Archivo

Archive for diciembre 2019

Los Laicos, el Reino de Dios

Los Laicos, el Reino de Dios

Imagen Web

Laicos son los fieles cristianos, el pueblo de Dios, quienes tienen esperanza y fe en el espíritu Santo siendo testimonio de vida.

Los laicos son los  todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que están en estado religioso reconocido por la Iglesia, es decir, los fieles cristianos que, por estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y quienes están función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo.

Además, a los laicos se pertenece por propia vocación, el  buscar el reino de Dios, obrando bien. Aquellos que viven la cotidianidad, quienes tienen una vida familiar, quienes laboran, quienes tienen fe en todos los campos de la vida; quienes a pesar de las dificultades, siguen a Dios, teniendo fe y esperanza.

Ilustración Paz Estéreo

Pues bien, allí están llamados por Dios cumpliendo su palabra, quienes tienen la palabra de Cristo en sus corazones y dan testimonio. Así mismo construyen un mundo mejor, lleno de amor, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad. Son todos aquellos que tiene como propósito ayudar a los demás, ser ejemplo de vida, brillar con luz propia, llenos de amor y fe, vinculados con el espíritu santo.

Los laicos tienen su papel activo en la vida y en la acción de la Iglesia, como partícipes que son del oficio de Cristo como Sacerdote, profeta y rey. Su acción dentro de las comunidades de la Iglesia es tan necesaria que sin ella el mismo apostolado de los pastores muchas veces no puede conseguir plenamente su efecto. Pues los laicos de verdadero espíritu apostólico, a la manera de aquellos hombre y mujeres que ayudaban a Pablo en el Evangelio (Cf. Act., 18,18-26; Rom., 16,3), suplen lo que falta a sus hermanos y reaniman el espíritu tanto de los pastores como del resto del pueblo fiel (Cf. 1 Cor., 16,17-18).

Juan Pablo II ha dicho de los laicos: “El Reino de Dios, presente en el mundo sin ser del mundo, ilumina el orden de la sociedad humana, mientras que las energías de la gracia lo penetran y vivifican. Así se perciben mejor las exigencias de una sociedad digna del hombre; se corrigen las desviaciones y se corrobora el ánimo para obrar el bien. A esta labor de animación evangélica están llamados, junto con todos los hombres de buena voluntad, todos los cristianos y de manera especial los laicos”. (Cfr. Centesimus annus, número 25).

Las personas que creen en Dios ejercen en la fe, en la esperanza y en la caridad, que derrama el Espíritu Santo en los corazones de todos los miembros de la Iglesia. Más aún, el precepto de la caridad, que es el máximo mandamiento del Señor, urge a todos los cristianos a procurar la gloria de Dios por el advenimiento de su reino, y la vida eterna para todos los hombres: que conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo (Cf. Jn., 17,3).

Los fieles Cristianos trabajan dando el mensaje divino de la salvación, aceptando las dificultades y a todas las personas en cualquier parte del mundo, brindado siempre lo mejor de si, llenos de amor, fe y esperanza.

 

A continuación, los diez puntos del Decálogo (mandamientos)

  1. Un laico que ha hecho la experiencia personal de Jesús, que alimenta su vida de fe en los Sacramentos, en la Palabra y en la oración personal y comunitaria.
  2. Un laico que ama apasionadamente a la Iglesia y ser atento a los signos de los tiempos se compromete con el mejoramiento de la sociedad.
  3. Un laico consciente de su identidad laical, que vive su compromiso cristiano con espíritu misionero, siendo sal y luz en su familia, barrio, centro de trabajo o estudio.
  4. Un laico preocupado por su formación permanente, conocedor de la Doctrina Social de la Iglesia, para dar razón de su fe y colaborar en la transformación de sus ambientes.
  5. Un laico misericordioso, cercano al mundo del dolor y de los necesitados, que se muestra dispuesto al servicio, al diálogo y la reconciliación, que sabe perdonar.
  6. Un laico que vive y contagia alegría y esperanza desde su vocación evangelizadora y descubre al Resucitado en el prójimo.
  7. Un laico sensible a la realidad social, política, económica y eclesial, con espíritu profético, que anuncia el Evangelio con su palabra y con su vida, y denuncia todo lo que se opone al Reino de Dios.
  8. Un laico con sentido de pertenencia a la comunidad eclesial, dispuesto a asumir los servicios y ministerios que se le soliciten, que sabe trabajar en equipo y es generador de fraternidad y de comunión.
  9. Un laico comprometido con el cuidado de la vida humana y del medio ambiente.
  10. Un laico que con su testimonio de vida coherente contribuye a la transformación del mundo.

fuente: https://pazestereo.com/los-laicos-el-reino-de-dios/

Categorías: Laicos

Los laicos exigen renovación a la Iglesia española: “No podemos aislarnos del mundo”

Los laicos exigen renovación a la Iglesia española: “No podemos aislarnos del mundo”

  • El Instrumentum laboris para el Congreso de Laicos de 2020 en el que han participado 37.000 personas realiza una profunda autocrítica, admite ser una “minoría” social y reivindica la Doctrina Social
  • El texto reclama más protagonismo de la mujer, a la vez que condena los “graves escándalos de los abusos”, el “excesivo dogmatismo” y las comunidades “muy cerradas y poco acogedoras

“Formamos una minoría en un contexto social de increencia e indiferencia”. Es una de las reflexiones que abanderan el documento preparatorio para el Congreso de Laicos 2020 que se celebrará del 14 al 16 de febrero en Madrid. Está previsto que en el encuentro participen más de 2.000 personas que representarán a los católicos españoles de las diferentes realidades eclesiales.

El llamado Instrumentum laboris del encuentro se ha elaborado con las aportaciones de 2.485 grupos en los que han toma parte hasta 37.000 cristianos de diócesis, congregaciones y asociaciones. Una lectura del texto muestra un ejercicio de autocrítica por parte de los católicos que han ofrecido su visión sobre su entorno.

Y lejos de echar balones fuera, amén de reconocer el relativismo del mundo actual, sin caer en el pesimismo se reconocen las debilidades de la Iglesia, pero también se plantean soluciones a futuro con un tono propositivo. “La Doctrina Social de la Iglesia debe ser nuestra fuente de inspiración”, llega a plantear en un escrito en el que abundan las referencias al camino sinodal propuesto por el Papa Francisco, a su apuesta por los últimos y con constantes llamadas a la comunión.

Proceder jesuítico

El documento se estructura en 89 puntos divididos en tres partes encabezadas por tres verbos -reconocer, interpretar y elegir-, que de alguna manera siguen la estela del “ver, juzgar y actuar” jesuítico, partiendo de la observación y el análisis de la realidad y de los signos de los tiempos para proponer líneas de acción.  Conscientes de esta situación, el texto insta a los laicos a ser “minorías creativas, que sepan aprovechar las nuevas oportunidades y los nuevos espacios para anunciar a Jesucristo y el kerigma. Minorías en cuya actitud predominan las notas de la ilusión, la esperanza”.

El texto revela cómo “una pastoral de la cercanía y del cuidado de las relaciones debería ser prioritaria” para acercarse a quienes han abandonado la fe. “No podemos ceder a la tentación de aislarnos del mundo por entender que predomina en él una visión del ser humano incompatible con nuestra fe”, plantea el Instrumentum laboris que propone “reflexionar acerca de por qué nuestro mensaje no resulta atractivo para quienes están a nuestro lado”.

Los graves escándalos

“Valoramos muy positivamente que, como Iglesia, reconozcamos los pecados de algunos de sus miembros en lugar de ocultarlos y nos comprometamos a sanar las heridas por ellos provocados”, se asegura en los primeros párrafos, para más adelante denunciar la “ruptura entre fe y vida” en el seno eclesial: “Los graves escándalos de abusos (sexuales, económicos, de poder o de conciencia) influyen muy negativamente en este sentido. De este modo, nuestra identidad eclesial se diluye y pierde vigor. Estas graves crisis están generando mucha inquietud en el pueblo santo de Dios”.

El documento admite que existe “una evidente resistencia al cambio”, “un excesivo dogmatismo”, comunidades “muy cerradas y poco acogedoras”. Sobre la mujer, se denuncia que siguen “ocupando mayoritariamente espacios secundarios en la Iglesia, en clara contradicción con nuestra condición de bautizadas”. Eso sí, sobre otros colectivos eclesiales que se encuentran en situaciones de vulnerabilidad, como los divorciados o los homosexuales, no hay referencia explícita alguna.

El clamor de los pobres y la tierra

Como otra de las asignaturas pendientes se plantea el hecho de reaccionar ante el “clamor de los pobres y al clamor de la tierra”. Es más, el Instrumentum laboris llega a afirmar que “situarnos del lado de quienes sufren, aquellos que están en las periferias existenciales, no es una opción. Tampoco lo es el cuidado de nuestro Planeta como casa común y obra de Dios”.

En otro punto, se habla de “comunidades cristianas debilitadas” en las que se ve “una pérdida de la centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana y una falta de vivencia adecuada de los sacramentos y, en particular, de la Liturgia, lo que obstaculiza el encuentro con Cristo”. “Nos cuesta comprender plenamente los lenguajes litúrgicos y ello nos conduce a la superficialidad en las expresiones celebrativas de nuestra fe”, apunta el texto, que a la vez reclama “una formación más plena, auténtica y propia de la vocación laical en la que la Doctrina Social de la Iglesia ocupe un lugar central”.

Identidad laical

El Instrumentum laboris constata que “hay una mayor conciencia de nuestra identidad laical, y, en concreto, de la vocación y misión a la que estamos llamados los fieles laicos”. En este sentido, se pone en valor el mayor compromiso en su vida espiritual, comunitaria y en “la misión entre quienes más sufren”. También se aplaude la mayor “corresponsabilidad entre sacerdotes y laicos a la hora de abrazar nuestra tarea evangelizadora conjuntamente y desde nuestros roles complementarios”.

“Hemos crecido en comunión, en un triple sentido: comunión de vida (lo que somos); comunión de bienes (lo que tenemos); comunión de acción (lo que hacemos). Y también en sinodalidad”, asevera el texto, que argumenta esta afirmación desde la creación de nuevo planes pastorales “más elaborados y centrados en lo importante, y la renovación de nuestras estructuras eclesiales”.

Relación con los sacerdotes

También admite que en las respuestas con las que se ha conformado el texto “se habla de manera reiterada del excesivo clericalismo”. Así, se lamenta que todavía se conciba la relación sacerdote-laico desde “la oposición y la jerarquización” que “tiene como efecto un alto grado de paternalismo que dificulta el crecimiento espiritual de los fieles laicos y afecta negativamente a nuestro papel en la Iglesia y en el mundo”.

El Instrumentum laboris aterriza hasta el mundo de hacerse eco de la “escasa coordinación entre Parroquias de un mismo territorio y una falta de integración de los Movimientos y Asociaciones en la realidad parroquial”. También se critica la falta de “líderes cristianos de referencia que nos motiven y sean modelo concreto en la práctica de la fe”, además de la ausencia de “un mayor énfasis en el anuncio profético de las injusticias y percibimos al mismo tiempo una errónea visión de que la misión implica proselitismo”.

