que advertir ante todo que la más básica estructura de esta Iglesia «comunidad sacerdotal» se forja por la acción de los sacramentos que «imprimen» carácter: el Bautismo (y la Confirmación), por una parte, y el Orden sagrado, por otra. Surgen así los dos elementos primarios de la estructura fundamental de la Iglesia, que llamamos «christifideles» y «ministerio sagrado».

El Bautismo, en efecto, crea la cualidad de miembro del Pueblo de Dios, de cristiano, de fiel cristiano. o sencillamente de fiel (christifidelis), yhace aparecer la Iglesia en su más primaria y desnuda condición: reunión o congregación de los fieles cristianos (congregatio fidelium). Antes de cualquier otra división de funciones y responsabilidades, de distinción en estados y condiciones, se da en la Iglesia la igualdad radical de todos los fieles que es fruto de la llamada de Dios en el Bautismo: es el plano elemental y escatológico de la comunión de los fieles, de la fraternidad cristiana[4]. Pues bien, por el Bautismo el christifidelis recibe una cualidad sacerdotal que la Iglesia llama «sacerdocio común de los fieles»: al recibirlo, la persona humana, hombre o mujer, adquiere su fundamental posición en la estructura de la Iglesia y, al ejercer ese sacerdocio, ese hombre o esa mujer está realizando su existencia cristiana. Con palabras de Josemaría Escrivá:

«Apóstol es el cristiano que se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo; habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que –siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial– capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación»[5].

El hecho y el contenido de ese sacerdocio común de los cristianos está descrito por el Concilio Vaticano II con estas palabras:

«Cristo, Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cfr. Hebr 5, 1-5), a su nuevo pueblo “lo hizo reino y sacerdotes para Dios, su Padre” (cfr. Apoc 1, 6; 5, 9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cfr. 1 Petr 2, 4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cfr. Act 2, 42-47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cfr. Rom 12, 1); han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y, a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cfr. 1 Petr 3, 15)»[6].

Pero, en el seno del pueblo de Dios, algunos de sus miembros son llamados por Cristo para una tarea, para un ministerio peculiar, el «sagrado ministerio». Digámoslo con las mismas palabras del Concilio:

«El mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, “en el que no todos los miembros tienen la misma función” (Rom 12, 4), de entre ellos a algunos los constituyó ministros, que en la sociedad de los fieles poseyeran la sagrada potestad del Orden , para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y ejercieran públicamente el oficio sacerdotal en el nombre de Cristo en favor de los hombres»[7].

De entre los fieles, por tanto, algunos son ministros. Tocamos aquí un punto esencial de la eclesiología católica[8]: la existencia en la Iglesia, por institución que arranca del mismo Señor Jesús, de un ministerio sagrado de naturaleza sacerdotal, conferido por Jesús a los Apóstoles, que se transmite por medio de un específico sacramento –el sacramento del Orden– y recae sobre algunos fieles que pasan de este modo a ser los «ministros sagrados» («clérigos» en la terminología tradicional canónica). De este modo, a través del sacramento del Orden, que les capacita para actuar in persona Christi[9],Cristo configura la dimensión jerárquica de la estructura fundamental de la Iglesia.

Como vemos, esos sacramentos –el Bautismo, la Confirmación y el Orden sagrado– que originan la dimensión básica de la estructura de la Iglesia son precisamente los que, al dar una participación en el sacerdocio de Cristo, crean la realidad sacerdotal de la Iglesia en su triple forma cultual, profética y regia. Y esto de tal manera que, volviendo a la fórmula conciliar que poco ha les citaba, la Iglesia es, toda ella, una «comunidad sacerdotal».

2. La dinámica de la comunidad cristiana según San Pablo

Digamos ya, a partir de todo lo expuesto, que la razón de que la Iglesia, como comunidad, tenga esa estructura básica, que he tratado de presentarles, es ésta: que los titulares del sacerdocio ministerial, con la entrega a su ministerio, sirvan a sus hermanos –los «fieles»– para que éstos, ejerciendo su sacerdocio existencial, puedan servir a Dios y al mundo. La dinámica de este doble servicio escalonado es la misión, la evangelización, la edificación del Cuerpo de Cristo, tal como la explica San Pablo en este célebre pasaje de la Carta a los Efesios 4, 11-12, que quiero ahora comentarles:

«Él mismo (Cristo) dio (a su Iglesia) que unos fueran apóstoles; otros, profetas; otros, evangelistas; otros pastores y doctores: para la preparación de los santos (pro ton katartismon ton agion) en orden a la obra del ministerio (eis ergon diakonias), cuyo fin es la edificación del Cuerpo de Cristo (eis oikodomen tou somatos[10].

El primer versículo de este pasaje describe lo que hemos llamado el «sagrado ministerio», comenzando por el ministerio fontal y omnicomprensivo de los Apóstoles. Los ministros sagrados son presentados a los efesios como un «don» de Cristo para su Iglesia, para la Iglesia que son ellos, los cristianos de Éfeso. Nótese el carácter «objetivo» del don. No contempla San Pablo de manera directa a las personas de los ministros –que reciben la llamada a ser apóstoles, etc.– sino a la comunidad, a la Iglesia, enriquecida con los oficios que desempeñan esas personas; o si se prefiere, enriquecida con esas personas, que por razón de su oficio son dones para la Iglesia[11].

Y esto es así porque los sagrados ministros no existen para sí, sino para los fieles, para servir a los «santos», como dirá en el versículo siguiente. Los ministros existen pros ton katartismon ton agion. Su tarea primera y fundamental –este es el primer escalón apostólico– es «la preparación de los santos», como hemos traducido la expresión griega, que es mucho más densa y rica. Equiparlos, capacitarlos, ordenarlos, organizarlos, es decir, formarlos y disponerlos: todo esto significa la palabra original[12]. Dicho en forma teológica: servir a sus hermanos, prestarles el servicio que sólo ellos pueden prestar, que es el servicio de la Palabra y de los Sacramentos.

Por eso San Pablo describe inmediatamente el segundo escalón, es decir la finalidad de ese equipamiento sobrenatural: se trata de equiparlos «para la obra del ministerio», para la ministerialidad, podríamos decir, de toda la Iglesia. En efecto, los «santos» así preparados –dice– están en condiciones de prestar a la Iglesia y al mundo el servicio que Dios mismo les ha encargado y que San Pablo expresa cristológicamente diciendo que tiene como fin «la edificación del Cuerpo de Cristo», o si Vds. prefieren, la «nueva evangelización» con la que se edifica el Cuerpo de Cristo. Por tanto, no son sólo los ministros, sino la entera comunidad cristiana, orgánicamente estructurada –laicos y ministros sagrados, hombres y mujeres–, la que realiza la misión de la Iglesia, la edificación del Cuerpo de Cristo en medio del mundo.

Este doble escalón, que expresa la dinámica apostólica originaria de la Iglesia, es esencial en la enseñanza de Josemaría Escrivá y tiene una fuerte repercusión en la misma configuración del Opus Dei como Prelatura personal. Hablando de los sacerdotes de la Prelatura, escribe el Fundador, como haciendo eco a este pasaje paulino:

«En el ejercicio de ese ministerio –ministerium verbi et sacramentorum– es donde han de mostrarse ministros de Dios y siervos de todas las almas, especialmente de las de sus hermanos […] Siervos, digo, porque, con olvido de sí mismos, han de preocuparse primordialmente –subordinando a esto todo lo demás, por importante que pueda parecerles– de la santidad de sus hermanos [primer escalón] y de cooperar activamente con ellos, en todos los apostolados propios de nuestro espíritu» [segundo escalón][13].

El doble escalón de Efesios aparece de nuevo en otros textos:

«Sepan nuestros sacerdotes que la fecundidad de su labor se mide por la eficacia que contribuyan a dar al trabajo apostólico de los demás [segundo escalón] y –antes, por ser condición indispensable– a la vida espiritual de sus hermanos» [primer escalón][14].

«No han de olvidar los sacerdotes, que están especialmente ordenados –no me cansaré nunca de insistir– para cuidar de sus hermanos [primer escalón] y para colaborar en nuestras obras apostólicas» [segundo escalón][15].

Como vemos, es la misma doctrina con la que la Const. Lumen Gentium comienza su cap. III, es decir, su exposición sobre el sagrado ministerio en la Iglesia:

«Los ministros que poseen las sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan por tanto de la dignidad cristiana tiendan todos libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación»[16].

3. Las dos formas de participación del sacerdocio de Cristo en la Iglesia

Esta Iglesia integrada por fieles y ministros sagrados, cuya dinámica acabamos de contemplar siguiendo a San Pablo, es esencialmente sacerdotal, decíamos. La razón teológica es clara: la Iglesia, tanto en su estructura como en su ser profundo (comunión), ha de ser entendida desde el misterio del Hijo de Dios hecho Hombre. Cristo, por su interna constitución, o si prefieren, por esa unción del Espíritu que es la misma Unión hipostática, es el Mediador único entre Dios y los hombres, el Sacerdote eterno de esta Nueva Alianza, y la Iglesia es el fruto de su sacrificio sacerdotal. Pero el misterio de Cristo se prolonga también de otro modo en el misterio de la Iglesia. Cristo, en efecto, a esa Iglesia fruto de su sacrificio redentor (Iglesia fructus salutis) ha querido asociarla a su propia obra salvífica y servirse de ella para la aplicación en el mundo de la obra redentora (Iglesia medium salutis).  Esta es la base teológica, repito, de por qué la Iglesia –toda ella– es, como venimos viendo, radicalmente sacerdotal. El tema es de tal calibre, también en relación con la hermenéutica del Concilio Vaticano II, que el actual Papa, siendo todavía Arzobispo de Cracovia, pudo escribir:

«La doctrina del sacerdocio de Cristo y de la participación en él es el corazón mismo de las enseñanzas del último Concilio, y en ella se encierra de algún modo cuanto el Concilio quería decir acerca de la Iglesia, del hombre y del mundo»[17].

El misterio está en que ese sacerdocio de Cristo, que es uno y único en la persona del Hijo de Dios hecho hombre, en la Iglesia se da participado por una doble vía y en una doble forma: es lo que la teología llama «sacerdocio común de los fieles» y «sacerdocio ministerial o jerárquico», que surgen –como hemos visto en el apartado primero– de la donación sacramental del Espíritu. Leamos el texto magisterial normativo sobre la materia, que es el segundo párrafo de Lumen Gentium, n. 10, que dice así:

«El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque se diferencian esencialmente y no sólo en grado (essentia et non gradu tantum), se ordenan sin embargo el uno al otro; porque uno y otro participan a su peculiar manera (suo peculiari modo) del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad de la que goza, modela y dirige al pueblo sacerdotal, realiza in persona Christi el sacrificio eucarístico y lo ofrece en nombre de todo el Pueblo de Dios; los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la oblación de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y con la caridad operativa».

Sirviéndonos del texto conciliar que acabamos de leer, intentemos profundizar en la diferencia mutua entre ambos modos de participar en el sacerdocio de Cristo Redentor. Nuestro discurso será una manera de profundizar teológicamente lo que bíblicamente hemos visto en la Carta de San Pablo a los Efesios.

Pío XII primero[18] y el Concilio Vaticano II después expresaron una convicción unánime de la fe católica cuando dijeron que ambas formas de participación del sacerdocio de Cristo difieren esencialmente y no sólo en grado. Esta expresión ha dado lugar a prolijas discusiones, sobre todo a la hora de explicar metafísicamente qué sea aquí esencia y participación[19]. No debemos ir ahora por este camino, que no es el decisivo para nuestro propósito. Entiendo que el Concilio mismo interpreta la expresión «esencialmente y no sólo en grado» cuando a continuación dice que eso es así porque cada una de esas formas participan del único sacerdocio de Cristo suo peculiari modo[20]. Estimo que esto quiere decir:

1º) que, en cuanto participaciones del sacerdocio de Cristo, son ambas originarias: no derivan la una de la otra y son irreductibles la una a la otra. Sólo a través de la operatividad propia de cada una de ellas el sacerdocio único de Cristo despliega toda su fuerza salvífica en la historia: lo que en Cristo es uno, en la Iglesia se da, como venimos diciendo, en modalidad doble.

 2º) que son esencialmente complementarias; de ahí que esa «mutua ordenación» de que habla del texto conciliar no tenga sólo un contenido moral y jurídico, de buena ordenación de la vida eclesial, sino que expresa el porqué profundo de aquella diferenciación esencial: la manera teológica del ser sacerdotal de la Iglesia como un todo, como comunidad sacerdotal.

Esa diferencia esencial y esa mutua ordenación expresan el misterio de la Iglesia como cuerpo (sacerdotal) de Cristo (sacerdote). Veamos, primero, esa diferencia esencial, profundizando en el contenido propio de ambas formas de participación.

