Los laicos protagonistas de la Nueva Evangelizacion
LOS LAICOS PROTAGONISTAS DE LA NUEVA EVANGELIZACION
P.Mateo Pozo Castellanos S.M.
“Las urgencias de la hora presente en América Latina y el Caribe reclaman:
http://www.diocesisdelcallao.org/dctos/Mons.Miguel/laicos.htm
Que todos los laicos sean protagonistas de la Nueva Evangelización, la Promoción humana y la Cultura cristiana. Es necesaria la constante promoción del laicado, libre de todo clericalismo y sin reducción a lo intraeclesial” Doc. Sto. Domingo, 97
“Una línea prioritaria de nuestra pastoral…ha de ser la de una Iglesia en la que los fieles cristianos laicos sean protagonistas. Un laicado, bien estructurado con una formación permanente, maduro y comprometido es el signo de Iglesias particulares que han tomado en serio el compromiso de la Nueva Evangelización” Sto. Do. lO3
Hacemos hoy nuestros estos deseos del Documento de Santo Domingo, para comprometernos a promover “un especial protagonismo de los laicos, particularmente de los jóvenes” (Sto.Dgo.n.293 y la oración del n.3º3),impulsando de este modo, desde comunidades vivas, una Iglesia particular evangelizadora y misionera, en la línea descrita por nuestro obispo en su carta pastoral de julio de l997.
1. Comprender nuestra pertenencia a la Iglesia.
La gran mayoría del pueblo de Dios está constituida por fieles cristianos laicos. Y darse cuenta de esta evidencia debería tener consecuencias muy visibles en las comunidades que confiesan a Cristo como Señor viviente y celebran su fe en él como algo que afecta al modo de vivir. La primera comunidad cristiana inició una nueva manera de ser humanidad. Se sintió una pequeña familia transformada por la fuerza del Espíritu. Y nacieron los signos de la alegría y de la unión fraterna, que tanto llamaba la atención en una sociedad acostumbrada a poner fronteras entre los seres humanos y a mirarse como extraños y competidores. Para interesarse vigorosamente por la tarea de una comunidad hay que sentirse de algún modo partícipe de su vida y de su destino. ¿Cómo situar a los laicos en su responsabilidad eclesial y en su pleno derecho al protagonismo testimonial si desconoce su propia pertenencia a la comunidad eclesial como un don que le viene de Dios y que le da identidad cristiana?
En la Iglesia que Jesús quiso, tiene que haber una manera de ser laicos, de asumir las propias responsabilidades, de testimoniar el mensaje recibido, pues es un mensaje para el mundo entero; sí, una manera de ser laicos en las relaciones con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y una manera de ser laicos en las relaciones con el mundo. El concilio Vaticano II lo expresó admirablemente: “La Iglesia no está verdaderamente formada, no vive plenamente, no es señal perfecta de Cristo entre los hombres, en tanto no exista y trabaje un laicado propiamente dicho” (AG 2l). ¿Cómo fue esa comunidad que nació en el mundo como fruto de lo sucedido hace veinte siglos con Cristo Jesús?
Por los días de Pentecostés, aquel pequeño grupo de discípulos de Jesús sabían que habían sido congregados para tener una relación especial con Cristo resucitado y ayudarle a continuar su obra. Tenían la certeza de que la figura del Resucitado había marcado su destino personal. Ya eran otros hombres y mujeres. En adelante no podían quedar indiferentes ante lo que habían visto y oído. Quedaron comprometidos a vincular sus vidas con el Señor Jesús. Ser y hacer, identidad y compromiso, vocación y misión, ya quedó girando en torno a esa presencia del Mesías.