Cristianos comprometidos

Por el contrario, se pone en valor el hecho de que “muchos cristianos laicos estamos comprometidos en la construcción de un mundo mejor en la vida cotidiana” y se reivindica “la buena valoración que tienen las entidades eclesiales de acción socio-caritativa”. De esta manera, se presenta el fenómeno migratorio, no como un problema, sino como “una llamada a abrir nuestras comunidades y reforzar su capacidad de acogida”.

A partir de ahí, el texto elabora un perfil del laico del siglo XXI, a través de quince rasgos, entre los que destaca la necesidad de sean creativos, innovadores, “libres y valientes con capacidad de liderazgo”, así como “transformadores de la realidad, que evangelicen con el testimonio y coherencia de sus vidas, comprometidos en la política y en los medios de comunicación, conscientes de que vivimos en una sociedad mestiza a la que tenemos que dar respuesta”. De la misma manera, se pide que tengan “mucha humanidad”, o dicho de otro modo, “que se ‘descalcen’ para llegar al otro que es ‘tierra sagrada’, que sean capaces de ‘caminar con los zapatos del otro’”.

Entre las sugerencias que lanza el Instrumentum laboris para lograr una conversión eclesial, se incluye la necesidad de que el laico sea actor y no destinatario, con una mayor corresponsabilidad en las estructuras, con una “reflexión pausada y profunda sobre la participación de los laicos en los puestos directivos de las instituciones de la Iglesia que le son propios”. De la misma manera se reclama el derecho a “soñar y discernir nuevas formas de participación” a través de los ministerios laicales.

“Formamos una minoría en un contexto social de increencia e indiferencia”. Es una de las reflexiones que abanderan el documento preparatorio para el Congreso de Laicos 2020 que se celebrará del 14 al 16 de febrero en Madrid. Está previsto que en el encuentro participen más de 2.000 personas que representarán a los católicos españoles de las diferentes realidades eclesiales.

El llamado Instrumentum laboris del encuentro se ha elaborado con las aportaciones de 2.485 grupos en los que han toma parte hasta 37.000 cristianos de diócesis, congregaciones y asociaciones. Una lectura del texto muestra un ejercicio de autocrítica por parte de los católicos que han ofrecido su visión sobre su entorno.



Y lejos de echar balones fuera, amén de reconocer el relativismo del mundo actual, sin caer en el pesimismo se reconocen las debilidades de la Iglesia, pero también se plantean soluciones a futuro con un tono propositivo. “La Doctrina Social de la Iglesia debe ser nuestra fuente de inspiración”, llega a plantear en un escrito en el que abundan las referencias al camino sinodal propuesto por el Papa Francisco, a su apuesta por los últimos y con constantes llamadas a la comunión.

Proceder jesuítico

El documento se estructura en 89 puntos divididos en tres partes encabezadas por tres verbos -reconocer, interpretar y elegir-, que de alguna manera siguen la estela del “ver, juzgar y actuar” jesuítico, partiendo de la observación y el análisis de la realidad y de los signos de los tiempos para proponer líneas de acción.  Conscientes de esta situación, el texto insta a los laicos a ser “minorías creativas, que sepan aprovechar las nuevas oportunidades y los nuevos espacios para anunciar a Jesucristo y el kerigma. Minorías en cuya actitud predominan las notas de la ilusión, la esperanza”.

El texto revela cómo “una pastoral de la cercanía y del cuidado de las relaciones debería ser prioritaria” para acercarse a quienes han abandonado la fe. “No podemos ceder a la tentación de aislarnos del mundo por entender que predomina en él una visión del ser humano incompatible con nuestra fe”, plantea el Instrumentum laboris que propone “reflexionar acerca de por qué nuestro mensaje no resulta atractivo para quienes están a nuestro lado”.

Los graves escándalos

“Valoramos muy positivamente que, como Iglesia, reconozcamos los pecados de algunos de sus miembros en lugar de ocultarlos y nos comprometamos a sanar las heridas por ellos provocados”, se asegura en los primeros párrafos, para más adelante denunciar la “ruptura entre fe y vida” en el seno eclesial: “Los graves escándalos de abusos (sexuales, económicos, de poder o de conciencia) influyen muy negativamente en este sentido. De este modo, nuestra identidad eclesial se diluye y pierde vigor. Estas graves crisis están generando mucha inquietud en el pueblo santo de Dios”.

El documento admite que existe “una evidente resistencia al cambio”, “un excesivo dogmatismo”, comunidades “muy cerradas y poco acogedoras”. Sobre la mujer, se denuncia que siguen “ocupando mayoritariamente espacios secundarios en la Iglesia, en clara contradicción con nuestra condición de bautizadas”. Eso sí, sobre otros colectivos eclesiales que se encuentran en situaciones de vulnerabilidad, como los divorciados o los homosexuales, no hay referencia explícita alguna.

El clamor de los pobres y la tierra

Como otra de las asignaturas pendientes se plantea el hecho de reaccionar ante el “clamor de los pobres y al clamor de la tierra”. Es más, el Instrumentum laboris llega a afirmar que “situarnos del lado de quienes sufren, aquellos que están en las periferias existenciales, no es una opción. Tampoco lo es el cuidado de nuestro Planeta como casa común y obra de Dios”.

En otro punto, se habla de “comunidades cristianas debilitadas” en las que se ve “una pérdida de la centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana y una falta de vivencia adecuada de los sacramentos y, en particular, de la Liturgia, lo que obstaculiza el encuentro con Cristo”. “Nos cuesta comprender plenamente los lenguajes litúrgicos y ello nos conduce a la superficialidad en las expresiones celebrativas de nuestra fe”, apunta el texto, que a la vez reclama “una formación más plena, auténtica y propia de la vocación laical en la que la Doctrina Social de la Iglesia ocupe un lugar central”.

Identidad laical

El Instrumentum laboris constata que “hay una mayor conciencia de nuestra identidad laical, y, en concreto, de la vocación y misión a la que estamos llamados los fieles laicos”. En este sentido, se pone en valor el mayor compromiso en su vida espiritual, comunitaria y en “la misión entre quienes más sufren”. También se aplaude la mayor “corresponsabilidad entre sacerdotes y laicos a la hora de abrazar nuestra tarea evangelizadora conjuntamente y desde nuestros roles complementarios”.

“Hemos crecido en comunión, en un triple sentido: comunión de vida (lo que somos); comunión de bienes (lo que tenemos); comunión de acción (lo que hacemos). Y también en sinodalidad”, asevera el texto, que argumenta esta afirmación desde la creación de nuevo planes pastorales “más elaborados y centrados en lo importante, y la renovación de nuestras estructuras eclesiales”.

Relación con los sacerdotes

También admite que en las respuestas con las que se ha conformado el texto “se habla de manera reiterada del excesivo clericalismo”. Así, se lamenta que todavía se conciba la relación sacerdote-laico desde “la oposición y la jerarquización” que “tiene como efecto un alto grado de paternalismo que dificulta el crecimiento espiritual de los fieles laicos y afecta negativamente a nuestro papel en la Iglesia y en el mundo”.

El Instrumentum laboris aterriza hasta el mundo de hacerse eco de la “escasa coordinación entre Parroquias de un mismo territorio y una falta de integración de los Movimientos y Asociaciones en la realidad parroquial”. También se critica la falta de “líderes cristianos de referencia que nos motiven y sean modelo concreto en la práctica de la fe”, además de la ausencia de “un mayor énfasis en el anuncio profético de las injusticias y percibimos al mismo tiempo una errónea visión de que la misión implica proselitismo”.

Cristianos comprometidos

Por el contrario, se pone en valor el hecho de que “muchos cristianos laicos estamos comprometidos en la construcción de un mundo mejor en la vida cotidiana” y se reivindica “la buena valoración que tienen las entidades eclesiales de acción socio-caritativa”. De esta manera, se presenta el fenómeno migratorio, no como un problema, sino como “una llamada a abrir nuestras comunidades y reforzar su capacidad de acogida”.

A partir de ahí, el texto elabora un perfil del laico del siglo XXI, a través de quince rasgos, entre los que destaca la necesidad de sean creativos, innovadores, “libres y valientes con capacidad de liderazgo”, así como “transformadores de la realidad, que evangelicen con el testimonio y coherencia de sus vidas, comprometidos en la política y en los medios de comunicación, conscientes de que vivimos en una sociedad mestiza a la que tenemos que dar respuesta”. De la misma manera, se pide que tengan “mucha humanidad”, o dicho de otro modo, “que se ‘descalcen’ para llegar al otro que es ‘tierra sagrada’, que sean capaces de ‘caminar con los zapatos del otro’”.

Entre las sugerencias que lanza el Instrumentum laboris para lograr una conversión eclesial, se incluye la necesidad de que el laico sea actor y no destinatario, con una mayor corresponsabilidad en las estructuras, con una “reflexión pausada y profunda sobre la participación de los laicos en los puestos directivos de las instituciones de la Iglesia que le son propios”. De la misma manera se reclama el derecho a “soñar y discernir nuevas formas de participación” a través de los ministerios laicales.

 

Fuente: https://www.vidanuevadigital.com/2019/12/26/los-laicos-exigen-renovacion-a-la-iglesia-espanola-no-podemos-aislarnos-del-mundo/?fbclid=IwAR0yyA-CHYtpqtdIdCg1XVufEoU1i4BY3zEoEpH3YEUCrUuW8mut3uBOqjo

 

 

 

 

 

Categorías: Laicos

El reto de los laicos

Imagen relacionada

El reto de los laicos

Autor: Germán Sánchez Griese

El verdadero apostolado se presenta como un movimiento del corazón del hombre hacia el corazón de Dios, para desde ahí amar a los hombres

Aclarando términos: ¿voluntariado o apostolado?

El Concilio Vaticano II, a través del decreto Apostolicam actuositatem dio un espaldarazo definitivo al apostolado de los laicos. Fuerza y motor de varias iniciativas dentro de la Iglesia, los laicos juegan un papel definitivo para su futuro. No ha sido algo casual, sino inspiración del Espíritu Santo, la forma en que los laicos van tomando conciencia de su misión dentro de la Iglesia, actuando siempre en comunión con la jerarquía y de acuerdo con el magisterio y la tradición. Ha sido, sin lugar a dudas, un despertar provisto de grandes expectativas y no pocas dificultades. Vemos hoy un pulular de iniciativas que confluyen siempre en la edificación de la Iglesia.

Muchas de estas iniciativas, por su misma proveniencia divina, toman formas y características originales, inesperadas y en no pocos casos han causado la perplejidad de algunos. Iniciativas por la paz, por los derechos humanos, por los enfermos de AIDS, por los toxico-dependientes, por las nuevas formas de esclavitud como la prostitución o el trabajo infantil. Da gusto ver familias y jóvenes que renunciando a unas merecidas vacaciones las dedican a la evangelización de los pobres en barriadas, aldeas y puntos a los que el sacerdote difícilmente puede llegar. Movidos por la caridadb>1 , origen de todo apostolado dentro de la Iglesia, los laicos comienzan a ser ya protagonistas en primera persona del devenir de la Iglesia.