Cristo, con los actos concretos e históricos de su vida, que culminan en el misterio pascual, es el sacerdote y la víctima eternamente grata a Dios Padre. Sólo El, el Hijo de Dios hecho hombre, «el hombre Cristo Jesús», es el «único Mediador entre Dios y los hombres», como dice la primera carta a Timoteo (2, 5). El sacerdocio común de los fieles significa una participación, que Cristo da a los suyos, de ese sacerdocio. Por ella los creyentes son capacitados para ofrecer sus vidas –«sus cuerpos», dice San Pablo con profunda expresión (Rom 15, 1)– como hostias vivas, santas, agradables a Dios[21]. El sacerdocio común de los fieles es un sacerdocio «existencial». Con rigurosa y profunda expresión, el Fundador del Opus Dei pudo decir que el cristiano ha sido constituido por Dios en el Bautismo  «sacerdote de su propia existencia»[22]. El ejercicio del sacerdocio común consiste primariamente en la santificación cotidiana de la vida real y concreta. Son, en efecto, los actos concretos del hombre cristiano los que se transforman en las «hostias espirituales» de que habla San Pedro (1 Pet 2, 5), actos que despliegan la consagración de todo el ser del cristiano, de su «cuerpo» en el sentido paulino. Cristo, por el sacerdocio común, asocia a los cristianos a su sacrificio y a su alabanza al Padre.

El tema ha sido estudiado de modo exhaustivo por el gran exégeta André Feuillet, que ha podido concluir su investigación diciendo: «los sacrificios espirituales de que habla 1 Pet 2, 5, explicados en el contexto de los otros pasajes mencionados, deben ser interpretados, ante todo, como una imitación voluntaria por parte de los cristianos de la ofrenda sacrificial de Cristo, Siervo doliente»[23]. El ejercicio del sacerdocio común de los fieles aparece así como la forma misma de realización de la existencia cristiana, y de todo cristiano puede decirse, según la expresión de San Josemaría Escrivá de Balaguer, que en lo profundo de su ser es radicalmente un «alma sacerdotal»[24]. Fue una gran batalla la que combatió para hacerlo entender y vivir en la práctica, como se ve en este punto de Surco:

«Afirmas que vas comprendiendo poco a poco lo que quiere decir “alma sacerdotal”… No te enfades si te respondo que los hechos demuestran que lo entiendes sólo en teoría. —Cada jornada te pasa lo mismo: al anochecer, en el examen, todo son deseos y propósitos; por la mañana y por la tarde, en el trabajo, todo son pegas y excusas.

»¿Así vives el “sacerdocio santo, para ofrecer víctimas espirituales, agradables a Dios por Jesucristo”?»[25]

Es, pues , el sacerdocio común de los fieles una realidad cultual, profética y regia que se ejerce en las circunstancias concretas de la existencia en el mundo y que no puede por tanto reducirse, aunque los incluya, a los actos rituales de culto[26]. Pertenece a la esencia del sacerdocio común el ofrecimiento gozoso de la propia vida a Dios como alabanza continua en el Espíritu Santo y, en este sentido, su ejercicio no desaparecerá nunca, sino que tendrá su consumación eterna en la Iglesia consumada (Ecclesia in patria). Pero es, también ahora, una alabanza per Filium: de ahí que, aquí en la tierra, diga esencial relación al sacrificio eucarístico, como recuerda Feuillet: «los bautizados son, a semejanza de Cristo, sacerdotes y víctimas del sacrificio que ofrecen, pero este sacrificio se hace posible por el único sacrificio de Cristo»[27].

Esta última afirmación nos lleva a considerar ya lo propio y específico del «sacerdocio ministerial o jerárquico», su insoslayable necesidad y su irreductibilidad al sacerdocio común. Porque, siendo cierto cuanto hemos dicho acerca del sacerdocio de todos los bautizados, permanece como una verdad central de la fe que no hay más sacerdote que Cristo, ni más sacrificio grato a Dios que la donación que Cristo hace de su propia existencia. Los creyentes, los fieles cristianos –la congregatio fidelium– no se autodonan la salvación que deben testimoniar, ni generan ellos la Palabra y el Sacramento que salvan, sino que es Cristo el que salva. Por eso, los cristianos sólo pueden ser hostias vivas “recibiendo” de Cristo, en el hoy de la historia. la fuerza de su Palabra y de su Sacrificio. Pues bien, el sacerdocio ministerial, en la economía de la gracia, es –valga la expresión– el «invento» divino por el que Cristo, exaltado a la derecha del Padre, entrega hoy a los hombres su palabra, su perdón y su gracia. Esta es, pues, la razón de ser del ministerio eclesiástico: constituir el signo e instrumento infalible y eficaz de la presencia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo, en medio de los fieles, es decir, en la Iglesia[28]. Como dijo la Conferencia Episcopal Alemana a raíz del Concilio, «el sentido central del ministerio sacerdotal en la Iglesia es el ministerio de Jesucristo mismo que continúa viviendo en el sacerdocio ministerial de la Iglesia en virtud de la ordenación sacramental»[29].

El sacerdocio ministerial aparece, en consecuencia, como un sacerdocio «sacramental», en contraste con el sacerdocio «existencial» común a todos los fieles. Sacramental, no, evidentemente, por razón de su origen –en este sentido, uno y otro proceden de los respectivos sacramentos–, sino en cuanto que lo específico del sacerdocio ministerial y de sus actos propios es ser cauce «sacramental» (re-presentativo) de la presencia de Cristo Mediador y Cabeza. Como decía Josemaría Escrivá, «todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental»[30]. Los actos propios del sacerdocio común no son, en cambio, «sacramentales» (re-presentativos), sino, como hemos visto, «reales», pertenecen a la res de la vida cristiana santificada, son histórico-existenciales. En efecto, el sacerdocio ministerial, que sella para siempre a los que lo reciben, pertenece, no obstante, al orden del medium salutis, característico de la fase peregrinante de la Iglesia; por el contrario, el sacerdocio regio de los bautizados pertenece al orden de los fines, del fructus salutis, pues consiste en la comunión doxológica con Cristo, Sacerdote y Víctima, que es el corazón mismo de la existencia cristiana, que se plenificará en la vida eterna[31].

La diferencia esencial entre ambas formas de participación, en los términos que hemos visto, pone de relieve algo obvio, pero de la máxima importancia y que querría yo subrayar: que el sacerdocio común permanece, con sus contenidos propios, en los ministros sagrados, no queda «superado» o «subsumido» por el sacerdocio ministerial. El sacerdocio común de los fieles sigue siendo, también para los fieles que son ministros sagrados, la base radical de su llamada a la santidad y al apostolado y, en consecuencia, exige en el fiel-ministro que su sacerdocio ministerial se haga «existencial»: existencia entregada de sacerdote. Con palabras de San Josemaría:

«En los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles. Por tanto, aunque sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel, puede, en cambio, afirmarse que es más sacerdote: pertenece, como todos los cristianos, a ese pueblo sacerdotal redimido por Cristo y está, además, marcado con el carácter del sacerdocio ministerial, que se diferencia esencialmente, y no sólo en grado, del sacerdocio común de los fieles»[32].   

Veamos ya la mutua relación entre ambos sacerdocios, que está implícita en las consideraciones precedentes. Ambas formas del sacerdocio, con sus actos propios, se necesitan mutuamente: son la una para la otra, aunque de distinta manera.

4. Mutua ordenación e interacción entre«sacerdocio ministerial» y «sacerdocio común de los fieles»

a) El sacerdocio ministerial, al servicio del sacerdocio común: prioridad “sustancial” de los «christifideles».

«Nuestro sacerdocio sacramental –escribía Juan Pablo II en 1979 hablando de los ministros sagrados– constituye un ministerium particular, es servicio respecto a la comunidad de los fieles»[33]. La ordenación del ministerio a los fieles hay que verla en esta perspectiva. La primera y más radical relación entre ambas magnitudes es, en efecto, el servicio del ministerio a la «congregación de los fieles cristianos». Así lo afirma solemnemente la Constitución Lumen Gentium:

«Este encargo que el Señor confió a los Pastores de su Pueblo es un verdadero servicio, que en la Sagrada Escritura se denomina muy significativamente diakonía, es decir, ministerium (cfr. Act 1, 17.25; 21, 19; Rom 11, 13; 1 Tim 1, 12)»[34].

La razón formal de ese servicio –según hemos visto ya– es la «re-presentación de Cristo». Para ejercerlo, los titulares del ministerio sacerdotal están dotados de la  «sagrada potestad», como afirma el Concilio:

«Los Obispos rigen como vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, y lo hacen con sus consejos, sus exhortaciones, su ejemplo, pero también con la autoridad y sagrada potestad (auctoritate et sacra potestate), la cual ciertamente ejercen sólo para santificar a la grey en la verdad y en la santidad… porque el que ocupa el primer puesto ha de ser como un servidor de los demás»[35]. «Para ejercer este ministerio, se le confiere al presbítero la potestad espiritual, que se da ciertamente para edificación»[36].

En consecuencia, decir que la ordinatio, la referencialidad, del «sagrado ministerio» a los «fieles» es esencialmente diakonía, servicio, es lo mismo que decir que la «ontología» de la estructura de la Iglesia, que la esencia de la Iglesia señala la prioridad sustancial de la «condición de cristiano», del sacerdocio común –«con vosotros soy un cristiano, para vosotros soy el Obispo», decía Agustín de Hipona[37]–, respecto de la cual el elemento «ministerio sacerdotal» tiene carácter relativo, teológicamente subordinado: «Cristo instituyó el sacerdocio jerárquico –escribió el Card. Woytila– en función del común»[38].

Esta prioridad de que hablamos es «sustancial», decimos. Lo cual no significa que el sagrado ministerio o ministerio sacerdotal derive del sacerdocio común, postura ésta formalmente incompatible con la fe católica[39]. Ambas formas de sacerdocio son «originarias», como hemos visto ya suficientemente, y «esencialmente» distintas. Pero, una vez despejado el posible equívoco, debemos afirmar con todo rigor la prioridad sustancial así establecida. Afirmarla y comprenderla con todas sus exigencias pertenece al núcleo de la concepción católica de la Iglesia. Desde la prioridad del sacerdocio común aparece claro por qué esa potestad de representar a Cristo que tienen los titulares del sacerdocio ministerial, no significa que en ellos se concentre la realidad del ser cristiano, ni que acaparen la misión de la Iglesia, situando a los fieles en la condición de simples receptores de la acción de los ministros.

Aquí es precisamente donde la eclesiología del Concilio Vaticano II ha operado uno de sus más profundos desarrollos, que ha consistido, paradójicamente, en dejar emerger lo más antiguo y original en la estructura de la Iglesia. Desde ella se ve con claridad que es todo el Pueblo sacerdotal de Dios, organice exstructus, el portador ante el mundo del mensaje de la salvación, y que, en el seno de ese Pueblo, es la «condición de cristiano» –los «fieles», cada fiel, hombre o mujer–, la que representa el momento sustantivo de la Iglesia. Por eso, la condición del  «sagrado ministerio» es, por su propia naturaleza, relativa. Relativa en una doble dirección:  relativa a Cristo y relativa a la «comunidad de los cristianos». Es relativa a Cristo, en cuanto que el servicio de los sacerdotes al Señor consiste en ser signo e instrumento de su don salvífico a los hombres. Es relativa a la comunidad, en cuanto que, a través de sus acciones sacerdotales, el sagrado ministerio enriquece con los dones divinos a la congregatio fidelium para que ésta ponga en ejercicio su sacerdocio: el «alma sacerdotal» de que hablaba el Fundador del Opus Dei. Dicho de otro modo: para que los fieles cristianos vivan la sustancia de la fe y ejerzan en el mundo el culto a Dios, es decir, la caridad que Cristo mismo –no los ministros– les ha otorgado en el Espíritu. Es este el clima de la Escritura, ya desde el Viejo Testamento: «La función de los «kohanim» (iereis) –decía el historiador del Cristianismo primitivo Colson– es esencialmente la de mantener al pueblo consciente de su carácter sacerdotal y hacer que viva como tal para glorificar a Dios con toda su existencia»[40].

