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Acción Católica: una vocación laical de apostolado ambiental para niños, jóvenes y adultos

Acción Católica:
una vocación laical de apostolado ambiental
para niños, jóvenes y adultos

 Cómo formar Grupos de Acción Católica 

http://www.kainos.org.ar/JuCaDi_Joven/AC_Vocacion2.html

Una vocación laical «particular»

Antes de presentar a la AC como Institución, hemos de reconocer que es una VOCACIÓN.

Por tanto tiene su origen en el Misterio de Dios que en su libérrima voluntad ha querido llamar a algunas de sus criaturas para una misión en particular. Recordemos que «La llamada a la santidad es un elemento constitutivo de toda vocación » (ChL 16). En cuanto es un llamado de Dios es también un llamado a la santidad que tiene su raíz en las promesas del Bautismo y de la Confirmación que cada militante ha hecho y renueva en cada Pascua, promesas de vivir empapados de la gracia de Dios y fortalecidos por la unción, de imitar en todo a Jesucristo palpitando su vida hasta, si hiciera falta dar la vida derramando como Él la sangre por amor a Dios y a nuestros hermanos.

Es un llamado que se fortalece en la escucha atenta de la Palabra, dispuesto a la conversión personal y a la respuesta pronta y servicial; un llamado que se renueva con la gracia de la Eucaristía y en ella encuentra el alimento necesario para una fiel y perseverante respuesta; un llamado que se vive en el ejercicio del amor y del perdón: un llamado que vence la indiferencia y busca ser signo activo de la presencia de Dios, que busca imitarlo tomando la iniciativa, que es conciente de las propias flaquezas y por eso está dispuesto a brindar y a pedir perdón cuando la humana debilidad le hiciera experimentar sus propios límites y pobrezas.

Es un llamado que supone la capacidad de admirarse ante la inmensidad del don y de la misión encomendada; es un llamado que exige la alabanza contemplativa por el misterio al que somos convocados y la humilde conciencia de la propia fragilidad en la respuesta esperada por el Señor y por su Iglesia.

Afirma la Christifideles Laici que “dentro del estado de vida laical se dan diversas «vocaciones», o sea, diversos caminos espirituales y apostólicos que afectan a cada uno de los fieles laicos” (ChL 56). Esto quiere decir que dentro de lo que podríamos llamar una vocación laical «común» hay vocaciones laicales «particulares», y éstas son reconocidas o diferenciadas por las notas de su carisma particular.

Así podemos decir que las cuatro notas que configuran el Carisma de la AC las podemos definir con la síntesis que Juan Pablo II hace en su relectura de las referidas en AA 20:

Espíritu Misionero: arde el corazón del militante por hacer que el Evangelio se encuentre diariamente con la vida, por mostrar cómo la “buena noticia” responde a los interrogantes más profundos del corazón de cada persona y es la luz más elevada y más verdadera que puede orientar a la sociedad y el ambiente donde vive en la construcción de la “civilización del amor”.

Carácter Diocesano: el laico de AC elige vivir para la Iglesia y para la totalidad de su misión, dedicado, con sus hermanos de vocación, con un vínculo directo y orgánico a la comunidad diocesana, para hacer que todos sus miembros redescubran el valor de una fe que se vive en comunión, y para hacer de cada comunidad cristiana una familia solícita con todos sus hijos. Su cordial solicitud para con el Obispo «principio y fundamento visible de unidad» en la Iglesia particular no busca privilegios, ni se trata de una actitud de obsecuencia, sino garantía de comunión en la misión, de prontitud y fidelidad en la acción, de estima y colaboración con toda la comunidad a través de aquel que es principio de unidad de la Diócesis.

Servicio a la Unidad: el militante de la AC ha elegido seguir de forma asociada el ideal evangélico de la santidad en la Iglesia particular, para colaborar unitariamente, “como cuerpo orgánico”, en la misión evangelizadora de cada comunidad eclesial.