Impulsadas también por el Concilio Vaticano II, en el decreto Perfectae caritatis2 , y más concretamente a través de los documentos Vida fraterna en comunidad y Vita consecrata, las religiosas y mujeres consagradas se han dado a la tarea de impulsar a los laicos en numerosas obras de apostolado, siempre de acuerdo con el propio carisma y respetando el estado propio de los laicos, tomando en cuenta que los laicos pueden también recibir el carisma de la propia congregación, adaptándolo a su estado de vida y a sus propias posibilidades. “El Espíritu Santo no sólo confía diversos ministerios a la Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones e impulsos particulares, llamados carismas. Estos pueden asumir las más diversas formas, sea en cuanto expresiones de la absoluta libertad del Espíritu que los dona, sea como respuesta a las múltiples exigencias de la historia de la Iglesia. La descripción y clasificación que los textos neotestamentarios hacen de estos dones, es una muestra de su gran variedad: «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para la utilidad común. Porque a uno le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia por medio del mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, el don de profecía; a otro, el don de discernir los espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, finalmente, el don de interpretarlas» (1 Co 12, 7-10; cf. 1 Co 12, 4-6.28-31; Rm 12, 6-8; 1 P 4, 10-11). Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas son siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo. Incluso en nuestros días, no falta el florecimiento de diversos carismas entre los fieles laicos, hombres y mujeres. Los carismas se conceden a la persona concreta; pero pueden ser participados también por otros y, de este modo, se continúan en el tiempo como viva y preciosa herencia, que genera una particular afinidad espiritual entre las personas.”3 Las religiosas pueden por tanto hacer partícipes a los laicos del propio carisma para ayudarlos en su compromiso apostólico.

Para darse esta comunicación o participación el carisma en el apostolado, es necesario que la religiosa comprenda específicamente en qué consiste el apostolado de los laicos, puesto que pudieran caerse en varios defectos que inutilizarían esta participación del carisma. Debemos partir del presupuesto que un apostolado o actividad apostólica por parte de los laicos se concibe como resultado de un solo fin: propagar el Reino de Cristo en toda la tierra. “La Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por su medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo. Toda la actividad del Cuerpo Místico, dirigida a este fin, se llama apostolado, que ejerce la Iglesia por todos sus miembros y de diversas maneras; porque la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Como en la complexión de un cuerpo vivo ningún miembro se comporta de una forma meramente pasiva, sino que participa también en la actividad y en la vida del cuerpo, así en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, “todo el cuerpo crece según la operación propia, de cada uno de sus miembros” (Ef., 4,16).”4

 

Esta extensión del Reino de Cristo empeña distintos medios y se materializa en distintas formas. El Reino de Cristo 5 al materializarse ya en este mundo requiere de hombres y mujeres que dediquen sus fuerzas para que las realidades temporales queden también impregnadas del reino de Cristo: “Por tanto, la misión de la Iglesia no es sólo anunciar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico.” 6

Apostolado es por tanto toda acción que tienda a hacer que llegue el Reino de Cristo, de forma que todas las actividades temporales estén vivificadas por el evangelio. Las realidades temporales abarcan una gama inmensa y por lo tanto las actividades para impregnar de espíritu evangélico dichas realidades, son bastísimas. En esta variedad, entra sin duda alguna la ayuda de la mujer consagrada, quien con su carisma específico puede aportar una metodología, una visión del mundo, una espiritualidad y unos instrumentos específicos para iluminar el apostolado de los laicos. Un laico guiado de la mano del carisma puede hacer maravillas. Metido en el mundo, conoce y tiene acceso a medios y personas a las que la religiosa no podría, no sabría o incluso no convendría que llegara.

Pero, ante la diversidad de actividades que pueden darse para lograr este advenimiento del Reino de Cristo, puede suceder que el esfuerzo sólo quede a medio camino, es decir, que el laico se quede solamente en el saneamiento de las realidades temporales, sin pasar a la evangelización de las mismas. Pensemos por ejemplo en el mundo de la prostitución. Es ésta sin duda alguna, una realidad en contra del mensaje evangélico. Una realidad que hay que combatir y que hay que evangelizar. Quien se queda únicamente en el combate, de forma que desaparezca este tipo de esclavitud y de corrupción, hace el bien, pero puede que se quede meramente en este aspecto humano. Combatir la prostitución es una obligación de la sociedad civil. Pero evangelizar a quienes han caído en la prostitución, o en aquellos que la promueven o la usufructúan forma ya parte de un apostolado.

En los últimos años, por una lectura incompleta o parcial del Concilio Vaticano II, se ha querido reducir la labor de la Iglesia en ciertos sectores a una labor meramente social. Parte de este problema se ha dado por no entender lo que el Concilio Vaticano II deseaba y en parte también por desdeñar la eficacia del evangelio en la solución integral a los problemas del hombre. Se ha hecho una división neta entre bienestar humano y espiritualidad, siendo que ambas realidades son únicas y complementarias.

Benedicto XVI lo ha hecho notar al clarificar la diferencia entre la caridad en la Iglesia y la mera acción social. “Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una « formación del corazón »: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).” 7

Apostolado no es voluntariado, en dónde la acción viene centra únicamente en el hombre. Quien hace voluntariado realiza el bien, pero sólo a nivel humano, es una acción que beneficia a los individuos, a la sociedad. Beneficia a quien la realiza pues su conciencia queda tranquila y contenta. Beneficia a quien recibe la acción, pues logra un mayor bienestar en cualquier nivel. Beneficia a la sociedad por el bien material que se realiza con aquella obra, aliviando alguna necesidad específica. Pero no se hace apostolado. El apostolado parte del hombre, llega a Dios y vuelve a los hombres. Porque el apostolado es un acto de amor que sale del corazón de un hombre y se dirige, en primer lugar a Dios, para luego llegar a los hombres. Se hace el bien, no a los hombres, sino a Dios que se encarna en las necesidades de los hombres. Y la necesidad primordial de un hombre es la de ser evangelizado, es decir, la de ser llevado al encuentro con Cristo, conocer el evangelio y salvar su vida.

No cabe duda que a través de la acción social, del voluntariado se puede encontrar a Dios. “La doctrina de la Iglesia, en efecto, pone de relieve siempre con mayor evidencia los lazos profundos existentes entre las exigencias evangélicas de su misión y el empeño generalizado de los pueblos en favor de la promoción de la persona y de una sociedad digna del hombre. “Evangelizar”, para la Iglesia, es llevar la Buena Nueva a todos los estratos de la humanidad y, gracias a su influjo, transformar desde dentro a la humanidad misma: criterios de juicio, valores determinantes, modos de vida, abriéndolos a una visión integral del hombre.” 8 Pero es necesario discernir para no quedarse simplemente en una labor de voluntariado, sino ejercer un verdadero apostolado, de forma que las almas puedan encontrar a Dios. Ya sea las almas que hacen el apostolado y las almas que se benefician del apostolado.

Enseñar a hacer apostolado o formar apóstoles.

En algunos lugares de Occidente, como en Italia, asistimos a un florecimiento de iniciativas de voluntariado tremendo. Las ganas de trabajar y de hacer algo por los demás, especialmente por los más necesitados ha suscitado en todos, especialmente en los jóvenes, iniciativas de diverso género. Pero existe una diferencia fundamental entre voluntariado y apostolado. En el voluntariado, el joven o el adulto se compromete en una acción buena, de ayuda al prójimo, pero que parte del hombre para llegar al hombre mismo. No es, si lo podemos llamar de este modo trascendental, es decir no inicia más allá del hombre, no llega más allá del hombre y utiliza medios humanos.

Ha sido éste quizás uno de los errores que con más frecuencia han cometido los agentes de la pastoral de la caridad. Se han quedado quizás en el hombre, pero no han pasado a la humanidad del hombre, es decir a su parte espiritual, que forma parte integrante de la humanidad del hombre. “Por lo que se refiere al servicio que se ofrece a los que sufren, es preciso que sean competentes profesionalmente: quienes prestan ayuda han de ser formados de manera que sepan hacer lo más apropiado y de la manera más adecuada, asumiendo el compromiso de que se continúe después las atenciones necesarias. Un primer requisito fundamental es la competencia profesional, pero por sí sola no basta. En efecto, se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial. Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una « formación del corazón »: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).” 9 El verdadero apostolado se presenta como un movimiento del corazón del hombre hacia el corazón de Dios, para desde ahí amar a los hombres.

No se trata por tanto de enseñar a hacer apostolado. Si bien es cierto que las necesidades son muchas y que siempre urgirá la posibilidad de hacer el bien, la obra de apostolado no se reduce a una acción. Podemos afirmar que el apostolado es el reflejo, la manifestación concreta de toda una experiencia espiritual, suscitada por Dios en la persona y de la que se desprende, de una forma casi natural y obligada, diversas manifestaciones concretas, entre las que sobresalen las obras de apostolado. Se trata por tanto no de hacer apostolado, sino de ser apóstoles.

Y este ser apóstoles, es producto de la experiencia del espíritu que para las religiosas se traduce en el propio carisma: “El carisma mismo de los Fundadores se revela como una experiencia del Espíritu (Evangelica testificatio, 11), transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne.” 5 La posibilidad de que la vida consagrada pueda vivir de esta manera el amor y el ejercicio de la caridad se debe, nuevamente, a su origen carismática. La realidad para el fundador no es otra cosa que la necesidad apremiante en la Iglesia, que Dios le ha hecho ver. Vemos aquí también como la vida consagrada cumple con lo que la carta encíclica establece sobre la caridad: “la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros visitados, etc.” (DCE, 31 a).

Habiendo hecho la experiencia del Espíritu y habiendo comprendido el evangelio o el misterio de Dios desde esa experiencia del Espíritu, el fundador experimenta que es Cristo quien sufre de una manera muy especial en la necesidad apremiante. Este aspecto es característico de los fundadores y pieza fundamental para entender el carisma. No se trata de dar una solución humana a la necesidad apremiante. Esto podría hacerlo cualquier persona desde diversos puntos de vista. Se trata más bien de salir al encuentro del Cristo que sufre en la necesidad apremiante. Surge así una transformación de dicha necesidad apremiante. Sigue siendo una necesidad real, encarnada en hombres, mujeres, niños o adolescentes. Pero la transformación que opera la experiencia del Espíritu en esa necesidad apremiante, permite que el fundador penetre espiritualmente dicha necesidad, dicha realidad, y vea a Cristo en esa misma necesidad apremiante de la Iglesia.

Este proceso de ver a Cristo en los hombres tiene su raíz en la necesidad apremiante. Ahí el fundador se siente interpelado por Dios para dar una solución, una respuesta a dicha necesidad que experimenta la Iglesia. La primera transformación a la que da origen la experiencia del Espíritu es la capacidad de ver dicha necesidad apremiante bajo un prisma sobrenatural. El fundador no es sólo un filántropo que busca hacer el bien a la humanidad, poniendo remedio a una necesidad específica en un tiempo determinado. El fundador, bajo la inspiración de Dios, ve en la necesidad específica a una parte de la Iglesia que necesita ayuda. Logra ver en cada persona una parte del Cristo que sufre en esta tierra. A partir de la experiencia personal espiritual lee el evangelio y entiende el misterio de Dios desde un prisma específico. Las órdenes hospitalarias, por ejemplo, captarán el Cristo que busca ser acogido en la figura del samaritano, o se identificarán en la parábola de Dios cuando el Señor reconoce a los que le hicieron el bien entre los “más pequeños”. Y así, cada uno de los fundadores verá que es a Cristo, a través de la necesidad apremiante, a quien se ayuda, a quien se le hace el bien, a quien se quiere servir11 .