Este giro de la eclesiología del Vaticano II se manifiesta en su definición de Iglesia particular, que ya no es ni un territorio ni una jurisdicción, sino una porción del Pueblo de Dios[41]. El texto conciliar tiene concentrada su teología  eclesiológica precisamente en la interacción de la doble participación en el sacerdocio de Cristo. Allí, a la hora de definir la Iglesia, el elemento sustantivo es la comunidad, la portio, el conjunto de los fieles cristianos, que tiene carácter de fin para el doble elemento ministerial que también la compone y que a través de su ministerio la estructura como Iglesia: el Obispo, «principio y fundamento visible de la unidad de su Iglesia»[42] y los presbíteros, «próvidos cooperadores del Orden episcopal, su ayuda y su instrumento»[43]. Por la acción ministerial del Obispo con los presbíteros –ejercicio del «sacerdocio ministerial»: predicación y sacramentos, sobre todo la Eucaristía–, la Iglesia local, la portio, es y vive como Iglesia: la Iglesia de Cristo, como tal, allí existe y actúa (inest et operatur). Pero pasemos a examinar ya la relación del sacerdocio común al sacerdocio ministerial.

b) Relación del sacerdocio común al sacerdocio ministerial: prioridad “funcional” del sagrado ministerio.

El misterio de la participación del sacerdocio de Cristo en la Iglesia, tanto en la comunión, como en la estructura, hemos de verlo también desde el otro lado. La afirmación de la prioridad sustancial de la «condición de cristiano» respecto de la de «ministro sagrado» sólo se hace plenamente inteligible si se capta bien la prioridad funcional que tiene el sacerdocio ministerial en la dinámica de la Iglesia. Esa prioridad es la consecuencia de la ordinatio que a su vez tienen los fieles respecto del ministerio. Ambos, como dice el texto conciliar, se ordenan el uno al otro (ad invicem ordinantur). Todo lo cual no es difícil de captar a partir de lo ya establecido.

La sustancia cristiana –el nomen gratiae, como decía San Agustín[44]– está ciertamente, como hemos dicho, en los fieles: todos y cada uno, en la Iglesia, están en camino de salvación y llamados a la santidad por su condición de cristianos. Pero esa sustancialidad no se la da la comunidad cristiana a sí misma, sino que –decíamos– es fruto del Espíritu, que Cristo envía en la Palabra y en los Sacramentos. De ahí que el servicio específico que prestan a la comunidad los ministros de la Palabra y de los Sacramentos no sea para los fieles una «posibilidad» que se ofrece entre las múltiples que se operan dentro de la vida cristiana, algo que se puede tomar o dejar según las propias preferencias. Es, por el contrario, una radical condición de existencia: “usar” de ese «sagrado ministerio» –en la economía de la salvación instaurada por Cristo– es esencial para que en la «congregación de los fieles» –y en cada fiel– quede asentada la sustancia de lo cristiano. En este sentido los ministros, porque representan a Cristo Cabeza, tienen, en cuanto tales ministros, una clara prioridad funcional en la dinámica eclesial. Esta prioridad de los ministros sagrados, precisamente porque actúan in persona Christi Capitis, testifica que Cristo –y no la Iglesia– es la Cabeza y el Salvador de su Cuerpo.

Por aquí puede verse cuál es la peculiar relación (ordinatio) del sacerdocio común al ministerial. A diferencia de la ordenación de éste a aquél, no se trata ahora de una ordenación de servicio: la congregatio fidelium no dice de suyo servicio al sacerdocio ministerial, sino que es una ordenación basada precisamente en lo contrario: en la necesidad insoslayable que la comunidad cristiana tiene de ser servida. Los fieles, en efecto, necesitan el servicio sacramental, pastoral y profético de los ministros para ser cristianos y poder vivir como cristianos. Para poder ejercer las acciones que son propias de su sacerdocio común necesitan las acciones específicas del sacerdocio ministerial. Sin la “ayuda” del ministerio sacerdotal no podrían ser lo que son y lo que están llamados a ser, según expresa Juan Pablo II, apoyándose en las declaraciones del Concilio Vaticano II:

«El sacramento del Orden, queridos Hermanos, específico para nosotros, fruto de la gracia peculiar de la vocación y base de nuestra identidad, en virtud de su misma naturaleza y de todo lo que él produce en nuestra vida y actividad, ayuda a los fieles a ser conscientes de su sacerdocio común y a actualizarlo (cfr. Eph 4, 11ss): les recuerda que son Pueblo de Dios y los capacita para ‘ofrecer sacrificios espirituales’ (cfr. 1 Pet 2, 5), mediante los cuales Cristo mismo hace de nosotros don eterno al Padre (cfr. 1 Pet 3, 18). Esto sucede, ante todo, cuando el sacerdote ‘por la potestad sagrada de que goza…, realiza el sacrificio eucarístico in persona Christi y lo ofrece en nombre de todo el pueblo’ (Const. dogm. Lumen Gentium, n. 10)»[45].

Esta consideración de la prioridad funcional del sagrado ministerio es la que ha llevado a algunos teólogos a hablar de su función «estructurante» de la comunidad[46]. En efecto, la función propia de los ministros es ser cauce del que Cristo Cabeza –a través de la Palabra y el Sacramento– se sirve para mantener a la Iglesia como Iglesia, es decir, dotada de su estructura fundamental en orden a la misión de todos los cristianos. Esta es la razón de que siendo los ministros esencialmente servidores de los demás, deban, sin embargo, ser amados y honrados por la comunidad cristiana, como San Pablo pedía a los Tesalonicenses: «Os rogamos, hermanos, que reconozcáis a los que trabajan entre vosotros y os gobiernan en el Señor y os instruyen, y que los estiméis en el más alto grado con amor a causa de la obra que realizan» (1 Thes 5, 12-13). La razón de su dignidad no es “personal”, sino “eclesial”: la dignidad de la «obra» que realizan.

Una palabra en este sentido sobre el Opus Dei, “hogar” inmediato de mi experiencia cristiana. En su estructura teológica y en su acción pastoral, responde a esas dos formas eclesiales de participar en el sacerdocio de Cristo, en su diferenciación y en su complementariedad, con la prioridad «sustancial» de los fieles laicos de la Obra –para servicio de los cuales está el sacerdocio ministerial de los presbíteros– y la prioridad «funcional» del sagrado ministerio. La prioridad «funcional» de los ministros, venía expresada por el Fundador con estas palabras:

«Si excelsa es la dignidad del sacerdocio y grande su importancia para todo el pueblo de Dios, grande es también su valor entre nosotros –que constituimos una parte de la Iglesia Santa– porque el sacerdocio, al que todos los socios del Opus Dei veneran, informa con su espíritu nuestra vida personal y nuestra entera labor apostólica»[47].

Pero si estos términos –informar con su espíritu, vivificar– indican la «prioridad funcional», al mismo tiempo muestran a las claras la «prioridad sustancial» de los fieles laicos en el Opus Dei, que el Fundador explicaba, de forma plástica, a los sacerdotes de la Obra diciéndoles, como dije al principio, que su tarea es ser alfombra para los demás:

«En el Opus Dei –escribía– todos somos iguales. Sólo hay una diferencia práctica: los sacerdotes tienen más obligación que los demás de poner su corazón en el suelo como una alfombra, para que sus hermanos pisen blando»[48].

«La alfombra». Una expresión plástica de profunda resonancia teológica (es la kènosis paulina), que se hizo inolvidable para muchos sacerdotes y les abrió a la comprensión de la interrelación entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial. Uno de los primeros sacerdotes del Opus Dei, a propósito de la manera que tenía Josemaría Escrivá de entender el sacerdocio, dice:

«Consideró su sacerdocio, desde que tomó tal resolución, como una misión de servicio a Dios, a la Iglesia y a los hombres. Podría resumirlo en lo que me dijo cuando, por primera vez, me preguntó si estaría dispuesto yo a ser sacerdote, señalándome la modesta alfombra roja que cubría la tarima del altar y el presbiterio del oratorio de la residencia de Ferraz 50, en Madrid. Me comentó: “Date cuenta que ser sacerdote es ser como esa alfombra, estar muy cerca del sagrario, pero estar dispuesto para que los demás pisen blando y no quejarse por ello”»[49].

* * * * *

Termino. La consideración conjunta que hemos hecho del binomio “fieles/ministros”, con su diversa participación en el sacerdocio de Cristo, con su mutua ordenación, con la prioridad sustancial de los primeros y la prioridad funcional y estructurante de los segundos, nos ha hecho más conscientes de que la Iglesia, aquí en la tierra «orgánicamente estructurada» (organice exstructa), no es sólo los fieles, ni sólo los ministros; es la comunidad sacerdotal consagrada por el Espíritu, que Cristo envía desde el Padre, dotada de una estructura en la que sacerdocio común y sacerdocio ministerial se articulan de manera inefable para hacer de ella –la Iglesia– el Cuerpo de Cristo.

Si algo ha quedado claro, pienso yo, es que el ministerio sacerdotal existe no para sí mismo, sino, como decía Álvaro del Portillo, para «la formación de la comunidad cristiana hasta hacerla capaz de irradiar ella misma la fe y el amor en la sociedad civil»[50]. En este contexto adquiere toda su fuerza el título de aquél que, por institución divina, preside y aúna todo el «ministerio» eclesiástico: «Siervo de los siervos de Dios». En este título se sintetiza toda la teología del sacerdocio ministerial y, con ella, el verdadero sentido de la doble prioridad –sustancial y funcional– que hemos expuesto. Muchas gracias a todos por su paciencia.


[1] CONC. VAT. II, Const. Lumen Gentium, n. 11/a.

[2] Solía hablar de «alma sacerdotal y mentalidad laical». Con este binomio, aparentemente paradójico, describía el ser en la Iglesia y en el mundo de los fieles del Opus Dei. Nuestro discurso nos lleva a hacer abstracción del segundo término del binomio. Un texto sobre la «mentalidad laical»: «Tenéis que difundir por todas partes —afirmaba en una homilía pronunciada en el Campus de la Universidad de Navarra— una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones: —a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; —a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen —en materias opinables— soluciones diversas a las que cada uno de nosotros sostiene; —y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola con banderías humanas» (Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 1ª ed, Madrid 1968, nº 117).

[3] J. ECHEVARRÍA, Itinerarios de vida cristiana, Madrid 2001, p. 69.

[4] Vid. sobre el tema J. RATZINGER, La fraternidad cristiana, Madrid 1960.

[5] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa. Homilías, 1ª ed, Madrid 1973,  n. 120.

[6] Lumen Gentium, n. 10/a. Uno de los más autorizados comentarios al Vaticano II sigue siendo, al cabo de los años, G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, II (Barcelona 1968) 175-200.

[7] CONC. VAT. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2/b:

[8] Vid. todo el cap. III de la Const. dogm. Lumen Gentium; y el documento El sacerdocio ministerial del Sínodo de los Obispos de 1971, parte I, n. 4 (Salamanca 1972, pp. 23-25). Vid también J. RATZINGER, Das geistliche Amt und die Einheit der Kirche, en «Catholica» 17 (1963) 165-179.

[9] L. SCHEFFCZYK, Schwerpunkte des Glaubens. Gesammelte Schriften zur Theologie, Einsiedeln 1977, pp. 367-386 (Die Christusrepräsentation als Wesensmoment des Priesteramtes).

[10] Eph. 4, 11-12. Seguimos la lectura de R. PENNA, Lettera agli Efesini, Bolonia 1988, pp. 189-194. Vid. también H. SCHLIER, Der Brief an die Efheser. Ein Kommentar, Düsseldorf 1962 (versión italiana: Brescia 1965, p. 238-243) con los desarrollos que se contienen en su obra posterior La eclesiología del Nuevo Testamento, en AA. VV., Mysterium salutis, IV/1. La Iglesia, Madrid 1973, p. 171ss..

[11]  Vid. en R. PENNA, Lettera agli Efesini, cit., pp. 189-191, el estudio de esas figuras y de esos ministerios.

[12] La Neovulgata traduce: «ad instructionem sanctorum».

[13] Carta 2-II-1945, n. 25. He incluido entre corchetes mis comentarios. Nótese que en el «segundo escalón» no son los laicos los que «cooperan» con los presbíteros, sino éstos los que colaboran en los apostolados de los laicos. Es un matiz que aparece todavía con más fuerza en este otro texto, en el que hablando del ministerio sacerdotal de los presbíteros, dice de éstos que «serán apoyo y savia de la labor de sus hermanos seglares, en quienes fomentarán un sano anticlericalismo: los laicos del Opus Dei no se forman para sacristanes, sino que –dentro de la máxima fidelidad a la Santa Iglesia y al Papa– proceden por su cuenta, con libertad y responsabilidad personal» (ibídem, n. 28). —Los textos de esta nota y de las dos siguientes están tomados de PEDRO RODRÍGUEZ – FERNANDO OCÁRIZ – JOSÉ LUIS ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia. Introducción eclesiológica a la vida y el apostolado del Opus Dei, 5ª ed, Madrid 2000, p. 81, nota 106.

[14] Ibídem, n. 26.

[15] Carta 8-VIII-1956,  n. 9.

[16] CONC. VAT. II, Const. Lumen Gentium, n. 18.

[17] K. WOJTYLA, La renovación en sus fuentes, Madrid 1982, p. 182.