Piensa, sueña, propone y trabaja procurando que se afiance cada vez más la unidad orgánica de las comunidades donde sirve.

Trata de promover la espiritualidad de la unidad con los pastores de la Iglesia, con todos los hermanos de fe y con las demás asociaciones eclesiales. Ya en la comunidad parroquial o diocesana facilitando la unidad de los distintos miembros, buscando atraer a los hermanos que por distintos motivos se pudieron haber alejado, agilizando los vínculos y haciéndolos más fuertes en orden a desarrollar de modo más eficaz la tarea evangelizadora. También es el hombre de la unidad en todos aquellos espacios y ambientes en los que se mueve procurando ser en ellos «fermento de comunión», fermento de diálogo con todos los hombres de buena voluntad, participando activamente, con todos ellos, en la construcción del bien común.

Identidad Laical: El militante de AC es plenamente consciente de su pertenencia a la Iglesia y del carácter peculiar de su vocación, con palabras del Concilio: «El carácter secular es propio y peculiar de los laicos» (LG 31). Y esta índole secular su vocación a la santidad se expresa particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas.

Aún el vínculo peculiar con los pastores, lejos de aislarlos del mundo, respeta y promueve el carácter laico propio de los miembros, pues ellos «son llamados por Dios para contribuir, desde dentro a modo de fermento, a la santificación del mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico, y así manifiestan a Cristo ante los demás, principalmente con el testimonio de su vida y con el fulgor de su fe, esperanza y caridad» (Cf. LG 31).

Si bien ninguna vocación en la Iglesia es «solitaria» ya que esto sería una contradicción en sí misma –no olvidemos que fuimos sumergidos en un mismo bautismo, sumergidos en el Misterio de un Dios que es Comunión Trinitaria, incorporados al Cuerpo de Cristo, injertados en el Pueblo de Dios– la vocación laical de AC supone y reclama la convocatoria de otros hermanos que perciban el mismo llamado.

Como toda vocación exige discernimiento, considerar responsable y serenamente el alcance y las exigencias de este llamado. Para eso la misma comunidad de los que experimentan este llamado en común ayudan a discernir los planes del Señor y por la oración y el testimonio aprenden a reconocer los signos de Dios: en las huellas que nos deja en la vida cotidiana; en la invitación que nos hace por medio de otros hermanos, en la convocatoria que nos hace a través de nuestros pastores…

Como toda vocación exige de nosotros una respuesta que debe expresar, sin lugar a dudas, nuestra aceptación libre y personal ya que abarca nuestra existencia por completo. Una respuesta personal que debe ser dada en una perspectiva de estabilidad: no se trata de actuar por entusiasmos pasajeros, sino de reconocer que involucra todos los días de mi vida…

La vocación del militante de AC cultiva y fortalece la comunión con el Obispo y con los sacerdotes. Así como se distingue este llamado por la presencia de otros hermanos que comparten la misma vocación, así también se la reconoce por la disposición a vivir en un espíritu de comunión cordial con aquel que es el «principio y fundamento visible de unidad» en la Iglesia particular, el Obispo y con sus colaboradores en el ministerio pastoral, los sacerdotes. Decimos que cultiva y fortalece la comunión por que tanto el discernimiento vocacional como el cumplimiento de su misión los vincula haciendo que mutuamente respeten su propia naturaleza y personalidad eclesial, sin difuminar uno en el otro las legítimas iniciativas.

Es una vocación de servicio que se vive «con fidelidad y laboriosidad», esto es, que requiere de un discernimiento activo y constante y que implicará un ejercicio arduo y exigente.