Esta relación personal con Cristo, que se verifica a través de la necesidad apremiante, en una realidad concreta, permite al fundador establecer una escuela de apostolado muy específica en la que sus métodos, sus directivas, sus indicaciones no deberán ser consideradas como emanadas de su inventiva o genio humano, sino que serán producto de la experiencia espiritual personal, y de la comprensión específica del evangelio o del misterio de Dios. De esta manera, el fundador logra abstraerse de la dimensión del tiempo y del lugar en la que ha nacido la necesidad apremiante, para pasar a la dimensión sobrenatural de dicha necesidad apremiante, dando origen a la misión del Instituto religioso o Congregación12 . Las personas con sus necesidades humanas o espirituales pasan a ser partes del Cristo que sufre, ya sea en el cuerpo o en el alma, a lo largo del tiempo y en diversas circunstancias. El fundador comienza así a desarrollar una nueva faceta del carisma: su relación con Cristo.

La fuerza, el motor, el detonante que permite ver en la necesidad apremiante al Cristo que sufre, no es otra que el amor a Dios13 . Si el fundador no hubiera desarrollado este amor a Dios, bajo el prisma específico de su experiencia espiritual personal, no podría haber desarrollado un apostolado específico. Su trabajo se hubiera quedado circunscrito a un paliativo humano para ese tiempo y esa circunstancia específica de la necesidad apremiante de la Iglesia. El amor a Cristo en esa realidad apremiante y con las características propias de la experiencia espiritual personal, permitirá al fundador y a sus seguidores, encontrar siempre a un Cristo que sufre en la forma específica en que lo contempló el fundador, a pesar de lo que puedan cambiar las circunstancias de tiempo y lugares.

Este Cristo que ha encontrado el fundador es el que se presenta bajo diversas circunstancias de tiempos y lugares, escondido en la necesidad apremiante. La necesidad apremiante podrá cambiar de fachada, pero en su esencia siempre será la expresión de una necesidad específica del Cristo que sufre. La labor del discípulo del fundador consistirá en reconocer en las nuevas circunstancias de tiempos y lugares, al mismo Cristo que sufre y que experimentó el fundador. Para guiarse en esta labor, podrá servirse de la experiencia espiritual personal del fundador, aplicada a las circunstancias actuales en las que se debe desarrollar la misión del Instituto. El trabajo espiritual que debe guiar al discípulo del fundador es el de leer en la actualidad las notas esenciales del mismo Cristo sufriente que experimentó el fundador. Podemos afirmar que este Cristo se presenta con un nuevo rostro, pero que en su esencia, no cambia.

Toda esta experiencia del Espíritu que debe realizar la religiosa, puede y debe encauzarse en la formación de apóstoles laicos y no sólo en la enseñanza de hacer apostolado. La religiosa no es una organizadora de eventos sociales o caritativos, sino que, en fuerza de su carisma, es la transmisora de una experiencia del Espíritu que logra formar verdaderos hombre y mujeres, adultos y laicos, que sepan leer los signos de los tiempos y vean en las necesidades más apremiantes de la Iglesia local, la posibilidad de aplicar lo que han experimentado en el espíritu.

Para formar estos apóstoles, la religiosa deberá cultivar en los laicos un celo ardiente por la salvación de las almas, alimentado incesantemente en el trato íntimo y personal con Cristo, de forma que los laicos puedan preguntarse en su interior lo que harán por Cristo y las almas. No se trata de una labor de convicción para que los laicos ayuden en un determinado apostolado o ayuden a la religiosa en una determinada acción. Se trata de llevar al laico para que se ponga delante de Jesucristo y pueda formularse en el interior de su alma la pregunta sobre la que hará por Cristo y por sus hermanos. Si la religiosa no logra que el laico se formule esta pregunta y la responda de cara a Cristo, no estará formando al verdadero apóstol y se deberá contentar tan sólo con el triste y muy humano espectáculo de ver en torno a ella un grupo de almas buenas, piadosas, que realizan obras buenas y piadosas, pero no un grupo de verdaderos apóstoles que trabajan por Cristo al estilo del carisma propio.

Los apóstoles se forman mediante la oración, de forma que en el trato íntimo con Jesucristo el laico pueda preguntarse cuál es el compromiso que el mismo Cristo le pide. Es una oración que viene muchas veces ilustrada con la predicación de parte de la religiosa, de forma que ilustre al laico sobre las necesidades más apremiantes de la Iglesia. No deberá presentar las urgencias de la congregación, sino las necesidades de la Iglesia, es decir, hacerle ver al laico que es la Iglesia que sufre o que tiene necesidad en las urgencias específicas de la congregación. De esta forma, la ayuda a los pobres, la evangelización de los niños o adolescentes, la construcción de una escuela o la ayuda económica a una nueva comunidad de vida consagrada que surge en un país de misión, son vistas como necesidades de la Iglesia y no sólo como necesidades de la congregación. El laico debe saber llevar a la oración, guiada por la religiosa, dichas necesidades, de forma que las vea cómo parte del Cristo que sufre en la actualidad. La respuesta del laico debe surgir primero en la oración, no como una respuesta material, sino como una respuesta de amor al amor de Cristo que está sufriendo en dichas necesidades. Se entrevé en todo este discurso la necesidad de guiar en la oración a los laicos para que puedan llegar a establecer esta forma de diálogo con Cristo de forma que surja en ellos el compromiso de ser apóstoles, no de hacer apostolado.

Si el laico no siente que su corazón se hace pedazos al contemplar la necesidad de los hombres, podemos decir que no se habrá formado aún al apóstol. El compromiso del verdadero apóstol nace cuando ve su vida irremediablemente comprometida, en su estado laical, en la construcción de la Iglesia, a través del carisma, es decir, a través de la experiencia del Espíritu que le presenta la religiosa.

Con una metodología propia del tercer milenio.

Hoy en día los laicos pueden resultar más eficaces que las religiosas en muchos campos. La profesionalidad en sus actividades les ha hecho desarrollar habilidades insospechadas, pero que pueden fácilmente aplicar al apostolado. Es una cuestión de inteligencia de la caridad.

El ser apóstol en forma eficaz, en forma profesional, como el laico se desempeña en su vida ordinaria, no está reñida con el ejercicio de la caridad cristiana, al contrario, la eficiencia puede ser el signo de una exquisita forma de ejecutar el apostolado. Formar el corazón del apóstol significa también, buscar lo mejor para el amor, no tener miedo a escoger los medios más eficaces para llevar a cabo el apostolado que mejor responde a la experiencia del Espíritu. En consecuencia, lo mejor para el apostolado podría ser la acción más eficiente en el tiempo y con profundidad. No tener miedo de ponderar las obras que se deben poner en pie, que mejor expresen el amor a Dios y al prójimo, a través de la experiencia del Espíritu. Pero siempre convendrá, en igualdad de circunstancias irse formando en el criterio de eficiencia, que es escoger aquella obra que puede ofrecer mejores frutos para el amor. Muchos de los apostolados, bajo este tamiz de la eficiencia no responderían plenamente a la experiencia del Espíritu y convendría cerrarlos o transformarlos verdaderamente en apostolados que expresaran mejor el carisma. “Existe la tentación de querer hacerlo todo. Existe la tentación de abandonar obras estables, genuina expresión del carisma del instituto, por otras que parecen más eficaces inmediatamente frente a las necesidades sociales, pero que dicen menos con la identidad del instituto.” 14

Es necesario aprender a diferenciar entre la eficacia, que se reduce a hacer bien las cosas y la eficiencia, que es hacer bien las cosas que convienen hacer. Esta conveniencia dependerá lógicamente de muchas circunstancias, pero quien es apóstol debe convencerse, especialmente en algunas regiones del planeta que los tiempos no están para hacer y llevar a cabo cualquier obra. Deberá poner en pie aquel apostolado que le lleve a hacer más por el amor en menos tiempo. Ello nos lleva a ponderar la importancia del tiempo en el ejercicio de la caridad. Siendo el tiempo un don que Dios da para realizar el amor, como uno de los talentos de la parábola, es conveniente aprender el arte de utilizar el tiempo para hacer más y mejor en menos tiempo, lo cual comporta una adecuada programación, auspiciada por la encíclica Deus caritas est.

Al ver los campos en los que el hombre se afana por conseguir un bien material o un placer efímero y constatar como ese afán lo lleva a sofisticaciones y preparaciones minuciosas en la administración y programación del tiempo, resulta paradójico que, quienes deberían dar lo mejor al amor, se contentan con darle las migajas del tiempo. Migajas, no porque sea poco el tiempo que dedican a las actividades caritativas, sino porque no lo saben utilizar con inteligencia. ¿Por qué hacer en una semana lo que podría hacerse en pocas horas? Aprender a programar el tiempo para ser apóstol es una forma de ejercer la caridad. Podríamos llamarla también, la inteligencia de la caridad.

De esta forma una de las labores más importantes en la transmisión del carisma aplicado al apostolado es la formación del apóstol, no sólo de la formación del corazón del apóstol, sino de la formación de la manera de hacer apostolado.

Debe darse en primer lugar la formación de unas virtudes características, las mismas virtudes que el Fundador aplicó al llevar a cabo las primeras obras de apostolado. Sin el ejercicio de dichas virtudes se corre el riesgo que el apóstol termine por ser un mercenario que trabajo sólo bajo paga o sólo por complacer a la religiosa. Bien sabemos que los tiempos que corren son duros y que están hechos para personas que sepan llevar el peso de las dificultades. Por ello, además de las virtudes específicas de cada carisma, la religiosa deberá buscar formar a los apóstoles en la virtud de tenacidad, consciente de que uno de los males que más daña a los apóstoles es la debilidad de la voluntad, la sensualidad, el sentimentalismo y la inconstancia en el trabajo de la santificación y en la actividad apostólica. Hay que ayudarle a los laicos a reflexionar con seriedad y profundidad en la obra en la que se quieren empeñar de forman que perseveren en sus empresas hasta culminarlas del todo, esforzándose por evitar las derrotas en los campos espiritual, intelectual y apostólico. Como base de esta tenacidad y constancia, la religiosa deberá ayudar a los laicos a formar una voluntad firme y bien disciplinada, fundada sólidamente en las virtudes teologales y en el dominio de los propios sentimientos, emociones e impresiones. Da pena contemplar a tantas obras de apostolado que han quedado incompletas por falta de una voluntad perseverante de quien la debía llevar a cabo.

Otro aspecto en el que la religiosa debe formar al apóstol será en el orden y la eficacia, enseñándoles el arte de la programación, en forma tal que el apostolado no se lleve a cabo a base de golpes de buena suerte, sino con un programa previamente trazado de acuerdo a un plan concreto, una guía y un calendario. ES enseñarles el arte de la eficacia, de la realización completa, de ganar tiempo al tiempo, de hacer más en menos tiempo. Es enseñar a los laicos la parábola de los talentos, de forma que sus posibilidades de hacer el bien vayan consumiéndose día a día, de manera infructuosa, por la improvisación, la pereza, el adocenamiento y el desorden. El apostolado no es un sentimiento, sino un arte.