Aquellos primeros grupos de creyentes eran judíos, pero su modo de relacionarse con Dios, con el propio pueblo y con el resto de la humanidad ya está sellado por la novedad de la Buena Nueva del Reino de Dios que aceptaron como presente en Jesús de Nazaret, ahora resucitado. Y cuando quieren hablar de sí mismo o dar una especie de definición de su nueva visión emplean expresiones como: “Los que seguían a Jesús”, “la muchedumbre de los creyentes”, “los que aceptaron la palabra”, “los de Cristo” (“”cristianoi” decían en griego, o sea, “cristianos”). Y también, para referirse al grupo comienza a tener fortuna una palabra griega, Ekklesía, que significaba “asamblea, reunión” de los hombres libres de una ciudad. Y de ahí viene nuestra palabra IGLESIA. Con esta palabra se designó la “Asamblea del pueblo de Dios”. Cuando se reunían podían estar seguros de ser portadores de una Buena Nueva, continuadores de la misión de Jesucristo, anunciadores y constructores del reino de Dios, poseedores de una gracia capaz de renovar el mundo y de iniciar una humanidad nueva con nuevos criterios de juicio y de acción, colaboradores de Dios y de Cristo en el anuncio de la salvación con la fuerza del Espíritu, único poder capaz de abrir caminos de amor y esperanza con futuro para el mundo.
En esta experiencia hay dos fuertes convicciones para aquellos primeros grupos de discípulos:
- En Jesucristo hemos sido salvados, no por nuestras obras, sino por su misericordia. Y nadie más que él puede salvarnos, pues solo a través de él nos concede Dios la salvación sobre la tierra (Hch.4,l2;cfr.Tit 3,6). Es la identidad: incorporados a Cristo.
- No podemos dejar de proclamar lo que hemos visto y oído (Hch.4,2º) pues lo sucedido es para todos los judíos e incluso para todos los extranjeros, a quienes llame el Señor nuestro Dios ( 2,39). Es la misión: continuadores de su obra.
Aquellos testigos de la presencia de Jesús resucitado eran la Iglesia de Cristo, el nuevo Pueblo de Dios, el Cuerpo de Cristo. Eran un signo visible en la tierra de la comunión trinitaria: un misterio de Comunión.
No existe en el NT ningún libro dedicado a darnos detalles sobre la vida de los primeros cristianos; pero se dan algunos relatos que nos permiten hacernos una idea de aquella vida de fe: Por ejemplo, se insiste mucho en ser “comunidad de servidores” al estilo de Cristo que pasó por el mundo sirviendo y expresamente lo hizo en medio de sus discípulos. También destaca la vitalidad comunitaria (Hch.l3,l-3;l4,27). Tienen iniciativa para anunciar el mensaje en otros ambientes, y también al interior de la misma comunidad: asisten a las reuniones eclesiales, comparten bienes, participan en la eucaristía, ayudan a sus pobres (Hch.6,l-7). Poner el acento en la idea de comunión es ante todo ver a los cristianos, laicos y clero, participar en una tarea común, en una sola obra y misión: la evangelización. La comunión genera comunión.
2. Somos un pueblo que camina.
Han pasado veinte siglos. Y la hora presente lleva las mismas exigencias que en el pasado, porque todo lo sucedido en la misión del Hijo de Dios, Jesucristo, único Salvador del mundo, “ayer hoy y siempre” (Hb.l3,8) fue realizado en favor de toda la humanidad de todos los tiempos. Y este mundo presenta ante nosotros un panorama, en muchos puntos desolador por los graves problemas que le agobian y por el sufrimiento inmenso que soportan tantos hijos que podría ser superado con relativa facilidad si el egoísmo de tantos se convirtiera en generosidad y la indiferencia en actitudes solidarias como lo exigen el encuentro con Cristo y la adhesión a su mensaje. San Pablo recuerda a los Corintios: “Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual siendo rico, se hizo pobre por ustedes para enriquecerlos con su pobreza” (2 Cor.8,9).