Vocación que desarrolla su labor apostólica en tres horizontes propios de su militancia:

• El incremento de toda la comunidad cristiana, …

Uno de los servicios esperados, el primero en la mención, es el de la ayuda al incremento de la comunidad cristiana… Una de las primeras consecuencias de la predicación de Pedro en Pentecostés fue la de la multitud que acudió a él para interrogarle acerca del camino para alcanzar aquella salvación anunciada y después de convertirse y hacerse bautizar se incorporaron a la comunidad, vivían unidos, compartían la vida, los bienes, el pan y su alegría se irradiaba, y como advierte el relator de aquel acontecimiento «Y cada día, el Señor acrecentaba la comunidad con aquellos que debían salvarse» (Hch 2,47). Es en virtud de esta misión que la AC presta su servicio: no se trata de una búsqueda enloquecida de prosélitos que enrostre su conquista de modo triunfalista. Es la continuación de la misión de la Iglesia que quiere ser fiel y consecuente con el mandato del Señor para extender a todos los hombres la Salvación de Dios, que se sabe Comunidad de Salvación y quiere acoger a cuantos deseen gozar de este don de Dios.

• …los proyectos pastorales y …

Teniendo en cuenta que un «proyecto pastoral» supone un cierto conocimiento de la realidad que se pretende abordar, un determinado presupuesto de recursos y estrategias a invertir y un organizado esquema de responsabilidades y roles a ejercer, se entiende que se espere de la AC el ejercicio de este ministerio que le es propio en virtud de su mismo carisma: tanto al ver la realidad, como al organizar las propuestas, o al asumir distintos roles en comunión con el resto de la Comunidad Cristiana en filial disponibilidad para con sus Pastores.

• …la animación evangélica de todos los ámbitos de la vida.

Evangelizar es llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad. Así pues la AC evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos. De esta manera se busca alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación.

Con palabras de Juan Pablo II: «La Acción Católica ha sido siempre, y debe seguir siendo, crisol de formación de fieles que, iluminados por la doctrina social de la Iglesia, están comprometidos en primera línea en la defensa del don sagrado de la vida, en la salvaguardia de la dignidad de la persona humana, en la realización de la libertad educativa, en la promoción del verdadero significado del matrimonio y de la familia, en el ejercicio de la caridad hacia los más necesitados, en la búsqueda de la paz y de la justicia, y en la aplicación de los principios de subsidiariedad y solidaridad a las diversas realidades sociales que interactúan entre sí» (JUAN PABLO II, Mensaje al C.I.A.C., Roma 10-08-04).

En el Antiguo Testamento el hebreo Kadosch (santo) significaba estar separado de lo secular o profano y dedicado al servicio de Dios. El pueblo de Israel se conocía como santo por ser el pueblo de Dios.

Muchas veces el concepto de santidad como «separado de lo secular» indujo a muchos laicos a estimar como imposible el camino de santidad o como algo propio de aquellos que lograran «separarse» de las cosas del mundo; de allí que se identificara este camino como sólo para los consagrados: obispos, sacerdotes, religiosos, particularmente monjes y monjas…

La insistencia del magisterio, particularmente el posconciliar, centró la atención sobre el llamado universal a la santidad.

«Por eso, todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Tes 4,3; Ef 1,4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta incesantemente y se debe manifestar en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles; se expresa de múltiples modos en todos aquellos que, con edificación de los demás, se acercan en su propio estado de vida a la cumbre de la caridad» LG 40.

Insiste el Concilio: «Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria. Según eso, cada uno según los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad. […] Por consiguiente, todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en el servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo» (LG 41).

En su mensaje a la A.C.I. (08/Sept/2003) Juan Pablo II invita a los militantes de la AC a responder a ese llamado a la santidad «viviendo el radicalismo del Evangelio en la normalidad diaria». Radicalidad que conforma una actitud que se expresa por un apasionado servicio evangelizador –deseo entusiasta de sembrar el fermento del Evangelio en todos los ambientes en que se mueve cada uno–; «tejiendo con paciencia y tenacidad una red de fraternidad que abarque a todos, sobre todo a los más pobres…», buscando suscitar y promover un estilo de vida fundado en el diálogo, en la comunión, en el anhelo firme y constante de construir el bien común, desde el seno de la comunidad cristiana a la que pertenece abarcando e incluyendo a todos aquellos con quienes comparte la vida diaria.