La religiosa debe ayudar al laico a considerar que la vida es una y sólo se vive una vez, enseñándole a adquirir un espíritu esforzado, de laboriosidad, de conquista y de perseverancia, enraizado en un apasionado amor a Jesucristo y en un ardiente celo por las almas, de la misma manera que el fundador consumó su vida. Los laicos están llamados también a reproducir en sí mismos la misma creatividad, la misma santidad y la misma audacia que los fundadores15 . Esta audacia y creatividad debe llevarles a extirpar toda forma de pereza espiritual, intelectual, apostólica y física, que acabe con las cobardías, la falsa prudencia y la comodidad, que les anime a estar permanentemente en actitud de servicio, desechando toda amargura, insatisfacción o lamentación estéril, y les haga desear el desgastarse por Cristo y por su Reino.

La religiosa debe animar y motivar constantemente a los seglares para hacerles ver la grandeza de la misión, del apostolado, de forma que los laicos vayan plasmando en sí mismos al hombre líder cristiano, guía de sus hermanos, eficaz en su labor, atento a las oportunidades, magnánimo de corazón, luchador infatigable, realista en sus objetivos, tenaz ante las dificultades, sobrenatural en sus aspiraciones. Debe ayudarlos a desterrar en el apostolado cuanto tenga que ver con la irresponsabilidad, el egoísmo, la pusilanimidad, la pereza, la cobardía, la timidez y el desaliento.

Por último, si la religiosa quiere en verdad inculcar todas estas virtudes en la formación de los apóstoles, se dará cuenta que debe transformarse en una verdadera formadora de apóstoles, a ejemplo de su fundador. Por ello deberá aprender a hacer, entregándose totalmente a su misión de transmisora del carisma y formadora de apóstoles, en forma organizada y eficiente. Deberá también aprender a hacer hacer, logrando corresponsabilizar a los laicos, cultivando su celo apostólico, su amor por Dios, la Iglesia y las almas y propiciando la participación activa de ellos en los diversos apostolados. Por último, como San Juan Bautista, aprenderá a dejar hacer, no poniendo obstáculos, fomentando y estimulando la iniciativa y la acción de los laicos, sin abdicar a su propia responsabilidad de formadora de apóstoles, ni pretender realizar todo por sí misma.

 

 

Citas Bibliográficas

1 “El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones: desde la comunidad local a la Iglesia particular, hasta abarcar a la Iglesia universal en su totalidad. También la Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor.” Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, 25.12.2005,n.20

2 “ “Promuevan los Institutos entre sus miembros un conocimiento adecuado de las condiciones de los hombres y de los tiempos y de las necesidades de la Iglesia, de suerte que, juzgando prudentemente a la luz de la fe las circunstancias del mundo de hoy y abrasados de celo apostólico, puedan prestar a los hombres una ayuda más eficaz.” Concilio Vaticano II, Decreto Perfectae caritatis, 28.10.1965, n.2d.

3 “Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Chrsitifedelis laici,30.12.1988, n. 24

4 “Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem, 18.11.1965, n. 2.

5 “Para una mayor profundización en este tema, recomendamos la lectura del libro del Papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, Gesù di Nazareth, Ed. Rizzoli, 2007.

6 “Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem, 18.11.1965, n. 5.

7 “Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, 25.12.2005, n.31ª.

8 “Sagrada congregación para los religiosos e institutos seculares, Religiosos y promoción humana, 25 -28.4.1978, introducción.

9“Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est, 25.12.2005, n. 31ª.

10 “Sagrada Congregación para los religiosos e institutos seculares, Mutuae relationes, 14.5.1978, n. 11.

11 “Antonio Maria Siccari lo expresa de la siguiente manera. “La misma herencia espiritual viene muy seguido recordada y transmitida a través de símbolos e imágenes: aquella luz particular irradiado por el Espíritu sobre el misterio de Cristo, y su consecuente “ardor del corazón” en el Fundador carismático, se transmiten también por medio de ciertos textos evangélicos más insistentemente citados y nombrado, así como por ciertas devociones particularmente celebradas. Antonio Maria Siccari, Gli antichi carismi nella Chiesa, Editoriale Jaca Book, Milano, 2002, p.31.

12 “ “Vuestra misión específica está armoniosamente concertada con la misión de los Apóstoles, que el Señor envió por todo el mundo para enseñar a todas las gentes, y está unida también a esta misión del orden jerárquico. En el apostolado que desarrollan las personas consagradas, su amor esponsal por Cristo se convierte de modo casi orgánico en amor por la Iglesia como Cuerpo de Cristo, por la Iglesia como Pueblo de Dios, por la Iglesia que es a la vez Esposa y Madre. Es difícil describir, más aún enumerar, de qué modos tan diversos las personas consagradas realizan, a través del apostolado, su amor a la Iglesia. Este amor ha nacido siempre de aquel don particular de vuestros Fundadores, que recibido de Dios y aprobado por la Iglesia, ha llegado a ser un carisma para toda la comunidad. Ese don corresponde a las diversas necesidades de la Iglesia y del mundo en cada momento de la historia, y a su vez se prolonga y consolida en la vida de las comunidades religiosas como uno de los elementos duraderos de la vida y del apostolado de la Iglesia.” Juan Pablo II, Exhortación apostólica Redemptionis donum, 25.3.1984, n. 15.

13 “Para justificar lo dicho hasta ahora, nos conviene traer a colación lo dicho por la encíclica que estamos revisando, en el número 18, sobre la posibilidad que tiene el hombre de amar a Dios en el prójimo: “De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas.” Un amor que se basa siempre en la experiencia con Dios: “Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás.” (DCE, 18).

14“ Sagrada congregación para los religiosos e institutos seculares, Elementos esenciales de la vida religiosa, 31.5.1983 n. 27

15 “ “Se invita pues a los Institutos a reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy.” Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata, 25.3.1996, n. 37

 

Fuente: https://mercaba.org/ARTICULOS/E/El_reto_de_los_laicos.htm

 

Categorías: Laicos

LOS LAICOS ¿LOS TOMAMOS EN SERIO?

Resultado de imagen para construir el reino de dios en el mundo


LOS LAICOS ¿LOS TOMAMOS EN SERIO?

 Franklin Ibáñez

CVX-Magis – Perú

Creo que los laicos debemos comenzar por tomarnos en serio a nosotros mismos como Dios lo hace.  Escribo enamorado de la vocación que el Señor me regaló y que, por el hecho de ser un don de Dios, merece ser puesto al servicio del Reino.  Quiero ser crítico pero especialmente agradecido de la Iglesia que tanto amo, aunque a veces no comprendo.  La Iglesia refleja lo que sus miembros somos y queremos ser.  Sueño con una verdadera Iglesia de comunión que sea testimonio fiel del amor de Dios por la humanidad entera.

Esa tarea no podrá alcanzarse si las relaciones dentro de la Iglesia son asimétricas, con los criterios del mundo y no con los de Dios.  Por eso, es importante revalorar el laicado, especialmente en estos tiempos en que la mayoría de identidades está en crisis y busca afirmarse de cualquier forma.  Escribo también para animar a otros laicos y laicas a que discernamos juntos qué es aquello que Dios espera de nosotros.

Voy a dividir el artículo en dos partes.  La primera se ocupa de reflexionar qué significó y puede significar la palabra laico y el modo de vida que connota.  En la segunda parte realizo una invitación para que la Iglesia entera, incluidos nosotros mismos, nos tome más en serio.

  1. ¿Quiénes somos los laicos?

Confieso que no he encontrado muchos escritos de laicos hablando sobre su ser laical, sobre lo que significa ser laico.  Hasta ahora, la mayoría de veces, esperamos que la jerarquía nos diga lo que somos y lo que debemos hacer.  Actualmente las identidades en la Iglesia atraviesan muchas dificultades.  Entonces, al poner en tela de juicio lo que es un laico, estamos también poniendo en tela de juicio el resto de roles en la Iglesia.

Normalmente entendemos por laico al fiel cristiano bautizado, no sacerdote ni religioso, que tiene familia o no y vive como un ciudadano normal ocupado en la política, la economía, la cultura, etc.   En pocas palabras, hombres y mujeres de familia y ciudadanos.  Esta definición es demasiado sencilla y será problematizada más adelante.  Ahora examinemos el ser de los laicos según la Biblia, la historia de la Iglesia y el momento actual.

v      En la Biblia

Quiero empezar con una clave que nos dejó José Luis Caravias: aunque no me crean, si me hubieran pedido escribir sobre las raíces bíblicas de la identidad religiosa, me hubiera sido más difícil que escribir sobre las raíces bíblicas de la identidad laical. ¿Por qué?  Está claro  ¿No es obvio que la mayoría de personajes en la historia de la salvación, en la revelación, han sido laicos como se muestra en la Biblia?[1]  Esta clave de lectura bíblica puede ser muy fuerte y generar rechazos automáticos; pero si la tomamos en serio, puede aportarnos muchas luces sobre las identidades en la Iglesia.  Espero que esta parte demuestre que Dios siempre toma en serio a los laicos.

Los patriarcas fueron laicos en todo el sentido de la palabra.  La historia de Israel, el pueblo elegido para la salvación, comenzó con la invitación de Dios a un matrimonio: Abraham y Sara, una pareja, una familia, una comunidad[2]!  Dios se revela a una familia y usando el lenguaje familiar.  Su primera promesa a la humanidad es aquello que toda familia desea: descendencia y trabajo.  En el AT, el símbolo de la bendición son los hijos.  Por eso, Dios les promete gran descendencia, pese a lo avanzado de su edad.  En esta primera Alianza, la pareja  tiene también una parte que cumplir: debe confiar en Dios.  No basta adoptar un hijo (Gen 15) ni obtenerlo por medio de la esclava (Gen 16).  Estos medios eran legales en ese contexto cultural; sin embargo, la promesa de Dios se cumplirá en ellos y Dios no requiere que le den ese tipo de ayudas sino sólo que confíen en él.  El amor se revela en la descendencia prometida.  Lo mismo se les promete a Isaac y luego a Jacob, Israel.

Siglos más tarde, un personaje tan importante como Moisés está mucho más cerca de la definición actual de laico que de sacerdote.  Moisés era pastor de su suegro cuando Dios lo llamó.  Lo mismo su sucesor Josué.  Ambos libertadores de Israel eran hombres de familia ocupados a los asuntos de su tiempo.  Luego viene el periodo de los jueces, instrumentos de la justicia de Dios y no jueces en tribunales como pensaríamos nosotros.  Débora, Gedeón, Jefte y Sansón (los jueces más célebres) no tenían las características de los sacerdotes de aquel tiempo ni de la actualidad.  Resaltemos el caso de Débora: casada, profeta y juez (Jue 4 y 5)[3].  Cuando todos los varones se habían rendido, es ella la que inspira valor y confianza al pueblo entero.  Por eso se dijo que la victoria correspondió a mano de mujer (Jue 4,8-9).