La Iglesia que nosotros conocemos es, por supuesto, la de nuestros días; pero cabe preguntarse ¿Cómo hemos llegado hasta esta situación? ¿Qué ha sucedido para que tengamos casi necesidad de decir una y otra vez a los laicos que también ellos son la Iglesia, que estas cosas de la Iglesia de Jesucristo son asuntos que nos conciernen a todos los bautizados? Siglos de historia explicarían muchas cosas; pero lo cierto es que, quienes tienen que responder hoy ante el mundo de lo que es y hace la Iglesia, no son los primeros cristianos sino nosotros que formamos la misma realidad que formaron ellos en su tiempo: el pueblo de Dios en camino, el cuerpo de Cristo en crecimiento, el signo de la salvación universal…Y si ellos hablaron de Dios y su reino en sus circunstancias reales, y suscitaron entusiasmo y una fuerte influencia benéfica en su mundo…una acción semejante está a nuestro alcance porque poseemos el mismo Espíritu y el objetivo sigue siendo el mismo.
La Iglesia de Dios es como un edificio en el que todos somos a la vez los constructores y las piedras. “Piedras vivas para un edificio vivo”. La Iglesia primitiva nos dejó la huella del discípulo-colaborador. Por eso, “el ser de la Iglesia está en función de su origen y de su finalidad”. ¿Por qué y con qué finalidad existe? La respuesta es única: La Iglesia es continuadora de la misión de Jesucristo. Es la que visibiliza el ser y el hacer de Jesús ahora glorioso en el cielo. ¿Qué hizo Jesús? ¿Qué quiso seguir haciendo hasta el final de los tiempos en el mundo? El Papa Pablo VI escribía: “Proclamar de ciudad en ciudad, sobre todo a los más pobres, con frecuencia los más dispuestos, el gozoso anuncio del cumplimiento de las promesas y de la Alianza propuesta por Dios, tal es la misión para la que Jesús se declara enviado por el Padre; todos los aspectos de su misterio (…) forman parte de su actividad evangelizadora, (EN,n.6).
Lo nuestro hoy, como miembros de la Iglesia, es hacer visible esa misma tarea de Jesús: anunciar en el mundo el reino de Dios. Y ¿qué quiere decir esto? Que cuando Dios entra en la vida de los hombres como una realidad viva y misteriosa acontece siempre algo nuevo. Dios se entrega y se hace accesible a los hombres como amor y como gracia cada vez que un ser humano, al escuchar su mensaje, dice, como María: “Hágase en mí según tu palabra”. Y la voluntad humana cambia. Y se experimenta capaz de pasar de “la muerte a la vida” (Jn.5,24).
Todos los bautizados son la comunidad histórica de Jesús que camina hacia el encuentro del Señor glorificado llevando consigo nuevos estilos de vida, sembrando experiencia de humanidad. “La salvación es antes que nada don de Dios que debe ser recibido con reconocimiento y alegría”. Pero este don es fermento que renueva todo tipo de relaciones. La mirada del creyente fiel no solamente es atenta, sino quemira con otros ojos. Es capaz de trabajar con los demás para mejorar permanentemente el mundo desde la situación que envuelve su vida ordinaria. Todo, todo cuanto existe: la propia vida restaurada por la fe y la gracia, los bienes de la vida, de la familia, de la cultura, de la economía, las artes, las profesiones, las instituciones de la comunidad política, las ciencias, las técnicas, la ecología…al mirarlo con los ojos de Cristo, nace un nuevo estilo y se juzga con una nueva luz (Jn.l4,l2-2l)
3. El que cree en mí hará también las obras que yo hago (Jn.l4,l2)
No es fácil hablar del Dios de Jesucristo. Tampoco lo fue para el mismo Jesús. La idea más espontánea que surge sobre Dios suele ser la del “poder”. Por eso la rebeldía que sienten tantos hombres frente a Dios porque deja que exista el mal en el mundo. Si Él es poderoso, piensan que debería usar su poder para acabar con todos los malos. Pero al pensar así no se dan cuenta que al decir “todos los malos” también estamos incluidos nosotros. San Pablo lo expresa con firmeza: Cristo murió por todos en el tiempo señalado, “Dios nos ha mostrado su amor, ya que cuando aún éramos pecadores Cristo murió por nosotros…Si siendo enemigos, Dios nos reconcilió consigo por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, nos salvará para hacernos partícipes de su vida” (Rom.5,7 ss).