[18] Pío XII, Discurso a los Cardenales, 2-XI-1954, en AAS 46 (1954) 669.

[19] Vid. A. FERNÁNDEZ, Nota teológica sobre la explicación conceptual de una fórmula difícil: la diferencia entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, en «Revista Española de Teología» 36 (1976) 329-347; y A. VANHOYE, Sacerdoce commun et sacerdoce ministériel. Distinctions et rapports, en «Nouvelle Revue Théologique» 97 (1975) 193-207.

[20] Vid. sobre el tema A. ARANDA, El sacerdocio de Jesucristo en los ministros y en los fieles. Estudio teológico sobre la distinción ‘«essentia et non gradu tantum», en AA.VV, La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, Pamplona 1990, pp. 207-246.

[21] Los fundamentos bíblicos del sacerdocio común de los fieles han sido rigurosamente estudiados en A. FEUILLET, Les «sacrifices spirituels» du sacerdoce royal des baptisés (1 Pet 2, 5) et leur préparation dans l’Ancien Testament, en «Nouvelle Revue Théologique» 96 (1974) 704-728; Idem, Les chrétiens prêtres et rois d’après l’Apocalypse, en «Revue Thomiste» 75 (1975) 40-66.

[22] «Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo, para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre» (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, cit., n. 96).

[23] A. FEUILLET, Jésus et sa mère, París 1974, p. 237.

[24] Carta 28-III-1955, n. 3.

[25] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, 1ª ed, Madrid 1986, n. 499.

[26] Cfr. F. OCÁRIZ, La participazione dei laici alla missione della Chiesa, en «Annales Theologici» 1 (1987) 7-26.

[27] A. FEUILLET, Jésus et sa mère, cit., p. 245.

[28] «Cristo está presente en su Iglesia no sólo en cuanto atrae a sí a todos los fieles, para que en Él y con Él, formen un solo Cuerpo, sino que está presente, y de un modo eminente, como Cabeza y Pastor que instruye, santifica y gobierna constantemente a su Pueblo. Y es esta presencia de Jesucristo-Cabeza la que se realiza a través del sacerdocio ministerial que Él quiso instituir en el seno de su Iglesia» (A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid, 4ª ed., 1976, pp. 98-99).

[29] Schreiben der Bischöfe des deutschprachigen Raumes über das priesterliche Amts, 11-XI-1969, Trier 1970 (edición española: CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, El ministerio sacerdotal, Salamanca, 1971), p. 98.

[30] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar a la Iglesia, 1ª ed, Madrid 1986, p. 68.

[31] A. FEUILLET, Les “sacrifices spirituels”… cit., p. 726.

[32] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER,  Amar a la Iglesia, cit., pp. 71s

[33] JUAN PABLO II, Carta Novo incipiente, en AAS 71 (1979) p. 399.

[34] CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, n. 34/a.

[35] Ibidem, n. 27/a.

[36] CONC. VAT. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 6/a.

[37] «Ubi me terret quod vobis sum, ibi me consolatur quod vobiscum sum. Vobis enim episcopus, vobiscum christianus. Illud est nomen officii, hoc gratiae; illud periculi est, hoc salutis» (SAN AGUSTÍN, Sermo 340, 1; PL 38, 1483. Citado en CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, n. 32/d).

[38] K. WOJTYLA, La renovación en sus fuentes, cit., p. 183.

[39] Vid. Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 6-VIII-1983, II, 2, en AAS 75 (1983) 1001-1009.

[40] J. COLSON, Ministre de Jésus-Christ ou le sacerdoce de l’Évangile, Paris 1966, p. 185.

[41] «Populi Dei portio, quae Episcopo cum cooperatione presbyterii pascenda concreditur, ita ut, pastori suo adhaerens ab eoque per Evangelium et Eucharistiam in Spiritu Sancto congregata, Ecclesiam particularem constituat, in qua vere inest et operatur Una Sancta Catholica et Apostolica Christi Ecclesia» (CONC. VAT. II, Decr. Christus Dominus, n. 11/a).

[42] CONC. VAT. II, Const. Lumen Gentium, n. 23/a.

[43] «Ordinis episcopalis providi cooperatores eiusque adiutorium et organum» (CONC. VAT. II, Const. Lumen Gentium, n. 28/b).

[44] Cfr. SAN AGUSTÍN, Sermo 340, 1; PL 38, 1483. Citado en Lumen Gentium, n. 32/d.

[45] JUAN PABLO II, Carta Novo incipiente, en AAS 71 (1979) 399.

[46] Vid. J. G. PAGÉ, Qui est l’Eglise. III: Le Peuple de Dieu, Montreal 1979, p. 263.

[47] Carta 2-II-1945, n. 4; citada en PEDRO RODRÍGUEZ – FERNANDO OCÁRIZ – JOSÉ LUIS ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, p. 77, nota 98. Los Estatutos del Opus Dei lo expresarán con palabras más técnicas: «Bajo el régimen del Prelado, el Presbiterio, a través de su ministerio sacerdotal, vivifica e informa a todo el Opus Dei» (Statuta, n. 4 § 1). —La terminología «socios», aplicada a los fieles del  Opus Dei , era la correspondiente entonces a la situación canónica del Opus Dei.

[48] Carta 8-VIII-1956, n. 7. –«Todos debéis serviros unos a otros como pide vuestra fraternidad bien vivida, pero los sacerdotes no deben tolerar que sus hermanos laicos les presten servicios innecesarios. Los sacerdotes somos en la Obra los esclavos de los demás y, siguiendo el ejemplo del Señor –que no vino a ser servido sino a servir: non venit ministrari, sed ministrare (Matth. XX, 28)–, hemos de saber poner nuestros corazones en el suelo, para que los demás pisen blando. Por eso, dejaros servir sin necesidad por vuestros hermanos seglares, es algo que va contra la esencia del espíritu del Opus Dei» (Carta 2-2-1945, n. 20). Esta conciencia de la prioridad sustancial de los fieles laicos en la Obra llevó a Escrivá, incluso, a formular lo que sigue: «En nuestro camino de santidad, por su naturaleza laical, el presbiterado, aunque es sacramento e imprime carácter, para nosotros es –por decirlo así– como una circunstancia que en nada modifica nuestra vocación divina [es decir, la vocación cristiana originaria, con su inmanente llamada a la santidad]: vocación que, en la Obra, es la misma para todos, vivida por cada uno dentro de su estado» (Carta 28-III-1955, n. 44; comentario mío entre corchetes). Tomo los textos de estas Cartas de PEDRO RODRÍGUEZ – FERNANDO OCÁRIZ – JOSÉ LUIS ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, p.98, nota 100.

[49] PEDRO CASCIARO, Declaración procesal, fol 715; Proceso Matritense de San Josemaría, testigo nº 31.

[50] A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, cit., p. 60.

Fuente: https://www.almudi.org/articulos-antiguos/7378-sacerdocio-ministerial-y-sacerdocio-comun-de-los-fieles

Categorías: Laicos

Pío XI y El Apostolado de los Laicos.

La Iglesia; esa que por ser esposa de Cristo, como su divino esposo, no perecerá jamás; esa Madre nuestra en cuya frente resplandece con fulgores divinos el sello de la inmortalidad; esa Maestra cuya Sabiduría (1) ha sabido retar y vencer a tanto «sabio» que le ha salido al paso; en cuya santidad, a pesar del fango de la concupiscencia con que ha tropezado en su largo camino, se mantiene incólume como el ala del ave que cruza el pantano; la Iglesia, repito, bien podría dormirse en los laureles de esa inmortalidad que la adorna y olvidarse, tanto de aquellos que no la aman porque no la conocen, como de los infelices que, también por no conocerla, la odian y combaten.

Pero es sabia y es santa; y estos dos preciados atributos son, precisamente, los que no le permiten permanecer indiferente ante el caótico espectáculo que desde la caida de Adán (origen de ese caos) ofrece el mundo, y que hoy, agravado por el desquiciamiento que en el orden económico-social se advierte, nos impide saber qué suerte es la que espera a esta desorientada humanidad. (2)

Es sabia y es santa; y esas su sabiduría y santidad quiere ponerlas en acción, para dejar caer en el surco de las almas, cual sublime sembradora de ideales, la mágica semilla de la palabra de Cristo, promesa y garantía de feliz eternidad.  (3)

Esa eternal felicidad quiere llevarla a las almas precisamente por ser sabia y por ser santa, y vemos, pues, que lejos de mantenerse indiferente o despreocupada, se ha hecho andariega, batalladora, celosa por ingestar en las almas esa vida eterna que palpita en ella desde que su Divino Esposo se la entregó en la Cruz. (4)

Mas, no pensemos que estos calamitosos tiempos que corren la han tornado andariega y batalladora; no, andariega nació porque desde sus albores fue perseguida, y a caminar sin tregua y a batallar sin descanso se dio desde su cuna, porque la gloria de Dios, que cual sublime ideal lleva en la frente desde Pentecostés, la aguijoneaba.

Mirad la mano de Dios en ella: Todas las instituciones de este mundo; todas las organizaciones en cuya fundación ha jugado papel capital el hombre, tienen el sello de lo perecedero y dan entre tinieblas sus primeros pasos. La Iglesia, hermanos míos, iluminada desde su nacimiento por la Luz de las luces, el Espíritu Santo, espíritu de sabiduría; e impulsada por esa fuerza avasalladora de la vida eterna que late en sus entrañas, se nos presenta hoy con aquella majestad y aquella bizarría y aquel prestigio sin mancha que tuvo en sus albores; y al contemplarla sus hijos, jubilosos y alegres, podemos exclamar con noble orgullo: ¡Madre! ¡Eres sabia, no porque tienes veinte siglos; tienes veinte siglos porque naciste sabia!

Dijimos ya que, celosa de la gloria de Cristo, quiso desde sus primeros tiempos, que el Reino de Dios, (eso que con tanto encarecimiento suplicamos en el Padre Nuestro) descendiese a las almas; y hay que ver con qué denuedo y tesón los primeros cristianos en Antioquía, Chipre, Fenicia y Tesalónica, dejaron caer en las almas secretamente la palabra de Cristo; a tal extremo, que San Pablo, a los tesalonicenses les escribe estas alentadoras palabras: «por vosotros se difundió la palabra de Dios en Macedonia y Acaya. También la fe que tenéis en Dios se propagó en todos los lugares, por lo cual no es necesario que nosotros hablemos.» (5)

Vemos, pues, que la Acción Católica nació con la Iglesia; pero es que la Iglesia es católica y por ser católica no puede prescindir de la acción. Sin la actividad no se concibe la universalidad, la catolicidad. ¿Cómo podría llenar el mundo si no ardiese en deseos de colmarlo? ¿Cómo hubiera podido llegar a ser lo que es, católica, ¡sí! ¡Católica! (como tienen que llamarla sus detractores), si no hubiese nacido activa y dinámica? ¿No veis en ella la levadura de la palabra de Cristo que la acrecienta para ordenarlo todo? (6)

Pasan los siglos sin dejar en ella la huella de su paso; y al empezar el veinte de su triunfal carrera, uno de sus Pontífices más preclaros, Pío XI, levanta su voz admonitora y doctrinal para señalar a la nave de Cristo nuevos derroteros, e hinchar sus velas con la brisa entusiasta de una Acción Católica organizada.

Sus dos antecesores inmediatos habían dado ya los primeros pasos en la organización. Les tocó reinar en momentos álgidos de la Historia. Pío X ante el neopaganismo amenazante anhelaba «renovarlo todo en Jesucristo.»  Benedicto XV reinó durante la primera guerra mundial y no dejó ni un solo instante de orar y trabajr porque cesasen las hostilidades; porque volviese al mundo la verdadera paz, «la paz en Cristo.»

Toma Pío XI estas dos divisas de sus antecesores y aunándolas, las transforma en divino programa: «la paz de Cristo en el reino de Cristo.» Que hombres y naciones viviesen en paz y que esa paz fuese la consecuencia ineludible de la renovación total que el mundo experimentaría por el reinado de Cristo en las almas.

Fue, sin duda alguna, leyendo las Actas de los Apóstoles y las encendidas epístolas de San Pablo, como surgió en la mente de Pío XI esta nueva estructuración; este vivífico retoñar de la Acción Católica. «Cooperadores suyos en Jesucristo» llama San Pablo a los primeros cristianos evangelizadores; y Pío XI, en memorable día lanzaba esta interrogante a las asociaciones católicas: ¿Qué habrían podido hacer los doce Apóstoles, perdidos en la inmensidad del mundo, si no hubieran llamado en torno suyo a hombres y mujeres, ancianos y niños, diciéndoles: «traemos los tesoros del cielo; ayudadnos a repartirlos.?»