Luego viene la época de los profetas.  Como se ve en el AT,  a pesar de que Israel tiene sus reyes y sus sacerdotes, son los profetas los que hablan por Dios y transmiten su mensaje al pueblo.  Ellos marcan un hito en la concepción religiosa de Israel.  Ellos no hablan tanto de cultos y rituales en que Israel no fallaba (y en los que a veces nosotros nos concentramos más) sino de una práctica de vida que es el verdadero culto que agrada a Dios.  No se trata de ofrecer palomas, ayunar, purificarse como de ser solidario con el pobre, atender a la viuda y al huérfano.  Los textos son abundantes.  En Amos Dios quiere la justicia (5,24) y defiende a los oprimidos (8,4-6).  Lo mismo en Isaías (1,23) pero resaltando además la denuncia de la religiosidad vacía (1,11-15; 29,13).  Jer 7: el templo y los sacrificios no sirven si las obras no agradan al Señor.

Cabe resaltar la pugna que se establece entre los sacerdotes y los profetas.  Los textos más anticlericales, si entendemos lo clerical como lo referido al culto y a la profesionalidad de la religión, son de los profetas.  Denuncian el vacío del culto y el sacerdocio con expresiones muy duras.   Los sacerdotes aparecen en sus textos como vigilantes celosos de la ley, moralistas, hombres de los ritos.  Muchas veces se aprovechan de su situación para vivir cómodamente (Miq 3,11); muchas veces se mercantilizaba su función y se olvidaban de la santidad en la solidaridad con los pobres (Sof 3,4 Ez 22,26).  Los pecados sociales no son denunciados por ellos (Jer 5,20-31).  Malaquías tiene palabras durísimas para los sacerdotes (Mal 2).  Muchas de las críticas también van a los profetas y jefes, pero está claro que el grupo crítico y autocrítico era el de los profetas.  No son hombres ungidos ni de la tribu sacerdotal (levita), sino más cercanos a lo que hoy conocemos como laicos[4].

Otros personajes del AT son los sabios, presentes en los libros sapienciales.  Todos ellos son laicos.  Citemos algunos ejemplos.  Ruth es una mujer moabita (pagana por no ser judía) que, tras haber enviudado joven de un israelita, se vuelve a casar con un descendiente de David y será pariente de Jesús.  Judith es la mujer que, ante la cobardía de los hombres, se resiste al enemigo.  En el Cantar de los cantares no encontramos personajes históricos pero sí páginas bellísimas que dignifican la unión del hombre y la mujer como modelo de la alianza de Dios y su pueblo.

Ya en el NT, el mismo Jesús, como había sucedido con los profetas, está en constante enfrentamiento con los sacerdotes de su tiempo.  Su desacuerdo no es sólo con las personas que ejercen el sacerdocio, sino con el sacerdocio mismo como institución[5].  Hay muchas tensiones y cabe resaltar el papel que jugaron lo sacerdotes para juzgar a Jesús y sentenciarlo.  Definitivamente él no era sacerdote en los términos de ellos.  Los evangelios y las cartas de Pablo tienen mucho cuidado en no llamar sacerdote a Jesús.  Sólo la Carta a los Hebreos y el Apocalipsis lo hacen, pero para marcar el fin de un sacerdocio tradicional y el inicio del nuevo sacerdocio que acompaña a todos los que deciden seguir a Jesús.

Finalmente, en el NT los primeros cristianos son José y María: un matrimonio, una familia, una primera comunidad.  Son ellos los primeros que acogen el mensaje y colaboran con él.  Luego nos encontramos con los discípulos.  Probablemente la mayoría de ellos eran casados como Pedro.  Eran hombres de familia que, dedicados a su cotidiano, reciben el mensaje y deciden seguir a Jesús.  Cuando los invitó Jesús a dejar casa y familia por el Reino, no puede entenderse ello como una exigencia de celibato.  Se trata de ampliar el horizonte de familia, es decir, los cristianos son una nueva familia: quienes reconocen como Padre al Dios de Jesús y, por tanto, se consideran más hermanos entre ellos.

v      En la historia de la Iglesia

En las primeras comunidades hubo personas célibes que jugaron un rol clave como Pablo.  Pero no podemos olvidarnos del importante papel de los matrimonios en la predicación del evangelio.  Los matrimonios llevan el evangelio a muchas partes como lo demuestran los casos de Pedro y su esposa (1 Cor 9,5), Aquila y Prisca (Rom 16,3-5), Andrónico y Junia (Rom 16,7)[6].  Ellos eran tan apóstoles como Pablo y él mismo lo reconoce y agradece.  Además existen muchas mujeres misioneras (Fil 4,2 Rom 16,12) profetizas y predicadoras (1 Cor 12,11).

El rol de los matrimonios es clave además porque prestan sus casas (hogares) para la celebración de la Eucaristía.  Así el ágape, celebración eucarística, tenía un sentido eminentemente sagrado sin dejar de ser un acto hogareño, íntimo y fraterno como lo es el banquete familiar.  Las primeras comunidades eran el primer ambiente donde se practicaba la solidaridad desde el modelo de familia: se compartía bienes, se buscaba trabajo a los desempleados, etc.  Además muchos prestaban sus casas para alojar a cristianos (mensajeros, predicadores o simples viajeros)[7].  Se fue tejiendo una red solidaria gracias a los laicos asentados en sus hogares estables y sus tareas cotidianas.

En las primeras comunidades, la dignidad y responsabilidad, en cuanto seguidores de Jesucristo, era común.  El llamado a ser santo y colaborar en la misión era común a todo creyente.  Esa era la más profunda comunión y relación entre ellos: creer que Jesús era Hijo de Dios y que anunciaba un nuevo orden para la humanidad.  Jesús había formado una comunidad para que fuera extendiéndose y convirtiéndose en signo de esperanza siendo sociedad de contraste[8] porque no los mantendría unidos el poder ni la organización, sino la fe, esperanza y caridad.

Sin embargo, los primeros seguidores comprendieron rápidamente la necesidad de organizarse y dividir funciones para el mejor anuncio de Jesús y sus sueños para el hombre.  La organización aparece como una necesidad para la misión, no como un bien ni un fin independiente.  El único fin es la unidad del género humano en Cristo[9].  Toda la Iglesia se consideraba ministerial aunque los ministerios (servicios) estuviesen repartidos.  Se trata de poner los servicios, dones, en beneficio de la misión y la comunidad, como bellamente lo recuerda reiteradas veces Pablo (1 Cor 12).

En el Nuevo testamento no existe la palabra laico, ni un término equivalente a lo que hoy entendemos por laico.  Pronto también apareció otro problema ¿cómo distinguir entre ministros y no ministros?  Para cuestiones prácticas de la vida de esta naciente Iglesia, era necesario precisar más los roles sin que eso llevara a una distinción de dignidades.   Se tenía que distinguir las funciones, no las dignidades ni los grados dentro de los cristianos.  Por ello, se comenzó a emplear el término laico[10].

En la cultura grecorromana laós (de allí laico y laicado) significa el pueblo, la plebe, y trae una carga un tanto despectiva: persona no cultivada, ruda, analfabeta, primitiva.  <<El laico es, por consiguiente, un profano, el que no pertenece al círculo de los levitas, el que no está consagrado a Dios>>[11].  <<No tiene ningún cargo. No es autoridad, alcalde, concejal, policía, oficial, juez y no tiene ninguna otra función. Nosotros diríamos: “es base”, “es pueblo”>>[12].  Se importó el término en la Iglesia primitiva pero liberándolo de connotaciones negativas puesto todos eran comunidad, ekklesia.

Sin embargo, la degradación del laicado se dio con la degradación del mundo, lo secular, siglos más tarde con la llegada del medioevo y la Iglesia de cristiandad.  Como sabemos en el siglo IV el cristianismo se convirtió en la religión oficial de Roma.  Este hecho supuso un control de la Iglesia en cuanto organización e incluso doctrina, por parte del Estado, especialmente del emperador Constantino.  Eso generó tensiones y enfrenamientos que con el tiempo fueron separando a la Iglesia del mundo político, social y cultural.  Algunos quisieron mantener la fidelidad al evangelio fugándose del mundo, escapando a su control y su pobreza moral.  En este momento, son los monjes quienes representan un modo de vida alternativo y santo frente a una sociedad corrupta y decadente[13].  Este distanciamiento del mundo tenía sentido, mas el problema llegó con algunas interpretaciones.

Este periodo de la Iglesia está marcado por un fuerte dualismo proveniente del mundo grecolatino con el que había entrado en diálogo el cristianismo. Al adoptar las categorías del pensamiento clásico, la cultura cristiana medieval reconoce dualismos como alma-cuerpo, inmortal-mortal, sagrado-profano, eterno-temporal, contemplación-acción, celibato-matrimonio, Dios-mundo, Iglesia-mundo, etc.  El problema es que los segundos términos son vistos como menos perfectos o negativos.  Los monjes y el clero fueron instalándose del primer lado y los laicos, ocupados de los asuntos del mundo, del otro por lo que empezaron a verse como menos cristianos o “cristianos de segunda”.

Ésta fue la interpretación que prevaleció durante muchos siglos.  Basta recordar todas las imágenes del cuerpo como algo negativo, como cárcel del alma, como fuente de pecado; o la sociedad como lugar de tentaciones y con valores contrarios a los designios de Dios y la misión de su Iglesia; etc.  El laico, como ser corporal que vive en condiciones normales en la sociedad, heredó esa condición negativa.  Para recuperar la dignidad del laico, debemos recuperar la dignidad del cuerpo, de los asuntos sociales, etc.  Durante la modernidad hubo tímidos intentos porque la jerarquía de la Iglesia miraba al mundo por encima del hombro, y el laico seguía en el extremo bajo.  Éste fue el gran cambio que se dio en el siglo XX….

v      En la actualidad

Son muchas las novedades y giros que el Concilio Vaticano II introduce en la vida de la Iglesia.  Se dice que el gran logro fue el diálogo de la Iglesia con el mundo moderno y la revalorización de éste, además de recuperar su autonomía.   Iglesia y mundo moderno no deberían verse enfrentados necesariamente, sino en cuanto a temas puntuales que se oponen claramente a los designios de Dios para la humanidad.  La revalorización de los asuntos temporales incluye también la del laicado.

Por otra parte, a partir del rescate de la noción bíblica de pueblo de Dios, es posible pensar la Iglesia como un pueblo de sacerdotes en Cristo donde la dignidad es común a todos los bautizados, ya que es una misma filiación y un mismo Espíritu el que los une. (LG 10).  La definición de la Iglesia como pueblo de Dios destaca ante todo esa comun-unidad de sus miembros, por encima de las diferencias en organización que todo grupo humano tiene.  La Iglesia de Comunión, como concepto teológico y realidad eclesial, prevalece sobre la organización y las jerarquías de roles[14].

En este contexto tenemos los primeros intentos de definición actual del laicado[15].  Podemos reconocer un gran avance y connotaciones más positivas.   Vaticano II ha sido realmente un signo de Dios en el camino recorrido!!!… Sin embargo, este artículo se ocupa más de los pasos lentos, los retrocesos y estancamientos en la vida de la Iglesia… especialmente me ocupo de los pasos que faltan dar.  Por eso, expongo las definiciones críticamente porque todavía hay mucho camino por recorrer.