Por otra parte, ese afán de disfrutar del mundo y de la vida en lo que tienen de placentero, cercano, asequible, tampoco va muy de acuerdo con un mensaje evangélico exigente, que compromete la vida hasta el sacrificio y la anima a una larga paciencia en su combate por el bien.
Como las ventajas del evangelio no siempre son constatables en bienestar humano inmediato, no es de extrañar esa tentación a considerar la Buena Nueva como algo puramente utópico. Y por eso, la incredulidad tarda en dar crédito al mensaje de la fe, los bienes de la tierra colocan una pantalla a la esperanza, y las actitudes egoístas buscan razones para imponerse al amor y a la generosidad. Sí, es difícil hablar de Dios y hacer las obras de Dios en nuestro tiempo. Pero la palabra de Jesús sigue vigente: “El que cree en mí hará las mismas obras que yo hago, e incluso mayores, porque yo me voy al Padre”(Jn.l4,l2).
4. El protagonismo laical.
a. La Iglesia es una comunión en el Espíritu..
Pero cuando hablamos del Espíritu de Dios hablamos siempre de una realidad amorosa. Y el Espíritu de amor es quien puede provocar iniciativas y compromisos, porque donde existe amor desaparecen las indiferencias, las flojeras y las indolencias. Si una comunidad vive atenta al Espíritu de Dios “nos instala en el amor, nos hace crecer en él y nos impulsa a conducirnos por él”. La conciencia de ser hijos amados de Dios, que reconocen en Cristo al primogénito, da nacimiento a la experiencia de reconocer al otro como hermano y al mundo como casa propia cuyo mejoramiento pide mi colaboración. Pues bien, una Iglesia comunión en el Espíritu es una comunidad de dones y de carismas al servicio de la edificación común. Es una comunidad de convocados, de llamados. Nadie queda al margen por inútil. El Espíritu no crea existencias vacías. Todo bautizado tiene algo que aportar a esta comunidad.
b. La Iglesia es una comunión en el Cuerpo de Cristo.
Todos los bautizados quedan unidos al Cuerpo de Cristo de tal manera que al pertenecer al mismo cuerpo, existimos perteneciéndonos unos a otros. Por eso, sin la Iglesia, que San Pablo llama “cuerpo de Cristo”, el Señor resucitado no está completo. Y mientras la Iglesia no alcance a todos, Cristo no será todo en todos. Por eso la Iglesia mantiene siempre su carácter misionero: existe para difundirse y contagiarse. Pues bien, una Iglesia expresada como comunión de discípulos en el Cuerpo de Cristo no refleja bien lo que es su naturaleza si no se da una verdadera “corresponsabilidad comunitaria”. La corresponsabilidad es, sin duda, una de las manifestaciones propias de una comunidad que quiera ser signo de comunión.
c. La Iglesia es una comunión de ciudadanos que constituyen el Pueblo de Dios .
Es “un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y de Espíritu Santo” (LG 4). Por eso la Iglesia ha sido dejada en el mundo a manera de un signo o sacramento de la unidad del género humano. Y se va formando en la tierra por los que pasan a recibir a Jesús como Señor de su vidas, siendo así “un linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de su propiedad… que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios. A este pueblo Dios lo envió a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (LG 9). Pues bien, una Iglesia, pueblo de Dios, es toda ella de Dios, y como pueblo es toda ella enviada al mundo, al siglo. Por eso, toda la Iglesia, siendo de Dios, es, a la vez, toda ella “secular”, del siglo, de la historia de los hombres. Y tiene que estar en el mundo como signo y testimonio del amor santo y salvífico de Dios. No hay vocaciones para quedar escondidas o simplemente para ocuparse de “asuntos personales”. El asunto más personal del discípulo de Cristo es precisamente intervenir en la causa de Cristo: vivir, anunciar y promover el reino de Dios.
d. Todos continuadores de Cristo. Pero cada uno en su lugar.