Este llamado de Pío XI a los laicos a colaborar con la Jerarquía en el apostolado de la Iglesia (según la clásica definición de la Acción Católica) entraña obligatoriedad. «El apostolado es obra de precepto y no de consejo», como bien señala Mons. Civardi. (7) Porque la gloria externa de Dios que es nuestro Padre , estamos, por ser sus hijos, obligados a trabajar porque resplandezca. ¿Qué dignación más alta, hermanos míos, que ser apóstol de Cristo? Sin duda que es la más. ¡Cuánto conforta al alma el saber y pensar que al cooperar con la Jerarquía, nuestra misión es divina por ser idéntica a la de la Iglesia! Divina y no en sentido metafórico, sino real y verdaderamente, según demuestra Mons. Buteler cuando afirma que si bien es parcial, es real, porque se trata de la verdadera incorporación a la misión de que es depositaria la Jerarquía.

Pero, ¿y las consoladoras y alentadoras palabras de Pío XI en su famosa Encíclica  Ubi Arcano Dei? «Recordad también a los fieles que cuando, tomando por guías a vosotros y a vuestro clero, trabajan en público y en privado porque se conozca y ame a Jesucristo, entonces es cuando, sobre todo, merece que se les llame linaje escogido, una clase de sacerdotes, reyes, gente santa, pueblo de conquista. Que entonces es cuando, estrechamente unidos a Nos y a Cristo, al propagar y restaurar con su celo y diligencia el reino de Cristo prestan los más excelentes servicios para restablecer la paz entre los hombres.»

Estas palabras alentadoras de Pío XI, el Papa de la Acción Católica, sea la bocanada de aire que aviente las cenizas que cubren las brasas encendidas de nuestro amor a Cristo. Mas, no olvidemos esto: ahí está la Iglesia como modelo. En ella y por ella debemos modelarnos a su imagen y semejanza. Sabia y santa nació y seguirá siendo hasta el fin de los tiempos, y por sabia y por santa y por eterna quiere llenar las almas de eternidad.

Si ella es nuestro modelo, iluminemos nuestra mente con la luz refulgente de su sabiduría y de su doctrina; refresquemos el alma con el agua del costado de Cristo, generadora de santidad; y si no fuésemos capaces de un apostolado intelectual porque Dios no lo quiere en nosotros, el «ama y haz lo que quieras» de San Agustín, nos pondrá la oración en los labios o nos tornará en ofrenda inmolatoria por aquellos nuestros hermanos en Cristo que ignoran, infelices, que Cristo y su Iglesia son promesa y garantía de feliz eternidad.

José A. del Valle
Octubre de 1957

  1.-«Ansiad pues mis palabras, deseadlas e instruiros. Esplendente e
       inmarcesible es la Sabiduría. Facilmente se deja ver de los que la
       aman y es hallada de los que la buscan.» (Sab. 6: 11-12)

  2.-«Se levantará nación contra nación….grandes terremotos…hambres,
       pestes, espantos y grandes señales en el cielo.»(Lc. 21: 10-11)
  3.- «Salió el Sembrador a sembrar…»(Mt. 13: 3)

  4.- «…uno de los sodados le atravesó con su lanza el costado, y al
        instante salió sangre y agua» (Jn. 19: 34)

  5.- (1Tes. 1: 7)

  6.- «…pero recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre
       vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalem, en toda Judea, en
       Samaría y hasta el extremo de la  tierra.» (Act.  1: 8)

  7.- «Id pues, enseñad a toda la gente bautizandolas en el Nombre del
      Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo
      cuanto yo os  he mandado.» (Mt. 28: 19-20a)

Fuente: http://www.joseandresdelvalle.com/index.php?node=529

Categorías: Papa y Accion Catolica

QUAMVIS NOSTRA: Carta al Episcopado brasileno sobre el modo de reordenar mejor la Acción Católica

PIO XI

27 de occtubre de 1935

822
1. Aunque nuestro pensamiento haya sido ya claramente expresado en los muchos documentos que hemos publicado acerca de este tema, ya desde Nuestra primera enciclica Ubi arcano Dei, sin embargo, accediendo al deseo que Nos has manifestado, en tu reciente visita a Roma, te dirigimos Nuestra palabra de modo especial acerca de materia tan grave. Queremos demostrar asi, una vez mas, cuanto Nos importa la colaboración que los seglares pueden prestar al apostolado de la Jerarquia, no solo para defender la verdad y la vida cristiana de tantas insidias que doquier la amenazan, mas también para que en las manos de sus pastores sean optimos auxiliares para un mayor progreso religioso y civil.

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Tenemos en primer lugar la persuasión de que la Acción Catolica es una gracia singular de Dios, tanto para los fieles llamados a colaborar mas cerca con la Jerarquia, como para los Obispos y para los sacerdotes, los cuales encontraran en las filas de la Acción Catolica almas generosas, prontas a ayudarlos eficazmente en el cumplimiento cada vez mejor y cada vez mas amplio de su apostolado. En efecto, ¿quién no ve que aun en los paises catolicos el clero es insuficiente para prestar la debida asistencia a todos los fieles?

824
También en ese querido pais, en donde la población esta animada de sentimientos de piedad y de religión, ¿cuantas veces tu, amado Hijo Nuestro, y tus colegas en el episcopado habéis deplorado la escasez de clero, especialmente secular, en un territorio que, por su configuración geografica, por sus condiciones naturales y por su extraordinaria extensión, exigiria mayor numero de sacerdotes que en otras naciones?

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2. ¿Y qué diremos, además, del continuo multiplicarse de las necesidades y de las dificultades en el sagrado ministerio, que hacen, a veces, casi imposible al ministro del Señor acercarse a todos los fieles? ¿Qué diremos de los peligros de todo género que amenazan cada vez mas la integridad de la fe y de las costumbres del pueblo cristiano, principalmente en aquellas naciones en las que, como en el Brasil, junto a tantos y tan grandes progresos pululan tantos y tan dolorosos gérmenes del mal?

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Bien sabemos Nos con cuanto celo tu y ese episcopado procurais suscitar y alimentar entre ese buen pueblo las vocaciones sacerdotales y hacer cada dia mas eficaces vuestros seminarios para su misión sublime. Prueba de esto es la fundación del Colegio Brasileno en Roma, hecha bajo vuestros auspicios y con vuestros medios, que se adorna con el titulo de Pontificio y que, como sabéis, Nos es tan querido. Estas vuestras santas fatigas, bendecidas y fecundadas por la gracia de Dios, daran, sin duda, en el porvenir frutos preciosos.

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Pero mas exuberante sera la abundancia de tales frutos si, juntamente a las falanges de sacerdotes -que esperamos seran cada dia mas numerosos y mas eficaces para el creciente trabajo- se agregasen dociles y compactas las de los buenos seglares, los cuales podran preparar, integrar, y, en algun punto donde sea necesario, también suplir, especialmente para la instrucción religiosa de los niños, la obra del sacerdote.

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Mas en esta santa batalla, emprendida para defender y ensanchar el reino de Cristo, como en todas las batallas y en todos los ejércitos, es menester proceder con orden, método y tactica.

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No os sera, pues, molesto, Venerables Hermanos, que anadamos aqui algunos pensamientos y direcciones practicas, que Nos aconsejan, no solamente el conocimiento que tenemos de vuestras condiciones y el deseo vivísimo de veros alcanzar pronto -también en este campo- consoladores éxitos, mas también Nuestra ya larga experiencia, que Nos ha puesto ante la vista, en las diversas naciones, los medios mas seguros y mas adaptados a tal fin.

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3. Ante todo, os recomendamos que pongais el mayor empeno en la formación y educación de los que pretendan militar en las filas de la Acción Catolica: formación religiosa, moral y social, que es indispensable para el que quiera ejercer en el seno de la sociedad moderna una obra eficaz de apostolado. Por eso, sera indispensable comenzar no con grandes masas, sino con grupos pequeños, bien instruidos y adiestrados, los cuales sean como fermento evangélico que hara luego fermentar y crecer toda la masa. No sera dificil iniciar asi en todas las parroquias este saludable trabajo, cuidando particularmente con afectuoso interés de los pequeños, cuyas almas ingenuas pueden facilmente enderezarse a la practica de las virtudes cristianas. Y no menor diligencia hay que usar para atraer a las asociaciones catolicas a los jóvenes, futura esperanza de la patria y de la Iglesia, y a los hombres, sobre los cuales se apoyan tanto la sociedad familiar como la politica.

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4. No se recomendara nunca bastante que las nacientes asociaciones vivan en perfecta armonia y que estén ligadas en la mas estrecha unidad. Las Asociaciones parroquiales, el Consejo diocesano y el Consejo nacional, deben estar bien entrelazados y compactos, como los miembros de un solo cuerpo, como las cohortes de un ejército invencible. Unión de fuerzas, no dispersion; no cualquier fortuita coincidencia de trabajos, sino conspiración ordenada al bien comun; no restricción de las peculiaridades de una vida que germina y florece espontaneamente, sino gradual aumento de células y de fuerzas, de modo que en todo el cuerpo brillen la hermosura y la belleza junto con una adecuada armonia de los miembros.

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Seria, por lo tanto, error y dano gravísimo si en las parroquias o en las diocesis surgiesen asociaciones de fieles con fines analogos a los de la Acción Catolica, pero absolutamente independientes y sin coordinación alguna con ella, y, peor aun, en misera oposicion. Las pequeñas ventajas, limitadas a un estrecho circulo de fieles, provenientes de tales asociaciones, quedarian completamente anuladas por el gravísimo dano que causarian disgregando y dividiendo las fuerzas catolicas, o acaso poniendo a las unas contra otras; fuerzas que, por la necesidad de nuestros tiempos, deben estar, como hemos dicho, absolutamente concordes y coordinadas, bajo la dirección de los Pastores, al servicio de la Iglesia.

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5. Esta unidad de fuerzas e impulsos que se ha de procurar en sumo grado, no impide que, pues la Acción Catolica comprende en su seno a varias clases de ciudadanos, se dé a cada una de ellas un cuidado y formación peculiar y que se atienda por separado a los agricultores, obreros, estudiantes, personas cultas y profesionales. Mas aun: todo esto, como la experiencia nos ensena, es absolutamente indispensable si se quiere que la Acción Catolica alcance plenamente su finalidad, que es hacer a cada uno apostol de Cristo en el ambiente social en el cual el Señor lo ha colocado. Exhortamos, sobre todo, que se tenga especialísimo cuidado de las clases humildes, principalmente de los trabajadores de la industria y de la tierra. Estos, en verdad, como han formado la predilección del Corazon Divino de Jesús, asi se han atraido en todo tiempo y se atraen la solicitud maternal de la Iglesia, la cual se siente con entranas de compasión ante las incomodidades y sufrimientos de su vida, y esta tiernamente inquieta por los graves peligros espirituales a que los expone una propaganda intensa de doctrinas antirreligiosas y antisociales, que se ejerce sobre todo entre los humildes.

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En toda esta vasta obra de sabia organización sera utilísimo escoger y preparar, según la posibilidad, en cada una de las diocesis, sacerdotes y grupos de seglares, de buena formación doctrinal y de celo ferviente por la salvación de las almas, devotisimos del Papa y de los Obispos, los cuales, como fervorosos misioneros de la Acción Catolica, bajo la dirección del Episcopado y por su mandato, vayan a visitar parroquias de su diocesis o de otras, si alli fueren llamados, para demostrar claramente la excelencia y las ventajas de la Acción Catolica; para asistir y colaborar, sobre todo, en la formación de buenos dirigentes (condición necesaria para la vida y florecimiento de las asociaciones); para dirigir, finalmente, y coordinar actividades y proyectos a fin de que cada asociación consiga plenamente su fin propio, sin detrimento de las demás. No se descuide instruir en esta forma de apostolado a los alumnos de los Seminarios; adiéstrense pronto los sacerdotes, especialmente los jóvenes, aun enviandoles a estudiar la Acción Catolica en aquellas naciones donde ésta ha hecho ya felices experiencias y recogido copiosos frutos.

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6. Mas para que asi los sacerdotes, y los religiosos de uno y otro sexo, como los mismos seglares tengan una preparación cada dia mas idonea para la Acción Catolica, creemos que ha de contribuir muhco el que con frecuencia se celebren reuniones y congresos, en forma de jornadas o de semanas, según se acostumbra ya en algunos sitios, consagradas al estudio y a la oracion; y ello no solo con caracter nacional, sino aun simplemente diocesanas o parroquiales, de tal modo que los asi reunidos, tanto por los piadosos ejercicios y la meditación de las cosas divinas como por las lecciones y las conferencias acomodadas a los tiempos y necesidades, a cargo de sociologos y de miembros destacados de la Acción Catolica, sean ardientemente estimulados al apostolado, a la vez que profundamente formados en las verdaderas doctrinas de la Iglesia.