Vale recordar aquí una expresión de Pablo VI con la que se refería a los militantes de AC, «los santos de lo cotidiano», no porque otro tipo de santidad deba ser extraordinaria para ser tal o que otras vocaciones lo sean, sino para destacar que la santidad de los laicos, particularmente los de AC, se vive e irradia en lo que consideramos «corriente y ordinario».

La Diócesis es el territorio en el cual el obispo, sucesor de los apóstoles, ejerce su ministerio pastoral.

Una Iglesia particular es, según el Concilio Vaticano II, «una porción del Pueblo de Dios, que se confía a un obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio, de suerte que (…) constituye una iglesia particular, en que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica»(CD 11).

Para poder participar adecuadamente en la vida eclesial es del todo urgente que los fieles laicos posean una visión clara y precisa de la Iglesia particular en su relación originaria con la Iglesia universal. La Iglesia particular no nace a partir de una especie de fragmentación de la Iglesia universal, ni la Iglesia universal se constituye con la simple agregación de las Iglesias particulares; sino que hay un vínculo vivo, esencial y constante que las une entre sí, en cuanto que la Iglesia universal existe y se manifiesta en las Iglesias particulares. Por esto dice el Concilio que las Iglesias particulares están «formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a partir de las cuales existe una sola y única Iglesia católica».

La participación de los laicos en la Iglesia encuentra su primera y necesaria expresión en la vida y misión de las Iglesias particulares, de las diócesis, en las que «verdaderamente está presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica» (ChL 25).

El militante de AC vive con fidelidad su vocación «sirviendo a la Iglesia particular y a su misión como orientación fundamental de su compromiso apostólico»: esto es, promoviendo apasionadamente el proyecto evangelizador de esa comunidad que peregrina en la Diócesis a la que él mismo pertenece; y «poniendo todas sus energías apostólicas al servicio de la comunión»: esto es, procurando que el servicio de su organización institucional promueva la unidad entre todas las fuerzas apostólicas de la comunidad diocesana, aportando la creatividad de sus propuestas y favoreciendo, desde su cordial vinculación con el Obispo, la ineludible construcción del bien común.

«La comunión eclesial, aún conservando siempre su dimensión universal, encuentra su expresión más visible e inmediata en la parroquia. Ella es la última localización de la Iglesia; es, en cierto sentido, la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas». […] «La parroquia no es principalmente una estructura, un territorio, un edificio; ella es «la familia de Dios, como una fraternidad animada por el Espíritu de unidad», es «una casa de familia, fraterna y acogedora», es la «comunidad de los fieles»» (ChL 26).

La parroquia, comunidad de fe y comunidad orgánica, está constituida por los ministros ordenados y por los demás cristianos, en la que el párroco —que representa al Obispo diocesano es el vínculo jerárquico con toda la Iglesia particular.

El militante de AC vive fecundamente su vocación «ayudando en sus parroquias y comunidades a redescubrir la pasión por el anuncio del Evangelio y por la solicitud pastoral». Su metodología apostólica, si bien puede variar según las posibilidades, recursos o condiciones circunstanciales, sin embargo, le permite traer al seno de la comunidad cristiana las distintas vivencias, interrogantes, preocupaciones que palpitan en el corazón de quienes viven en los distintos ambientes en los que participa. Por su parte «mirando al mundo con los ojos de Dios, para escrutar en él los signos de la presencia del Espíritu» alienta a sus hermanos del grupo de militancia a valorar estos signos, con sus hermanos sueña distintas propuestas y las discierne con su párroco o con los sacerdotes delegados para ello; con sus compañeros y con todos los que quieran sumarse se dispone a poner en obra lo planeado.

¿Cuál es la Mística del militante de AC?