¿Cómo podría la Iglesia presentarse como un misterio de comunión para revelar su identidad si en la práctica solo unos cuantos miembros tuvieran el protagonismo de su vida y los demás fueran simples beneficiarios de sus dones o simples oyentes de su palabra o sumisos cumplidores de normas y preceptos provenientes de una minoría influyente? ¿Cómo podría ser una comunidad humana capaz de luchar por los derechos de los hombres y ser experta en humanidad y servicio si en su mismo interior no se reconociera la común dignidad y responsabilidad de los hijos de Dios?
A la luz del modelo de Iglesia que estamos presentando, el clericalismo no tiene sentido. Más aún es un degeneración de su función en la Iglesia. Jesús quiso una Iglesia comunidad de amor y de vida, pueblo organizado, sociedad visible, en la que habría ministerios para el servicio de la comunidad. Pero esta realidad misteriosa sería una “familia de Dios”, no una empresa de dirigentes, funcionarios y obreros. Ha pasado el tiempo de la pasividad de los laicos. Clérigos, religiosos y laicos pondrán sobre el mundo la misma mirada redentora de Cristo.
En una familia no hay por qué hacer discriminaciones. Nadie anula a nadie. Ni seres anónimos en una colectividad, ni seres de segunda clase en un mismo cuerpo. Estas cosas son fáciles de comprender en una Iglesia como misterio de comunión, pues permite ver la identidad de cada uno según sus propias peculiaridades . Juan Pablo II sirviéndose de la imagen de la viña del capítulo l5 de Juan concluye: “Los fieles laicos no son simplemente los obreros que trabajan en la viña, sino que forman parte de la viña misma” (Ch.F.L.n.8ª) y ,citando a Pío XII, añade: “Los fieles, y más precisamente los fieles laicos, se encuentran en la línea más avanzada de la vida de Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Por tanto, ellos especialmente deben tener conciencia cada vez más clara, no solo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia… Ellos son la Iglesia”(Ch.F.L.n.9c)
Si todos los miembros se encuentran “en relación con todo el cuerpo” cada miembro, o sea, cada fiel le ofrece su propio aporte en una diversidad y complementariedad que es esencial a un cuerpo vivo y operante. Sería mortal para el miembro aislarse del cuerpo. Aislarse espiritualmente de la comunidad es incapacitarse para dar frutos de vida. El Espíritu del Señor confiere a cada cristiano suficientes dones y carismas para que pueda aportar al bien común. Y el mismo Espíritu recuerda a cada uno que “todo aquello que le distingue no significa una mayor dignidad, sino una especial y complementaria habilitación al servicio (Ch.F.L.n.20e). Por eso, en cierto sentido, se puede decir: la jerarquía es necesaria; pero ser jerarquía en la Iglesia no es lo primario. En la comunidad lo que es prioritario es la fe y el amor vividos con una misma esperanza. En la Iglesia no hay que extremar las diferencias, sino resaltar la común dignidad e igualdad de los hijos de Dios, así como la complementariedad de los aportes. Ciertamente en una Iglesia de “corte clerical” es tal el relieve que adquiere el clero que lo secundario domina sobre lo primario. Es decir, que los cargos se llenan de honores y los estados de vida de privilegios; pero en ese caso, que va siendo poco a poco superado, los laicos se convertirían en colaboradores del clero. Lo justo es que el clero y los laicos sean colaboradores de Cristo. El jerarquismo no es una virtud sino un defecto. Todavía no está muy lejos el tiempo en que los ordenados de clérigos más parecían señores a quien servir, obedecer y rendir homenaje que verdaderos servidores del pueblo de Dios, elegidos para personificar a Cristo en medio del pueblo. En la Iglesia de Cristo, como misterio de comunión y participación no se disminuye el papel de la jerarquía, ni pasan a ser cargos insignificantes los que representan los pastores, al contrario, merecen todo el afecto y gratitud por su vocación; pero queda mucho más claro que la participación de los seglares en la vida de la Iglesia no es una “galantería” o concesión de la jerarquía que los invita porque tiene un buen corazón o los necesita porque se siente muy sola, sino que es un derecho que nace del llamado de Dios que elige y envía tanto al clérigo como al laico. Y ese llamado pide una respuesta libre y generosa en bien de sus hermanos, tanto al laico como al clérigo.