Ha surgido un debate importante sobre la definición del laicado.  ¿Se trata de una definición de lo que es (definición positiva) o de lo que no es (definición negativa)?  Gracias a la filosofía, sabemos que las definiciones incluyen ambos aspectos: expresan lo que algo es distinguiéndolo de lo que no es.  Ambos aspectos son necesarios siempre y cuando expliquen con claridad la definición.  Tenemos además dos formas de definir que van estrechamente juntas: en cuanto al géneroconjunto, o clase a que pertenecen, y en cuanto a la función que cumplen.

Así, aplicando el párrafo anterior, leemos en LG 31,1:  <<Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que viven en estado religioso reconocido por la Iglesia>>.   Entonces ¿cuál es el género o conjunto al que pertenece? Laico es todo fiel cristiano (conjunto de los bautizados) no ordenado, no es clérigo (grupo del que se diferencia).  El énfasis en lo que no es, en el grupo al que no pertenece, ha hecho sentir y pensar a los laicos nuevamente que su identidad es “de segunda” ya que depende de precisar quiénes son los ordenados.  Aquí el orden ministerial aparece como un plus, algo más, que elevaría de categoría a quienes lo reciben y dejaría en la plebe a los que no[16].  Ése es el problema de esta primera definición negativa del laicado.

En el párrafo siguiente LG 31,2 leemos: <<…A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es

decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social…>>.  Aquí se trata de una definición positiva porque se destaca lo que sí les corresponde, la tarea y función que les es propia: ordenar y santificar el mundo, iluminar las cosas temporales de modo que progresen según Dios.  El espíritu del concilio quiere valorar a los laicos a partir de esta importante e insustituible misión que les encomienda.

El decreto Apostolicam Actuositatem (1965) desarrolla en su riqueza el contenido de la misión de los laicos.  Aquí se habla de familia, política, medios de comunicación, cultura, profesiones, ciencia, pastoral, etc.  La misión es muy amplia, por lo que implica una gran responsabilidad.  No obstante, el problema es el lenguaje empleado que hace excesivo énfasis en el “orden temporal”.   Pareciera que implícitamente hay dos órdenes: uno temporal y profano para los laicos, y el otro sagrado para los ministros ordenados.   Este límite se observa en la definición clásica del LG 31: a ellos les corresponde la santificación del mundo en el que están insertos, las realidades temporales, asuntos seculares, asuntos temporales.

En ChL 9, el papa insiste: esta definición es positiva y supera definiciones precedentes que eran sobre todo negativas.   Claramente esta definición junto con todas las tareas que se explicitan más adelante, sobre todo en Apostolicam Actuositatem, tiene aspectos muy positivos especialmente en cuanto roles concretos.   De hecho, luego del concilio han florecido los movimientos laicales, se han creado nuevas instancias de participación para los laicos y el lenguaje cambia respecto de ellos.  No obstante, si leemos atentamente todos los documentos del Concilio notaremos que el uso del lenguaje todavía demuestra mayor honor y respeto a las autoridades eclesiásticas.  Tenemos que admitir que, en todos los grupos humanos, ensalzar a unos significa valorarlos más que a otros.  En nuestro caso concreto, podríamos decir que, por ejemplo, se llena muchas veces de elogios a las autoridades a costa de presentar a los fieles como los simples laicos.

El laicado ha recuperado valor, sin embargo, esta definición tiene límites y si connota o  no calificativos negativos dependerá de cómo valoremos el mundo y la tarea de evangelizarlo ya que el laico vive en él y se ocupa de él.   Como señala bien Remi Parent[17], todavía no hemos podido superar el dualismo sagrado-profano, y el problema de la definición anterior es que todavía identifica a los sacerdotes como hombres de Iglesia que se ocupan de lo sagrado mientras que el laico es el hombre del mundo que se ocuparía de lo profano.  El sacerdote estaría más cerca de Dios y el laico, como muchas veces se dice, es mundano.  Todavía los dualismos clérigo-laico, Iglesia-mundo, etc, son muy fuertes.

El laico aparece como el enviado al mundo desde la Iglesia.  Pero ¿no está la Iglesia inserta en el mundo?  ¿no está la Iglesia también constantemente necesitada de conversión?  ¿no es el mundo el lugar donde debemos escrutar los signos de Dios?  ¿En definitiva, no es Dios el creador del mundo y del hombre para que en una armónica relación le alaben, sirvan y reverencien[18]?  Al laico le toca evangelizar diversas realidades del mundo, entre otras: la familia, el amor, la educación, el trabajo profesional, el sufrimiento. ChL (23) ¿Si eso es lo propio de los laicos, qué harían tantos clérigos y religiosos en dichas tareas?  ¿Ellos también no aman y sufren como los laicos?  Identificar al laico sólo con lo del mundo puede llevar a una pérdida de identidad eclesial o, en el peor de los casos, a tener dos vidas separadas: la del ciudadano y la del laico.

Al enviar a los laicos al mundo, la Iglesia, sus asuntos, organización, doctrina y magisterio quedarían reservados sólo para unos pocos profesionales al respecto: los clérigos.  Como sucede muchas veces, el laico tendría que ir a cambiar un mundo con directrices, criterios, normas, etc, que han sido dados por otros que no pertenecen al mundo pero que sí poseen el derecho de decirle al mundo y a los laicos cómo deben ser…. Se produce entonces una paradoja que nos recuerda el caso del rey que se creía amo del universo y que enviaba al Principito como su embajador a lugares que el mismo rey no conocía y sobre los que no tenía ningún control[19].  Por eso, el laico no puede perder nunca su identidad eclesial…

B. Una invitación a tomarnos en serio

 

La posición del laico en la Iglesia

Uno que se preparaba para el bautismo de adultos preguntó a un sacerdote católico cuál era la posición del laico en la iglesia. La posición del laico en nuestra iglesia -respondió el sacerdote – es doble: ponerse de rodillas ante el altar, es la primera; sentarse frente al púlpito, es la segunda. El cardenal Gasquet añade: “Olvidó una tercera: meter la mano en la monedera”[20]

Muchas veces decimos “la Iglesia dice… piensa… hace, etc” identificando la Iglesia con unos pocos, con sus autoridades.  Muchas veces pagamos caro el exceso de abdicar de nuestra condición de miembros responsables de la Iglesia.   El crédito o descrédito de opiniones y acciones personales no puede generalizarse a toda la Iglesia sobre todo cuando la gran mayoría, laicas y laicos, no participamos en ellos.  Los laicos somos también la Iglesia y del testimonio que demos depende enormemente que el mundo crea…  Por eso realizo una invitación a repensar la participación del laicado en la Iglesia.   La invitación es en el fondo la misma, pero la separo según las tareas que cada uno puede asumir en tres grupos: la jerarquía, los religiosos y los laicos.

v      A la jerarquía

La tarea de la jerarquía no es fácil ni siempre bien comprendida.  Muchos obispos y sacerdotes han demostrado que es posible vivir sirviendo desde la autoridad.  Sin embargo, entiendo que es necesario se crítico para tratar de mejorar juntos.  Esta primera invitación podría ser suscrita por los religiosos, quienes en la estructura jerárquica están considerados iguales que los laicos.

Que no dialogue consigo misma.  Podemos preguntarnos cuáles son los niveles de participación, tanto de los laicos como de los religiosos, en la estructura y organización de la Iglesia.  El Concilio alentó la formación de instancias como consejos en los cuales los fieles puedan presentar su opinión y parecer en los asuntos de la Iglesia según el nivel (parroquia o diócesis u obra de que se trate)[21].  De hecho, vemos como un signo positivo la implementación de consejos de laicos.  Sin embargo, constatamos que muchas veces el rol “consultivo” es estrecho.  Consulta no significa corresponsabilidad.  De todos modos, queda en manos de la jerarquía el decidir.  Muchas veces se actúa y se decide como si no hubiera habido verdadero diálogo.  Incluso constatamos que a veces las instancias de diálogo se convierten en “tapa huecos” de la organización o excelentes excusas para santificar pareceres personales.  ¿Es sólo consultiva la opinión del laico? ¿qué nos garantiza que la autoridad no haya dialogado sólo consigo misma?

Habría que recuperar la práctica de la “recepción” del pueblo de Dios[22].  Entendemos por recepción la participación activa de la Iglesia en aceptar determinaciones que el mismo cuerpo eclesial no se ha dado.   Durante el primer milenio, por recepción se aceptaron los concilios, el canon bíblico, prácticas litúrgicas, canonización de santos.   Lo contrario es la “contestación”:  el rechazo eclesial a algo que no ha sido bien mandado o bien expresado.

Que no monopolice los poderes en la Iglesia.  En las sociedades democráticas, se suele hablar de tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial.  Es cierto que la democracia no es una forma de gobierno perfecta ni tiene que imponerse en ámbitos que no son de su competencia, como lo es la Iglesia.  Sin embargo, dado que la democracia nos ha enseñado mucho sobre lo sano de la repartición de poderes y roles, creo que la comparación puede arrojar luces.  Así, aunque no lo justifiquen los documentos de la Iglesia, en la práctica los tres poderes son detentados completamente por la jerarquía:

  1. a)el poder ejecutivo corresponde a la curia romana encabezada por el papa, luego vienen los obispos en sus diversas jurisdicciones, y los párrocos.  El nombramiento de autoridades y la definición de tareas es responsabilidad final del clero.  ¿No corresponde también una palabra más fuerte a los fieles sobre las autoridades más idóneas para el gobierno eclesial? ¿Y una vez nombradas las autoridades, el laico es sólo un ejecutor ciego y obediente en la tarea del Reino, o puede también ayudar a escrutar los signos de los tiempos y colaborar en la planificación y organización apostólica de la Iglesia?.  Citemos un ejemplo <<Hasta  el siglo XIII, la elección episcopal se realizaba por toda la comunidad local.  Los testimonios son abundantísimos y revelan lo habitual de dicha práctica>>[23].
  2. b)  el poder legislativocorresponde a las Congregaciones alrededor de la curia[24] y a quienes promulgaron el derechos canónico, y en parte a quienes aprueban los documentos conciliares (obispos) ¿no tienen también los laicos palabras competentes sobre los diversos asuntos de los que se ocupa el derecho canónico como de las observaciones en los asuntos doctrinales, especialmente cuando todo ello tiene que ver con los asuntos del mundo? Por ejemplo, ¿cuánto participan los laicos en los asuntos sobre el matrimonio y la sexualidad? ¿se obtiene la perspectiva correcta sobre el matrimonio desde el celibato?
  3. c)el poder judicial, la administración de las sanciones y la resolución de diversos conflictos y dificultades que aparecen en la vida también corresponde a la jerarquía a través de los tribunales eclesiásticos.  Es cierto que pueden ser asistidos por laicos (como abogados civiles) pero los fallos corresponden al clero.  ¿Qué colocó al clero del lado que permite juzgar las acciones de los fieles mientras que a ellos sólo les queda aceptar su veredicto?  Por ejemplo, todos los temas referentes a la nulidad o separación del matrimonio aparecen como temas especialmente polémicos en los tribunales.  La nulidad y/o separación no concedida en algunos casos obedece más a una cerrazón y un apego estricto a ciertos conceptos que en efecto al bienestar de las personas implicadas, como también a lo engorroso del trámite.