Toda organización por más perfecta que sea, corre el riesgo de tornarse ineficaz y hasta contraprodu­cente, cuando se traiciona su espíritu, eso que tan bella­mente suele llamarse la «mística», es decir aquello que se lleva en el corazón y anima el obrar. En cualquier movimiento y con mayor razón en la Acción Católica, cuanto mayor es el cuerpo de la organización, mayor intensidad debe tener el fuego de la «mística».

No es difícil adivinar cuál es, en la Acción Católica, el alma que moviliza y arrastra la organización, la técnica, el mecanismo: es el Amor, la Caridad, síntesis de toda la vida y la santidad cristianas.

El espíritu de conversión y el deseo de santidad serían nada si no los vivimos movidos por el Amor.

Debemos habituarnos a verlo todo, a contemplarlo todo, a estudiarlo todo, a hacerlo todo por ese Amor, en él y para él. Amor intrépido, ardiente, alegre, arrollador, contagioso, inteligente. ¡Amor de Cristo que se da a nosotros y Amor a Cristo que nos enciende con su Fuego para que irradiemos su gracia transformadora!

Esta «mística» que nos anima, se ejercita en nuestras obras de apostolado en tres sentidos: para con Dios, para con la Acción Católica y para con nuestros hermanos.

Este triple y único amor, que sostiene nuestra mística, debe traducirse concretamente en obras, en conducta. No se trata de armar o inventar algún «código del apostolado» sino de contemplar tres consecuencias, de gran importancia práctica, sobre todo en el apostolado capilar. No son ni más ni menos que tres consignas, como las llama Juan Pablo II.

1. En nuestra relación con Dios: Contemplación–Oración.

La primera consigna que orienta, pues, nuestra mística es la contemplación.

Es Dios quien atrae los corazones. ¿Cómo olvidarlo cuando estamos empeñados en nuestra tarea apostólica? Si nos olvidamos de Dios, nuestra obra se convierte en algo absurda, se convierte en un mero activismo carente de sentido, que en la menor dificultad nos hace tambalear y abandonar el camino (o el proyecto que habíamos emprendido). El espíritu de conversión y el deseo de santidad pierden su horizonte si no son vividos en un clima de oración y desde la comunión con Dios.

Lo vivido en los ambientes se discierne a la luz de la Palabra, de la Voluntad de Dios y se consagra en la adoración… La contemplación nos permite reconocer los «signos» que el Señor pone en nuestros ambientes, y manteniendo fija la mirada en Jesús, único Maestro y Salvador de todos descubrir las acciones más convenientes para que Él sea todo en todos.

La acción apostólica, hoy más que nunca, exige necesariamente recogimiento, mortificación de los sentidos y del espíritu, contemplación. Nuestro mundo corre velozmente, y es preciso que el apóstol lo acompañe, acelerando e intensificando su actividad. Pero esta preocupación de seguir el ritmo del mundo debe ser contrabalanceada, prudente y eficazmente, con otra: la de la intensificación de la vida interior.

De lo contrario, se cae fatalmente en el falso misticismo de la acción: acción que ofusca la vida del espíritu, acción vacía, acción sin luz, sin vida; acción que, en vez de llevar el mundo a Dios por medio del apóstol, lleva al apóstol a ser absorbido por el mundo.

Esta consigna que orienta nuestra mística se cultiva en la oración personal y comunitaria, en la lectura de la Palabra de Dios, en la comunión frecuente (no sólo los Domingos), en el examen de conciencia apostólico, en la asistencia espiritual (confesión y acompañamiento sacerdotal), en el estudio sistemático (acompañado por los Itinerarios) y ocasional (motivados por cuestiones puntuales)…

2. En nuestra relación con los hermanos: Comunión.

La segunda consigna es comunión: promover la espiritualidad de la unidad con los pastores de la Iglesia, con todos los hermanos de fe y con las demás asociaciones eclesiales y ser fermento de diálogo con todos los hombres de buena voluntad es el estilo de evangelización que ha de caracterizar al militante, en todos los niveles de participación.