5. El protagonismo laical en la Iglesia particular.
Como venimos diciendo los laicos tienen una responsabilidad inalienable en el seno de la Iglesia. A ellos se les ha concedido una sabiduría y una responsabilidad propia, que no puede ser invadida por el clero ni por el sector de los religiosos o miembros de la vida consagrada. Pero estas afirmaciones para nada contradicen el hecho de ser la Iglesia una institución jerárquica, ni tampoco se mezclan las cosas, como si por el hecho de ejercer ciertos ministerios ya convirtieran a los laicos en pastores. “No es la tarea lo que constituye el ministerio, sino la ordenación sacramental” (Ch.F.L.n.23b). Y los laicos no reciben esa ordenación sacramental que hace de algunos miembros de la comunidad, “pastores dela Iglesia”. Ninguna tarea eclesial dispensa a nadie de estar en relación con la guía prudente de los pastores. Las tareas eclesiales son siempre “actos eclesiales”, exigen, pues, una fidelidad a la misión única, o sea, que nadie se da a sí mismo la misión. Ya existe.
No es propiamente protagonismo laical, sino más bien una “clericalización” de los fieles laicos, centrarse solo en el servicio eclesial de los laicos “al interior de la comunidad”. Algunos pastores con excelente entusiasmo piensan que han conseguido protagonismo laical en su comunidades eclesiales porque tienen un buen número de ministros laicos para los servicios eclesiales. Eso es importante, pero esa no es la dimensión prioritaria para el laico. Su auténtica dimensión de protagonista debe darse en “el mundo secular” (Ch.F.L.,l5), donde el testigo de la fe se enfrenta al mundo secular.
Los cristianos no formamos parte de la Iglesia universal al margen de la Iglesia particular. Y esta Iglesia está presidida por el obispo en nombre de Jesucristo, sacerdote y cabeza de su Iglesia. El obispo, junto con su presbiterio, reciben de Cristo Resucitado el carisma del Espíritu Santo, en el sacramento del Orden, para servir a la Iglesia personificando a Cristo Cabeza. Y esta “unción” más que un privilegio para la persona que lo recibe es una gracia para la Iglesia entera (Ch.F.L.n.22).
La Iglesia particular o diócesis debe ser un lugar de encuentro, comunicación y fraternidad entre todos los cristianos que la conforman. La unidad de la fe y el amor tienen que estar por encima de las distintas tendencias, orígenes, grupos sociales. Debe ser un lugar en el que sea visible la posibilidad de una convivencia reconciliada entre los hombres. Eso quiere decir, que todos deben poder encontrar dentro de su comunidad eclesial, el mismo reconocimiento, la misma dignidad, la misma atención, puesto que cada Iglesia particular es visibilidad de la Iglesia universal, templo vivo de Dios edificado con las vidas de todos.
Una Iglesia particular evangelizadora acepta vivir en estado de conversión permanente alerta frente a los riesgos que deterioran su identidad. Dos peligros son muy posibles:
a) a) Cuando en defensa del pluralismo (que es riqueza comunitaria) no se aprecia la verdad propuesta autorizadamente por el magisterio. Y entonces más que la pluralidad se está defendiendo la propia ideología o el individualismo sobre la eclesialidad;
b) b) Cuando en defensa de la unidad (tan indispensable en la comunidad) se desacreditan las diferencias o se marca por la sospecha toda iniciativa o creatividad.