836
Conviene, asimismo, que se organicen tales reuniones, especializadas para las diversas clases o grupos de personas, esto es, jóvenes, estudiantes, hombres catolicos y mujeres catolicas, obreros y profesionales -médicos, juristas, abogados, comerciantes, industriales, etc.-; asimismo habra otras singularmente consagradas a sacerdotes, religiosos y religiosas, educadores y profesores, etc. Y todo ello de tal modo que en estas reuniones se traten principalmente los problemas que mas interesen a cada una de las clases o profesiones, atendiendo a la piedad y al apostolado propio de la Acción Catolica.

837
Bien conocemos Nos, amado Hijo Nuestro y Venerables Hermanos, que, especialmente en los comienzos, son no pocas ni pequeñas las dificultades que se oponen a esta empresa tan noble como necesaria. Mas conviene recordar bien aquellas palabras que, inspirado divinamente, pronuncio el Apostol de las Gentes: Omnia possum in eo qui me confortat.

838
Por ello, si todos los eclesiasticos y los fieles seglares, que se consagran a la Acción Catolica, poniendo en Dios toda su esperanza y su confianza, respondieren plenamente a las gracias divinas a la vez que, asiduos e inteligentes, consagraren su trabajo a cada uno de los cometidos de la Acción Catolica, aun a aquellos que parecen de la menor importancia, no duden que recibiran del Señor también todos los demás auxilios, aun los mas extraordinarios, para poder llevar a cabo felizmente todas las empresas. Por lo contrario, en vano trabajaran por renovar la ciudad cristiana, si con ellos mismos no edificare el Señor al mismo tiempo.

839
Y, además de los celestiales auxilios, no faltaran otros a la Acción Catolica. En efecto, la Acción Catolica no impide ni perturba otros géneros de bienes y piadosas empresas, y mucho menos las destruye o desbarata; antes, por lo contrario, suscita, fomenta y dirige todas las clases y formas de lo bueno y de lo recto; por lo cual ella misma busca espontaneamente y asocia consigo a las demás fuerzas, instituciones e iniciativas que, aun separadas de ella, trabajan asimismo por el bien de las almas.

840
7. Auxilio muy grande y muy eficaz, sin duda alguna, para la Acción Catolica, sera el de las muchas familias religiosas, de uno y otro sexo, que han prestado ya senalados servicios a la Iglesia para bien de las almas de esa nacion. Tal auxilio lo daran siempre no solo con sus oraciones incesantes, sino también contribuyendo generosamente con su actividad, aunque no tengan propiamente cura de almas. En particular, tanto los religiosos como las religiosas ayudaran a la Acción Catolica, si procuran preparar para ella, desde su mas tierna edad, a los niños y niñas que educan en sus escuelas y colegios. Primero, hay que atraer suavemente a los adolescentes para que se inclinen hacia el apostolado; luego exhortarlos con asiduo y diligente empeno a ingresar en las asociaciones de Acción Catolica; las cuales, si no existen, convendra que los mismos religiosos las promuevan. Ningun método mejor, ni facilidad alguna mayor, para formar la juventud en la Acción Catolica que la posibilidad que ofrecen las escuelas y los colegios. Semejante formación sera muy util aun para los mismos colegios, porque es facil comprender cuanto provecho pueden sacar, los alumnos de una escuela o instituto, de sus companeros educados en el espiritu de la Acción Catolica. Y ello aprovechara aun a las mismas almas de los jóvenes que se preparan para la Acción Catolica; porque, como tantas veces hemos dicho, al estar bien formados en la doctrina catolica y fortificados con la gracia, aun aquellas mismas asociaciones, que les defenderan previsoras en la edad mas peligrosa, les seran una defensa y un apoyo contra los muchos y graves peligros con que se han de encontrar en medio de la sociedad en que han de convivir: los afrontaran con fortaleza, los superaran con un espiritu invicto.

841
Y asi, con un mismo método, aun las mismas asociaciones consagradas al cultivo de la piedad o a la mayor difusión de la cultura religiosa y también a cualquier actividad de apostolado social, se convertiran verdaderamente en fuerzas auxiliares de la Acción Catolica, y, aun conservando cada una integramente su campo de acción, afirmaran, con los mejores auspicios, aquella inteligencia cordial, aquella coordinación y mutua comprensión, que hemos recomendado tantas veces.

842
La Acción Catolica, ayudada asi eficazmente y sabiamente ordenada, sera de verdad aquel ejército pacifico que ha de combatir la santa batalla para instaurar y promover el reino de Cristo, que es reino de justicia, de paz y de amor. Por lo tanto, la Acción Catolica, aunque ha de evitar -según lo manda su propia naturaleza- toda actividad e intereses de los partidos politicos, que, como muchas veces hemos repetido, causaria gravisimos danos a toda actividad religiosa, contribuira real y eficazmente a la prosperidad de la patria y de sus ciudadanos, llegando a ser «como el camino y método que usa la Iglesia para comunicar a las naciones toda suerte de beneficios»( Card. A. Bertram, 13 nov. 1928).

843
8. Rogamos, finalmente, al Señor con todo fervor que haga fructificar las nobles fatigas que tu, amado Hijo Nuestro y tus colegas en el Episcopado, docilmente secundados y seguidos por el clero y los seglares catolicos, sobrellevais, para establecer en toda la nación este poderoso medio de regeneración cristiana, a fin de que pronto en todas las diocesis se formen estas hermosas falanges de valerosos soldados de Cristo, que marchen a la defensa de los intereses de Dios y de la Iglesia y lleven a todas partes el «sentir de Cristo», prenda y garantia de bienestar para los individuos, las familias y la sociedad.

844
A fin de que la obra que habéis empezado obtenga feliz y eficaz éxito, imploramos de Dios oportunos auxilios para vosotros. Sea prueba de este Nuestro augurio, y al mismo tiempo testimonio de Nuestro especial afecto, la Bendición Apostolica, que os damos con afecto en el Señor, a ti, querido Hijo Nuestro, y a vosotros, Venerables Hermanos, y pueblo confiado a vuestros cuidados, especialmente a aquellos que se dedican a la Acción Catolica.

Dado en Roma junto a San Pedro, en la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Rey, el 27 de octubre de 1935, ano decimocuarto de Nuestro Pontificado.

845
Pio XI

Fuente: http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/it3.htm

Categorías: Papa y Accion Catolica

El clericalismo y los fieles laicos

El Papa Francisco nos ayuda a mirar nuestra identidad cristiana de manera más profunda y transformadora

Hace diez años fue elegido el Papa Francisco. Su Pontificado ha sido providencial en muchos aspectos. En las siguientes líneas, de manera abreviada, menciono sólo uno de los aspectos que más me conmueven al pensar en el enorme servicio que se encuentra prestando al momento de invitar a la Iglesia a una reforma radical. Me refiero a la lucha sin cuartel que Francisco realiza contra el “clericalismo” y a favor de la verdadera identidad de los fieles laicos como auténtico Pueblo de Dios.

En efecto, una de las enfermedades “eclesiales” más importantes en la historia del cristianismo ha sido el “clericalismo”. Todos lo hemos padecido, y muchos, tal vez, lo hemos auspiciado de manera consciente o inconsciente. El clericalismo es un fenómeno transversal: afecta a clérigos, consagrados y fieles laicos. Más aún, el clericalismo, si bien es una noción análoga que admite diversos significados, posee uno principalísimo: llamamos “clericalismo” a una cultura, es decir, a un conjunto de lenguajes verbales y no-verbales, a un “modo de ser y de hacer”, que privilegia la misión del sacerdocio ministerial como factor determinante y casi único en la configuración, en la organización, en el discernimiento y en la toma de decisiones al interior de la vida eclesial. El clericalismo, así entendido, sofoca la especificidad de todo aquello que no es sacerdocio ministerial, particularmente, de la identidad laical.

El clericalismo es una hidra de muchas cabezas. No se manifiesta en una única expresión. El Papa Francisco, por ejemplo, identifica el clericalismo con los sacerdotes que tienen como Dios a “Narciso”; con aquellos que desean tenerlo “todo bajo control” y les repugna la idea de contar con “consejos parroquiales”; con quienes buscan tener un corifeo de fieles laicos “bonsai”, artificialmente reducidos en tamaño, con pocos derechos y responsabilidades meramente secundarias. Sin embargo, el clericalismo también puede asumir un perfil “laical”, cuando los fieles laicos nos subordinamos a los sacerdotes en temas y asuntos de estricta competencia secular; cuando nos autocensuramos y no desplegamos con toda amplitud nuestras capacidades en la transformación del mundo según Cristo; cuando nos contentamos con “apoyar” servicios intra-eclesiales y no exploramos los temas-límite, las periferias existenciales, los problemas-clave de nuestro pueblo y de nuestro tiempo; cuando nos da pena ejercer nuestro derecho de participar plenamente en la oración, en el discernimiento y en la toma de decisiones en la Iglesia.

El Papa Francisco nos ha invitado a recuperar de manera más consciente la eclesiología del Concilio Vaticano II en la que el pueblo de Dios es la realidad “matriz” dentro de la cual existe una diversificación ministerial y superar así una aproximación principalmente piramidal en la que existe una división entre la Iglesia docente (sujeto activo y depositario exclusivo del poder de enseñar e interpretar) y la Iglesia discente (sujeto pasivo de escucha y obediencia).

Dicho de otro modo, el Concilio nos ha invitado a recuperar la idea de que lo primario es el Pueblo de Dios. Más aún, el Papa Francisco a la luz de esto ha dicho: “el Papa no está, por sí mismo, por encima de la Iglesia; sino dentro de ella como bautizado entre los bautizados y dentro del Colegio episcopal como obispo entre los obispos” (17 de octubre 2015).

¿Qué consecuencias tiene este enfoque? Soy de la opinión que una de sus consecuencias más relevantes es la reconsideración de raíz de la naturaleza e importancia del bautismo, y con ello, de la vocación y misión de los fieles laicos.

Al interior de la Iglesia todos lo sabemos: “laico” significa “miembro del Pueblo”. En efecto, el bautizado es aquel que vive la experiencia de inmersión de todo su ser en Cristo, y con ello se torna hijo de Dios, heredero del Reino, hermano de Jesús y miembro de la Iglesia, Pueblo de Dios. ¡Esta es nuestra dignidad fundamental! Al interior de esta realidad algunos poseemos vocación secular, otros son llamados al sacerdocio ministerial, y otros a dar testimonio escatológico viviendo un camino de consagración. ¡Pero todos igualmente dignos y valiosos!

Mientras los laicos no advirtamos plenamente esta realidad, continuamente cederemos a las tentaciones propias del clericalismo, que, en el fondo buscan afirmar una Iglesia llena de fronteras que terminan siendo más relevantes que la común dignidad bautismal.

Nuevamente, el Papa Francisco nos recuerda que ya basta de: “el clero separado de los laicos, los consagrados separados del clero y de los fieles, la fe intelectual de ciertas élites separada de la fe popular, la Curia romana separada de las Iglesias particulares, los obispos separados de los sacerdotes, los jóvenes separados de los ancianos, los cónyuges y las familias poco implicados en la vida comunitaria, los movimientos carismáticos separados de las parroquias, etcétera. Esta es la tentación más grave en este momento”.  Y pocas líneas despúes nos insiste, los laicos “deben ser siempre consultados en la preparación de nuevas iniciativas pastorales a todos los niveles, local, nacional y universal. Deben tener voz en los consejos pastorales de las Iglesias particulares. Deben estar presentes en las oficinas de las diócesis. Pueden ayudar en el acompañamiento espiritual de otros laicos y también aportar su contribución en la formación de seminaristas y religiosos.” (…) “Y, junto con los pastores, deben llevar el testimonio cristiano en los ambientes seculares: el mundo del trabajo, de la cultura, de la política, del arte, de la comunicación social”. Finalmente, el Papa lanza una advertencia: “los laicos clericalizados son una plaga en la Iglesia” (Discurso del 18 febrero 2023).

En el décimo aniversario de la elección del Papa Francisco, demos gracias a Dios por su persona, por su valiente ministerio y por la radical reivindicación que hace de nuestra dignidad bautismal. Los fieles laicos, verdadero Pueblo de Dios, debemos ayudarnos entre nosotros, y ayudar a nuestros pastores, a adquirir esa nueva mirada en la que verdaderamente todos nos podamos abrazar como hermanos corresponsables de un don que nos excede.