Qué confíen más en el laicado.  No me refiero sólo a la trasmisión de responsabilidades, o concesión de ministerios como se suele decir.  La palabra concesión, encargo, envío, remite a que  siempre hay alguien que tiene el poder de conceder, encargar y enviar.  Y muchas veces hemos entendido esto como una tarea tácita de la jerarquía[25].  La experiencia de laicos en comunidades demuestra que es posible, rico y un don de Dios el envío comunitario dentro del propio estilo laical[26].   Todavía tenemos que precisar más el tipo de autoridad que compete al laicado y su autonomía.

Por otra parte, se dice que una de las principales misiones de la jerarquía es examinar los carismas y discernir cuáles son o no propios del Espíritu[27].  Definitivamente es una tarea delicada y, tal vez, demasiada responsabilidad.  ¿Por qué no confiar más en el propio discernimiento del laicado?  ¿por qué no tratarnos más como adultos: personas maduras y autónomas?   El lenguaje de las ovejas y pastores es muy tierno pero a veces ingenuamente podemos caer en paternalismo, heteronomía (dependencia de otro), y pasamos de ser ovejas a ser ovejitas tiernas que dicen “Amen” a todo y pierden toda perspectiva crítica y originalidad.  ¿Dónde quedó la doctrina de la conciencia como lugar privilegiado donde el Creador se comunica con su criatura y que, por tanto, tiene no sólo la posibilidad sino el deber de la responsabilidad última sobre sus acciones?  La Iglesia discierne también por medio del laico[28].

Repensar qué nos constituye como Iglesia.  Está claro que la Iglesia tiene una misión: ser sacramento de salvación.  La Iglesia será la Iglesia de Jesús si es fiel a la misión encomendada: la unidad de la humanidad, la comunión con Dios[29].  Eso es lo más importante, lo que nos constituye Iglesia por encima de la organización.  Esta tarea encuentra su núcleo en la  celebración de la eucaristía como anticipo real, como fuente y cima de toda la vida cristiana (LG 11, SC 9-13).  Si es el acto central de nuestras vidas, cabe preguntarse qué papel cumplen los laicos en ella.  Recordemos que “la Iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace a la Iglesia”.  ¿Los laicos son sujetos activos para que la eucaristía se realice?

La constitución sobre la Liturgia, Sacrosantum Concilum (1963), introdujo enormes cambios en la celebración.  Por fin la mayoría de laicos podía entender lo que se dice en la misa ya que se permitía que se celebre en el idioma de la Iglesia local.  Además, se intentó promover una participación activa de los fieles para que no sean sólo extraños y mudos espectadores.  Pero la participación activa consiste en aclamar, responder, orar, cantar y en algunas acciones o gestos y posturas corporales (SC 30 y 48).  Esto es un paso importante, por ejemplo el hecho de que las peticiones de los fieles sean incorporadas.  No obstante, está claro que toda la autoridad sobre la liturgia pertenece a la jerarquía (SC 22).   Puede un sacerdote solo celebrar la eucaristía pero mil laicos o religiosas no.  Entonces no dejamos de ser espectadores.  La eucaristía es central en nuestra vida, mas nuestra participación en ella sigue restringida como ante un espectáculo en el que también aclamamos, cantamos y movemos el cuerpo.  ¿Podemos ser más actores?

v      A los religiosos

Admiro la entrega de muchos religiosos.  Su estilo, su gratuidad y compromiso me cuestionan siempre.  Dado que el próximo número de Cuadernos de Espiritualidad (107) estará dedicado al tema de la vida religiosa con un pedido expreso de parte de los laicos a ellos, sólo quiero indicar dos ideas que serán desarrolladas en el próximo número.

No contraponer modos de vida.  El religioso se ha distinguido tradicionalmente del laico por vivir con mayor radicalidad el evangelio, por estar más disponible a cualquier tipo de misión en cualquier parte del mundo, por tener un amor más multiplicador.  ¿Realmente es así, al menos en la mayoría de casos?   Rotundamente creo que es dañino para ambos contraponer los modos de vida y hacerlos competir en dignidad o radicalidad de seguimiento.  Afirmemos categóricamente: el seguimiento cristiano coherente es tan difícil para un laico como par un religioso si es que es llevado hasta sus últimas consecuencias.  Ninguno está exento de la pasión y, afortunadamente, tampoco de la resurrección.

Tal vez habría que cambiar el lenguaje o la concepción tradicional de los consejos evangélicos.  Así, los votos de castidad, pobreza y obediencia tienen su contraparte en la vida laical.  Podemos hablar también de fidelidadausteridad disponibilidad desde las condiciones propias de un matrimonio.  Hay muchos laicos que viven estos tres valores; y desgraciadamente también hay muchos religiosos que no viven los suyos.  Los estados y estilos religioso y laical no pueden compararse en radicalidad porque son distintos y complementarios.  No podemos caer en esa tentación de compararnos.

Por ejemplo, considero inconcebible que se pueda revalorar el matrimonio y ofrecerlo como verdadero camino de santidad mientras hay textos como: <<La virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor [como el matrimonio????] aunque sea grande, es más, que hay que buscarlo como el único valor definitivo.  Por eso la Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma frente al del matrimonio…>>[30].  Poco antes el texto había afirmado la igual dignidad de virginidad y matrimonio.  ¿qué podemos pensar?

Sentirnos compañeros en la misión.  Los tiempos actuales de globalización de la economía, cultura, etc., requieren nuevas estrategias apostólicas y, sobre todo, volver a la experiencia fundante del cristianismo: ser una comunidad unida por la fe al servicio de la humanidad.  Esta idea puede traducirse en diversas expresiones.  Los miembros de la Iglesia, más allá de las diferencias jurídicas y de roles, debemos considerarnos comunidad en misiónpueblo de Diostemplos del Espíritu, etc.  Todas estas frases definen algo de lo que la Iglesia es y está llamada a ser.  Si la Iglesia es sacramento de la salvación (LG 1), señal para que el mundo crea, entonces las relaciones de sus miembros deben ser también sacramentales.

Debemos vivir entre nosotros, laicas, laicos, religiosos, religiosas y clérigos relaciones basadas en la caridad de modo que podamos algún día recuperar el atractivo y fascinación que ejercieron las primeras comunidades.  No solamente debemos sentirnos y actuar como compañeros en la misión para dar más fruto; sino que al vivir como amigos en el Señor[31] seremos testimonio verídico del amor de Dios.   En las diversas plataformas dentro de la Iglesia (parroquias, colegios, obras diversas, etc.) como fuera de ella (espacios públicos) los cristianos estamos llamados a vivir la fraternidad de quienes se consideran hijos de un mismo Padre.

A la vez esto puede ser una estrategia importante para la evangelización.  A propósito de nuevas experiencias de colaboración y corresponsabilidad en la misión, se habla de crear redes, de vínculos especiales, incluso sea ha creado un término: el nuevo sujeto apostólico[32].   Por ejemplo, la experiencia de la Red Apostólica Ignaciana en el Perú está demostrando que podemos dar más y mejor fruto si pescamos juntos.  Las relaciones de horizontalidad y especialmente de cariño que vivimos allí son un signo visible de la presencia de Dios con nosotros.   Debemos repotenciar todos los espacios eclesiales y favorecer el encuentro de carismas y espiritualidades.

v      A los laicos

La invitación especial es al laicado en general, hombres y mujeres, jóvenes y adultos de cualquier espiritualidad.  Nadie puede tomar en serio a quien no se toma en serio a sí mismo.  Por tanto, requerimos de una conversión hacia nuestra propia vocación laical.  Tenemos una gran tarea y una gran deuda para con nosotros mismos.  ¿Qué me pediría a mí mismo y a los demás laicos?

  • No encerrarnos en lo eclesial ni dedicarnos sólo a lo del mundo.  Debemos ganar en participación dentro de la Iglesia, pero no podemos olvidar que la Iglesia no tiene como fin a ella misma, sino la evangelización del mundo.  Nuestra presencia activa en ambos espacios consolidará nuestra identidad.  ¡Desde la Iglesia y el mundo a la Iglesia y al mundo… como laicos y ciudadanos!

  • No separar fe y vida.  El laico de hoy vive en una permanente tensión.  Por un lado, no puede abdicar de su ser iglesia, de su condición eclesial, de su sacerdocio cristiano.  Por otro lado, no puede abdicar de su ser ciudadano, ser agente político, económico y social en la esfera más pública como tampoco puede abdicar de su ser pareja, padre o madre, hijo, en la esfera más privada.  Siendo siempre íntegros y auténticos, daremos un mejor testimonio.

  • No ser clericalistas. Tenemos que eliminar la concepción de que el laico es mejor laico cuanto más se parece a un clérigo.  Tal vez, los más grandes clericalistas de nuestra época somos los propios laicos.  Quitémonos la pereza de pensar y discernir por nosotros mismos y sirvamos así a la misión de la Iglesia.

  • Mayor creatividad e intrepidez.  Precisamos audacia para poder salir del letargo, no por un afán reivindicativo, sino por fidelidad a quien tanto nos ama y al sueño que tiene para la humanidad.  Hay que innovar en fidelidad a la Iglesia y dejar que el Espíritu se trasparente a través de nosotros.  Confiemos en que Dios actúa a través de nosotros.

  • Tomarnos más en serio la formación.  Todo lo anterior requiere tomarnos más en serio la formación.  No podemos ser sólo excelentes profesionales si la mayoría de veces descuidamos nuestra formación integral para concentrarnos en una especialidad según el mercado, y especialmente descuidamos la formación teológica.  Si queremos mayor participación en la Iglesia, tratemos de que nuestra palabra sea significativa.  El primer medio de evangelización deben ser nuestras acciones, pero debemos estar preparados para hablar de Dios en los lenguajes que Dios requiera.

  • Profundizar nuestro ser laical.  El laicado es una vocación, una tara por asumir, un estilo de vida por construir cada vez más cristianamente según lo que Dios pida en nuestros contextos sociales y personales.   Por tanto, estamos llamados a descubrir constantemente la riqueza de esta vocación y ponerla al servicio del Reino.

  • Vivir radicalmente nuestro sacerdocio.  No podemos olvidar que el laico es ungido sacerdote con Cristo al ser bautizado en su Espíritu.  Tiene la misión de ofrendar su vida y su quehaceres para gloria de Dios.  Compartimos también el oficio profético (incluyendo el anuncio y la denuncia) y el linaje real de Cristo.

  • Recibir nuestra vocación como un don de Dios.  Finalmente, no podemos ser laicos por negligencia: porque no pude ser religioso ni porque me case demasiado joven o algo así.  El ser laico o laica es una vocación cristiana, debemos asumirla agradecidamente como un regalo de Dios, como algo que Dios nos ofrece para nuestra felicidad, como un camino de santidad, un tesoro, una gracia.

Quiero y valoro mucho la diversidad de estilos laicales y estoy muy agradecido de laicos y laicas tan diversos que me han enseñado demasiado.  Son un don y enriquecen la Iglesia.  Sin embargo, escribí especialmente esta parte pensando en rostros muy concretos de los miembros de las CVXs a las que me toca servir estos años.  Espero que la Comunidad Mundial de Vida Cristiana siga aportando cada vez más a profundizar la identidad laical[33].

 

Fuente: https://mercaba.org/ARTICULOS/L/los_laicos_los_tomamos_en_serio.htm

Categorías: Laicos