La comunión es ese impulso interior de caridad que tiende a hacerse don exterior de caridad y se expresa como conducta a través del «diálogo».

El apostolado, inspirado en la pedagogía de Dios, es un diálogo que busca la comunión.

En él, cada militante, emulando el proceder de Dios toma la iniciativa para compartir con los hermanos la Buena Noticia de la salvación, sin esperar a ser llamados; impulsados por un amor ferviente y desinteresado; no mira los méritos de aquellos a quienes va dirigido, como tampoco se preocupa por los resultados. Se realiza ser sin especulaciones y sin cálculos. La aventura de la evangelización, aunque es anuncio de verdad indiscutible y de salvación indispensable, busca a través de la persuasión interior y de la conversación ordinaria, ofrecer el don de salvación, respetando siempre la libertad personal.

El apostolado capilar promueve la comunión por eso está abierto a todos sin discriminación, respetando siempre la capacidad de respuesta de los interlocutores a la espera de la hora en que Dios lo haga eficaz.

Todo lo que haga cada militante no lo hace y vive aisladamente sino como miembro de una comunidad (A.C.), que busca asociarse a otros (hermanos en la fe y la buena voluntad) y para invitar a participar de la gran comunidad (la Iglesia)…

Nunca como hoy son necesarios en la acción apostólica el método, la organización y sobre todo la unidad. Todo esto requiere disciplina y comunión. Esta comunión supone disponibilidad y obediencia a la Iglesia, pero va más allá, llega a ciertos detalles de organización cuya eficacia reside en una firme unidad de concepción, coordinación y ejecución. El apostolado capilar exige mucha iniciativa por parte de cada militante, pero iniciativa no es capricho.

La convencida experiencia de comunión ayuda a conciliar la iniciativa más ingeniosa con la disciplina más enérgica. Lo contrario, usando palabras de Mons. Moledo, «deberíamos considerarlo como un delito de lesa A.C.»

Esta consigna que orienta nuestra mística se hace fecunda en la asidua y frecuente reunión de Grupo (parroquial o ambiental), en el cultivo de la fraternidad comunitaria, en la solidaridad institucional –mediante la aportación de fondos para los proyectos pastorales y sostenimiento de la organización–, en la participación deliberativa de los proyectos, en la capacidad de convocatoria a otros hermanos y hermanas de otros grupos o instituciones, tanto civiles como religiosas…

3. En nuestra relación con los demás: Misión–servicio.

La tercera consigna es misión: llevar como laicos el fermento del Evangelio a las casas y a las escuelas, a los lugares de trabajo y de tiempo libre. El Evangelio es palabra de esperanza y de salvación para el mundo.

Ahora bien, convengamos que esta aventura evangelizadora no se basa sólo en palabras…

Jesucristo, que vino a salvarnos, sanó, consoló, apagó el hambre y la sed de aquéllos mismos a quienes enseñaba palabras de vida eterna. Así también nosotros, haciendo el bien posible a todos los hermanos y hermanas posibles. Podríamos decir que el termómetro para medir la intensidad de nuestro amor lo hallaremos en nuestra capacidad de servicio y disponibilidad.

Un apóstol–militante debe estar siempre inquieto y alerta para descubrir, en cada momento y situación de su vida, nuevas oportunidades, de acercar la Buena Nueva a los hombres que lo rodean.

El renovado ardor misionero llevará al militante a procurar la creación y sosteni­miento de servicios que permitan brindar una respuesta efectiva y adecuada a alguna necesidad detectada en un determinado am­biente.

Esta consigna que orienta nuestra mística se acrecienta en el entusiasmo apostólico, en el servicio a la comunión, en la revisión de vida apostólica, en la preocupación y ejecución de los servicios, en la participación ciudadana…

En fin, podríamos sintetizar la mística de todo militante en aquella frase de la canción del aspirante¡La Alegría de ser SANTOS!

 

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