Fuente: https://www.exaudi.org/es/el-clericalismo-y-los-fieles-laicos/

Categorías: La voz del papa

Declaración sobre el Domingo Libre de Trabajo del Movimiento de Trabajadores Cristianos de Europa (MTCE) 2023

03 marzo 2023 | Por Abraham Canales

Declaración sobre el Domingo Libre de Trabajo del Movimiento de Trabajadores Cristianos de Europa (MTCE) 2023

Declaración sobre el Domingo Libre de Trabajo del Movimiento de Trabajadores Cristianos de Europa (MTCE) 2023 (pdf)

La frontera entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio se ha ido difuminando. Por término medio, el tiempo de ocio de los trabajadores ha ido perdiendo terreno. Vivimos una época de primacía del capital sobre el trabajo. “Nuestros principios se basan en la primacía de la persona sobre las cosas. La economía, la empresa y el trabajo deben estar al servicio de las personas, y no al revés (“el trabajo para la persona, no la persona para el trabajo”). Este es el sentido del principio tradicional de la primacía del trabajo sobre el capital (cfr. Juan Pablo II, Laborem exercens, nº 7 y 13).

El 3 de marzo es el Día del Domingo Libre del Trabajo. Un día para reflexionar seriamente sobre la necesidad de que el comercio esté abierto todo el fin de semana, ¡incluido el domingo! Como consumidores, ¿no hay otro día en la semana para ir de compras? Aparte de las actividades estrictamente necesarias, ¿es realmente necesario trabajar el domingo? Como sociedad, ¿deberíamos reservar un día de la semana en el que la mayoría de los ciudadanos estén libres de trabajo y se valore más el descanso, el tiempo libre, el ocio, creando más tiempo para la familia y su bienestar?

En la organización del trabajo, la duración de la jornada laboral en los países más civilizados tardó mucho tiempo en comprenderse y regularse. Durante muchos siglos se trabajó de sol a sol. Las luchas obreras de los siglos XIX y XX permitieron establecer un límite general de 8 horas al día, 5 días a la semana, en la mayoría de los sectores de trabajo de los países occidentales. Durante los años 90 del siglo XX, con la introducción de las nuevas tecnologías, se creyó que era posible reducir la jornada laboral y que los trabajadores tendrían más tiempo libre, pero esta esperanza no se hizo realidad.

Precisamente en esa época, una nueva legislación autorizó indiscriminadamente, en Portugal, el trabajo en domingo, una medida que se presentó como algo inevitable y que seguía el modelo de otros países europeos, ya que crearía más facilidades para ir de compras, aumentaría su volumen y crearía más puestos de trabajo. Estudios más recientes demuestran que esto no creó más puestos de trabajo; los supermercados se impusieron y muchos comercios tradicionales, urbanos y locales tuvieron que cerrar porque no podían soportar la competencia. Varios países europeos no han adoptado estas medidas y muy pocos comercios abren los domingos. Además, se comprobó que el volumen de compras no aumentaba con la apertura dominical, sino que simplemente la compra que se hacía en otros días y en otros comercios, se trasladaba al domingo en los supermercados.

Como movimientos de trabajadores cristianos, creemos que el trabajo dominical que no sea para el cuidado de personas (niños, jóvenes, ancianos, familias…), o infraestructuras esenciales para la vida humana, no tiene sentido. Estos sectores que no pueden dejar de trabajar el domingo deberían estar mejor regulados, supervisados y los trabajadores, mejor pagados y compensados en tiempo de descanso. “El trabajo es una dimensión esencial de la vida social, porque no es sólo una forma de ganarse el pan, sino también un medio para el crecimiento personal, para establecer relaciones sanas, expresarse, compartir dones, sentirse corresponsable del mundo y, en definitiva, vivir como pueblo” (cfr. Francisco, Fratelli tutti, n. 162).

Con la globalización de la economía y los nuevos hábitos de consumo, el mundo laboral ha ido experimentando cambios en la concepción del trabajo, lo que ha dado lugar a nuevas formas de organizar el tiempo de trabajo, amenazando y haciendo incierto el tiempo de descanso para el trabajador. En varias situaciones, como el teletrabajo, la frontera entre el tiempo de trabajo profesional y el tiempo libre está mal definida y las condiciones de trabajo y la calidad de vida del trabajador han empeorado, como consecuencia de la feroz competencia del mercado y de unas condiciones de trabajo a menudo inhumanas en determinados sectores y profesiones con nuevas configuraciones: Salarios bajos, horarios irregulares, turnos rotativos, por la noche, los fines de semana, trabajo en dos o tres lugares diferentes, trabajo continuo, sin que las empresas tengan que pagar más por ello. “Compatibilizar esta diversidad de formas de trabajo con las exigencias de un horario que permita el descanso diario, semanal y anual, y la dignidad del trabajo y del trabajador, ¡he aquí el gran desafío!”, afirma Cristina Rodrigues (socióloga de la Universidad de Coimbra).

Esta realidad atenta contra lo fundamental del ser humano, el “ser persona”, ya que con la continua adaptación a nuevos horarios y su constante desajuste, es difícil hacer coincidir los tiempos de descanso con los del cónyuge o los hijos, lo que atenta contra la armonía familiar.

La liberalización del comercio dominical interfiere en las cuestiones humanas, sociales, familiares, culturales y religiosas y es contraria al bienestar comunitario. La falta de convivencia familiar y de disponibilidad para participar en la vida social, cultural y religiosa rompe las familias y la sociedad, individualiza a las personas, impide la solidaridad, no genera bienestar, provoca enfermedades y dificulta la vida comunitaria. Una sociedad en la que las familias no se encuentran, no dialogan y apenas se “conocen”, no tiene futuro.

Todos debemos asumir nuestra responsabilidad. También corresponde a los consumidores, a cada uno de nosotros, tomar decisiones. En una sociedad en la que cada vez más personas se movilizan en torno al “Cuidado de nuestra casa común”, minimizar el consumo de cosas superfluas parece ser lo correcto. Nuestras elecciones repercuten en los responsables de las empresas: muchos espacios comerciales cierran los domingos y no por ello pierden viabilidad económica. Tenemos que pensar más en quienes tienen que trabajar los domingos y en todos los trastornos familiares y sociales que provoca el desajuste de horarios entre los miembros de una familia y sus grupos sociales y de amigos. La lucha por un domingo libre de trabajo es más que necesaria, ¡para que pueda haber vida familiar para todos! Para que las familias y todos los trabajadores puedan socializar y confraternizar y se pueda construir un mundo más justo y solidario.

Texto escrito por LOC/MTC, Portugal, 2023.

Fuente: https://www.hoac.es/2023/03/03/declaracion-sobre-el-domingo-libre-de-trabajo-del-movimiento-de-trabajadores-cristianos-de-europa-mtce-2023/

Categorías: DSI

Laicos, presencia en la sociedad

Laicos, presencia en la sociedad

El laicado es la primera vocación en la Iglesia. Todos los bautizados reciben esa vocación en su bautismo, una llamada al compromiso cristiano en medio de las circunstancias ordinarias de la vida: en el trabajo, en la familia, en las relaciones humanas, en los problemas y dificultades, en el servicio a los demás. Todos somos fieles laicos a excepción de los que, en un momento dado, reciben otra llamada del Señor para una entrega en otro camino, bien por el sacramento del orden bien por una consagración religiosa.


La vida del fiel laico tiene como objetivo conocer y dar a conocer la radical novedad cristiana que tiene su origen en el Bautismo. Los laicos contribuyen a la misión de la Iglesia por su participación activa en la liturgia, en el anuncio de la Palabra de Dios y en la catequesis. Pero también, de manera especial, haciendo presente a Cristo en las realidades ordinarias: su lugar es el mundo profesional, social, económico, cultural y político.

Laicos

Pensando en los fieles laicos, el papa Francisco invita a toda la Iglesia a un “soñar juntos” que se convierte en misión especial que impulsa a descubrir la riqueza del laicado en la vida del Pueblo de Dios: “He ahí un hermoso secreto para soñar y hacer de nuestra vida una hermosa aventura. Nadie puede pelear la vida aisladamente. (…) Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante. ¡Qué importante es soñar juntos!“.


  • Los laicos es la primera vocación en la Iglesia. La mayor parte de los bautizados viven una única vocación, la de ser laicos.
  • Son fieles laicos todos los cristianos a excepción de los miembros del orden sacerdotal y los que pertenecen al estado religioso.
  • Los fieles laicos son llamados personalmente por Dios. De él reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo.
  • Toda la existencia del fiel laico tiene como objetivo conocer la radical novedad cristiana que tiene su origen en el Bautismo
  • Los fieles laicos contribuyen a la misión de la Iglesia por la participación activa en la liturgia, en el anuncio de la Palabra de Dios y en la catequesis.
  • Su presencia en la Iglesia no puede hacer olvidar que su lugar es el mundo profesional, social, económico, cultural y político.
  • Tampoco se puede caer en la separación entre fe y vida, de modo que la acogida del Evangelio esté separada de la acción en las diversas realidades temporales y terrenas.
  • Las nuevas situaciones, eclesiales y sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos.
  • El fiel laico es corresponsable, junto con los ministros ordenados y con los religiosos y las religiosas, de la misión de la Iglesia.
  • Los fieles laicos tienen, en su vocación a la santidad, un signo luminoso del infinito amor del Padre.

Un renovado Pentecostés

El momento del laicado tiene una celebración especial en Pentecostés. El día en que se recuerda el envío del Espíritu Santo sobre los apóstoles y María que transformó la Iglesia naciente, de una pequeña comunidad cerrada por miedo a los judíos en un pueblo de Dios llamada a anunciar, celebrar y vivificar la vida del mundo. El sueño del que habla el Papa es el de un renovado Pentecostés, no es un sueño nuestro, sino el de Dios para nosotros, para la Iglesia que peregrina en España. Se trata de sueños que se refieren al interior de la Iglesia y hacia el mundo en que vivimos.

La vida de los fieles laicos no separa la fe y la vida. La acogida del Evangelio no está separada de la acción en las diversas realidades temporales y terrenas. De hecho, las nuevas situaciones, eclesiales y sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos que son corresponsables junto con los ministros ordenados y con los religiosos y las religiosas, de la misión de la Iglesia.

Cada bautizado, un agente evangelizador

Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de profundización en la vida de fe, debe vivir como un agente evangelizador. Es importante salir de un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel fuera solo receptivo de sus acciones. El pueblo de Dios en salida implica un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados. Una Iglesia en la que los laicos no son “actores de reparto” o secundarios, sino protagonistas, junto con los pastores y la vida religiosa, en la misión de anunciar el Evangelio de Jesucristo.

El papa Francisco invita también a un trabajo en sinodalidad que nos debe llevar también a vivir la comunión entre todos los que forman parte de la Iglesia: las diócesis, los movimientos y asociaciones, las parroquias, las formas diversas de consagración. El sueño de una Iglesia sinodal se traduce en una Iglesia en salida, del acompañamiento, de la fraternidad. Una Iglesia que busca crear puentes de diálogo, de encuentro con los que son y piensan diferente a nosotros, frente a una cultura del enfrentamiento, del descarte. Su alimento cotidiano lo encontramos en la eucaristía. En torno a ella se reúne y de ella se alimenta el entero Pueblo de Dios.

Proyecto de fraternidad

Los fieles laicos son invitados a trabajar en la Iglesia y con la Iglesia para ser servidores de un proyecto de fraternidad para toda la humanidad, y ser testigos de una esperanza nueva, que tiene su punto de partida en la radical dignidad de todo ser humano. De tal manera que reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo universal de hermandad que permita encontrarnos en el mismo pueblo de Dios.

Así podemos centrar nuestra atención en realidades y causas de nuestro mundo tan significativas como el anhelo de hacer efectivo el destino universal de los bienes ante tantas desigualdades y tanta exclusión; de acoger el anhelo de una vida digna de tantas personas migrantes; de la defensa de la dignidad del trabajo y del trabajo digno, tan esencial para la vida digna de personas, familias y sociedades, ante tanta precariedad y pobreza en el mundo del trabajo; de la igualdad entre hombres y mujeres frente a tantas injusticia de que son víctimas tantas mujeres; del cuidado de las personas y de la fragilidad ante tanto descuido de la vida; del anhelo de una ecología integral ante la profunda crisis ecosocial que padecemos, etc.

Fuente: https://www.conferenciaepiscopal.es/interesa/hazmemoria-2021/7-laicos-presencia-en-la-sociedad/

Categorías: Laicos

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADOPOR EL DICASTERIO PARA LOS LAICOS, LA FAMILIA Y LA VIDA


DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
 A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO
POR EL DICASTERIO PARA LOS LAICOS, LA FAMILIA Y LA VIDA

Aula del Sínodo
Sábado, 18 de febrero de 2023

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Queridos hermanos y hermanas, buenos días y bienvenidos.

Agradezco al Card. Farrell y saludo a todos ustedes, responsables de las Comisiones episcopales para el laicado, dirigentes de asociaciones y movimientos eclesiales, oficiales del Dicasterio y demás personas presentes.

Han venido desde sus países para reflexionar sobre la corresponsabilidad —corresponsabilidad— de los pastores y los fieles laicos en la Iglesia. El título del Congreso habla de la “llamada” a “caminar juntos”, situando el tema en el contexto más amplio de la sinodalidad. El camino que Dios está indicando a la Iglesia es precisamente el de vivir de manera más intensa y concreta la comunión, y caminar juntos. La invita a superar los modos de obrar autónomos o como las vías paralelas del tren, que nunca se encuentran: el clero separado de los laicos, los consagrados separados del clero y de los fieles, la fe intelectual de algunas élites separada de la fe popular, la Curia romana separada de las Iglesias particulares, los obispos separados de los sacerdotes, los jóvenes separados de los ancianos, los matrimonios y las familias poco implicadas en la vida de las comunidades, los movimientos carismáticos separados de las parroquias, por citar sólo algunos. Esta es la tentación más grave en este momento. Todavía queda mucho camino por recorrer para que la Iglesia viva como un cuerpo, como verdadero Pueblo, unido por la única fe en Cristo Salvador, animado por el mismo Espíritu santificador y orientado a la misma misión de anunciar el amor misericordioso de Dios Padre.

Este último aspecto es decisivo: un Pueblo unido en la misión. Y esta es la intuición que siempre debemos custodiar: la Iglesia es el santo Pueblo fiel de Dios, según lo que afirma Lumen Gentium en los nn. 8 y 12; no populismo ni elitismo, es el santo Pueblo fiel de Dios. Esto no se aprende teóricamente, se entiende viviéndolo. Después se explica, como se puede, pero si no se vive no se sabrá explicar. Un Pueblo unido en la misión. La sinodalidad encuentra su origen y su fin último en la misión, nace de la misión y está orientada a la misión. Pensemos en los orígenes, cuando Jesús envió a los apóstoles y ellos volvieron muy contentos, porque los demonios “huían de ellos”; fue la misión la que dio ese sentido eclesial. De hecho, compartir la misión acerca a los pastores y a los laicos, les da un propósito común, manifiesta la complementariedad de los diversos carismas y, por eso, suscita en todos el deseo de caminar juntos. Lo vemos en Jesús mismo, que desde el comienzo se rodeó de un grupo de discípulos, hombres y mujeres, y vivió con ellos su ministerio público. Pero nunca solo. Y cuando envió a los Doce a anunciar el Reino de Dios, los mandó “de dos en dos”. Lo mismo vemos en san Pablo, que siempre evangelizó junto a otros colaboradores, también laicos y parejas de esposos; nunca solo. Y así fue en los momentos de gran renovación e impulso misionero en la historia de la Iglesia. Pastores y fieles laicos juntos. No individuos aislados, sino un Pueblo que evangeliza, el santo Pueblo fiel de Dios.

Sé que también han hablado de la formación de los laicos, indispensable para vivir la corresponsabilidad. También sobre este punto quisiera señalar que la formación tiene que orientarse a la misión; no solamente a las teorías, de otro modo se cae en las ideologías. Y es terrible, es una peste; la ideología en la Iglesia es una peste. Para evitarlo, la formación debe estar orientada a la misión. No ha de ser escolástica, limitada a ideas teóricas, sino también práctica. Esta formación nace de la escucha del Kerygma, se alimenta con la Palabra de Dios y los sacramentos, nos ayuda a crecer en el discernimiento, personal y comunitario, nos involucra inmediatamente en el apostolado y en diversas formas de testimonio, a veces sencillos, que nos llevan a acercarnos a los demás. ¡El apostolado de los laicos es sobre todo testimonio! Testimonio de la propia experiencia, de la propia historia, testimonio de la oración, testimonio del servicio a quienes pasan necesidad, testimonio de la cercanía a los pobres, cercanía a las personas solas, testimonio de la acogida, sobre todo por parte de las familias. Y es de este modo que se nos forma para la misión: saliendo al encuentro de los demás. Es una formación “sobre el terreno” y, al mismo tiempo, un camino eficaz de crecimiento espiritual.

Desde el comienzo he dicho que “sueño con una Iglesia misionera” (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 27; 32). “Sueño una Iglesia misionera”. Y me viene a la mente una imagen del Apocalipsis, cuando Jesús dice: «Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien […] me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Ap 3,20). Pero hoy el drama de la Iglesia es que Jesús sigue llamando a la puerta, pero desde el interior, ¡para que lo dejemos salir! Muchas veces se termina siendo una Iglesia “prisionera”, que no deja salir al Señor, que lo tiene como “algo propio”, mientras el Señor ha venido para la misión y nos quiere misioneros..

Este horizonte nos da la clave de lectura apropiada para el tema de la corresponsabilidad de los laicos en la Iglesia. De hecho, la exigencia de valorar a los laicos no depende de ninguna novedad teológica, ni tampoco de requerimientos funcionales por la disminución de sacerdotes; mucho menos nace de reivindicaciones de categoría, para conceder una “revancha” a quienes fueron dejados de lado en el pasado. Se basa más bien en una correcta visión de la Iglesia, la Iglesia como Pueblo de Dios, del cual los laicos forman parte con pleno derecho, junto a los ministros ordenados. Los ministros ordenados no son los patrones, sino los servidores; son pastores, no patrones.

Se trata de recuperar una “eclesiología integral”, como en los primeros siglos, en la que todo estaba unificado por la pertenencia a Cristo y la comunión sobrenatural con Él y con los hermanos, superando una visión sociológica que distingue clases y rangos sociales y que, en el fondo, se basa en el “poder” asignado a cada categoría. El acento se pone en la unidad y no en la separación, en la distinción. El laico, más que como “no clérigo” o “no religioso”, se considera como bautizado, como miembro del Pueblo santo de Dios, que es el sacramento que abre todas las puertas. En el Nuevo Testamento no aparece la palabra “laico”; más bien se habla de “creyentes”, de “discípulos”, de “hermanos”, de los “santos”; términos aplicados a todos, fieles laicos y ministros ordenados, el Pueblo de Dios en camino.

En este único Pueblo de Dios, que es la Iglesia, el elemento fundamental es la pertenencia a Cristo. En los relatos conmovedores de las Actas de los mártires de los primeros siglos, encontramos con frecuencia una sencilla profesión de fe: “Soy cristiano”, decían, “y por eso no puedo hacer sacrificios a los ídolos”. Lo dice, por ejemplo, Policarpo, obispo de Esmirna; [1] lo dicen Justino y sus otros compañeros, laicos. [2] Estos mártires no dicen “soy obispo” o “soy laico” —“soy de la Acción Católica, soy de esa Congregación mariana, soy de los Focolares”—. No, dicen solamente “soy cristiano”. También hoy, en un mundo que se seculariza cada vez más, lo que verdaderamente nos distingue como Pueblo de Dios es la fe en Cristo, no el estado de vida considerado en sí mismo. Somos bautizados, cristianos, discípulos de Jesús. Todo el resto es secundario. “Pero, Padre, ¿también un cura?” “Sí, es secundario.” “¿También un obispo?” “Sí, es secundario.” “¿También un cardenal?” “Es secundario.”

Nuestra pertenencia común a Cristo nos hace a todos hermanos. El Concilio Vaticano II afirma: «Los laicos, del mismo modo que por la benevolencia divina tienen como hermano a Cristo […], también tienen por hermanos a los que, constituidos en el sagrado ministerio […], apacientan a la familia de Dios» (Const. Lumen Gentium, 32). Hermanos con Cristo y hermanos con los sacerdotes, hermanos con todos.

Y en esta visión unitaria de la Iglesia, donde somos ante todo cristianos bautizados, los laicos viven en el mundo y al mismo tiempo forman parte del Pueblo fiel de Dios. El Documento de Puebla usó una expresión feliz para decir esto: los laicos son hombres y mujeres «de Iglesia en el corazón del mundo» y hombres y mujeres «del mundo en el corazón de la Iglesia». [3] Es verdad que los laicos están llamados a vivir su misión principalmente en las realidades seculares en las que están inmersos cada día, pero eso no excluye que también tengan las capacidades, los carismas y las competencias para contribuir a la vida de la Iglesia: en la animación litúrgica, en la catequesis y en la formación, en las estructuras de gobierno, en la administración de los bienes, en la programación y puesta en marcha de los planes pastorales, etcétera. Por eso se ha de formar a los pastores, ya desde el tiempo del seminario, para una colaboración cotidiana y ordinaria con los laicos, de manera que vivir la comunión sea para ellos un modo de obrar natural, y no un hecho extraordinario y ocasional. Una de las cosas más feas que le ocurren a un pastor es olvidarse del Pueblo del que vino, la falta de memoria. Se le puede aplicar aquella palabra de la Biblia muchas veces repetida: “Acuérdate”; “acuérdate de dónde te tomaron, del rebaño del que fuiste sacado para volver a servirlo, acuérdate de tus raíces” (cf. 2 Tm, 1).

Esta corresponsabilidad vivida entre laicos y pastores permitirá superar las dicotomías, los miedos y la desconfianza mutua. Es momento de que los pastores y los laicos caminen juntos, en cada ámbito de la vida de la Iglesia, en cada lugar del mundo. Los fieles laicos no son “huéspedes” en la Iglesia; se encuentran en su propia casa, por eso están llamados a hacerse cargo de ella. Los laicos, y sobre todo las mujeres, han de ser más valorizados en sus competencias y en sus dones humanos y espirituales para la vida de las parroquias y de las diócesis. Pueden realizar el anuncio del Evangelio con su lenguaje “cotidiano”, comprometiéndose en diversas formas de predicación. Pueden colaborar con los sacerdotes para formar a los niños y a los jóvenes, para ayudar a los novios en la preparación al matrimonio y para acompañar a los esposos en la vida conyugal y familiar. Siempre que se preparen nuevas iniciativas pastorales a todo nivel —local, nacional y universal—, tienen que ser consultados. Hay que darles voz en los consejos pastorales de las Iglesias particulares. Tienen que estar presentes en las oficinas de las diócesis. Pueden ayudar en el acompañamiento espiritual de otros laicos y también ofrecer su aporte en la formación de los seminaristas y los religiosos. Una vez escuché esta pregunta: “Padre, ¿un laico puede ser director espiritual?”. ¡Es un carisma laical! Puede ser un cura, pero el carisma no es presbiteral; el acompañamiento espiritual, si el Señor te da la capacidad espiritual de hacerlo, es un carisma laical. Y, junto con los pastores, han de llevar el testimonio cristiano a los ambientes seculares: el mundo del trabajo, de la cultura, de la política, del arte, de la comunicación social.

Podríamos decir: laicos y pastores juntos en la Iglesia, laicos y pastores juntos en el mundo.

Me vienen a la mente las últimas páginas del libro del Cardenal de Lubac, Méditation sur l’Église, donde, para decir qué es lo más feo que puede suceder en la Iglesia, dice que la mundanidad espiritual, que se traduce en el clericalismo, «sería infinitamente más desastroso que cualquier mundanidad simplemente moral». Si ustedes tienen tiempo, lean estas últimas tres o cuatro páginas de Méditation sur l’Église, de de Lubac. Da a entender, también citando a otros autores, que el clericalismo es lo más feo que pueda ocurrir en la Iglesia, peor incluso que los tiempos de los Papas concubinos. El clericalismo hay que “echarlo fuera”. Un cura o un obispo que caen en esta actitud hacen mucho daño a la Iglesia. Pero es una enfermedad que se contagia; peor aún que un cura o un obispo caídos en el clericalismo son los laicos clericalizados. Por favor, son una peste en la Iglesia. Que el laico sea laico.

Queridos hermanos y hermanas, con estas pocas indicaciones quise señalar un ideal, una inspiración que puede ayudarnos en el camino. Quisiera que todos nosotros tuviéramos en el corazón y en la mente esta hermosa visión de la Iglesia: una Iglesia orientada a la misión, donde las fuerzas se unifican y caminamos juntos para evangelizar; una Iglesia donde lo que nos une es nuestro ser cristianos bautizados, nuestra pertenencia a Jesús; una Iglesia donde se vive una verdadera fraternidad entre laicos y pastores, trabajando cada día codo a codo, en todos los ámbitos de la pastoral, porque todos son bautizados.

Los exhorto a que sean promotores en sus Iglesias de todo lo que han recibido durante estos días, para continuar juntos la renovación de la Iglesia y su conversión misionera. A todos ustedes y a sus seres queridos los bendigo de corazón, y les pido por favor que recen por mí. Gracias.


[1] Cf. Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, IV, 15,1-43.

[2] Cf. Actas del martirio de los santos Justino y compañeros, cap. 1-5; PG 6, 1366-1371.

[3] III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento final, Puebla 1979, n. 786.


Copyright © Dicastero per la Comunicazione – Libreria Editrice Vaticana

Fuente: https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2023/february/documents/20230218-convegno.html

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