En ambos casos, si no se cultivan estos valores se contribuye al descrédito del evangelio y en vez de animar a los hombres a creer en Dios y a vivir como hermanos, la palabra predicada se vacía de contenido y las acciones emprendidas se colorean de hipocresía.
“Lo más profundo de la vida de la Iglesia y del cristiano es compartir el amor de Dios, Padre de buenos y malos, que quiere la salvación de todos los hombres”. Ante esto ¿qué valor tiene el que triunfe la propia opinión sobre la del otro? ¿Acaso no vale más el otro, mi hermano, que sus opiniones?:” Solo una cosa es necesaria, que todos pongamos el evangelio de Jesucristo y la unidad real de la Iglesia por encima de protagonismos colectivos o personales, que todos participemos activamente en la gran misión de anunciar el Reino de Dios de palabra y de obra, de manera lúcida y organizada a los hombres de nuestro tiempo” (CEE, Testigos del Dios vivo,l985)
6. Ha llegado la hora de evangelizar.
Por lo dicho hasta ahora parece claro que la presencia del laicado en la vida y misión de la Iglesia ya no debe ser la de un simple receptor de normas y enseñanzas, como si fuera él mismo “objeto de la pastoral”, sino auténticos agentes vitales de las riquezas de Cristo. Y esto como brazos activos en la Iglesia local, “en medio del mundo” Si en esta hora de evangelizar no se diese una auténtica integración de los laicos en las tareas evangelizadoras de la Iglesia local, ésta estaría gravemente enferma de identidad.
Nuestra Iglesia particular ha sido lanzada a su hora evangelizadora por el apremio de su Pastor. Y este apremio está en perfecta consonancia con la naturaleza de la Iglesia tal como la hemos ido exponiendo. Entonces nos toca ahora sacar algunas consecuencias de la participación de los fieles laicos en la vida y misión de esta diócesis. El concilio al hablar de los laicos les decía:
“Cultiven el sentido de la diócesis, de la cual es la parroquia como una célula, siempre dispuestos, cuando sean invitados por su Pastor, a unir sus propias fuerzas a las inicia-tivas diocesanas. Más aún, no deben limitar su cooperación a los confines de la parroquia o de la diócesis, sino que han de procurar ampliarla al ámbito interparroquial, interdiocesano, nacional o internacional… Tengan así presentes las necesidades del Pueblo de Dios esparcido por toda la tierra”(AA n.l0)
Todos los agentes pastorales con que cuenta una diócesis deben valorar y vivir prácticamente esta dimensión universal y católica de la fe y de la acción evangelizadora.
Sentirse los portadores de un mensaje universal, con muchas dificultades para encontrar oyentes; pero mensaje posible. Y su misma posibilidad la demuestra nuestra propia vida.
***Protagonismo sacerdotal del laico. No son simples asistentes a unas liturgias.
Si los laicos son miembros de un cuerpo sacerdotal, quiere decir que están unidos al sacrificio sacerdotal de su cabeza, Jesús. Y ellos mismos son piedras vivas del templo que habita el Espíritu de Dios. Luego toda su vida es un acto de culto: la vida familiar, el trabajo, las actividades profesionales son actos cultuales. Por lo tanto, el protagonismo evangelizador se mostrará si todas esas actividades se encuentran envueltas en dignidad, respeto, honestidad…Todo esto son su “hostia agradable” ofrecida a Dios. Luego los laicos no son simples consumidores de los sacrificios y de las oraciones de los sacerdotes ordenados. Con su propio sacerdocio real están capacitados para dar un culto “en espíritu y en verdad” con los elementos de su propia vida.
***Protagonismo profético laical. No son simples oyentes de la palabra..
Los laicos son miembros de una comunidad profética, enviada, misionera. Y han sido habilitados para ser continuadores del “verdadero profeta”, Cristo, constituidos por su Espíritu en “testigos” del mismo mensaje con sus mismos valores. La palabra de la verdad también les pertenece y pueden pronunciarla asumiendo sus exigencias y sus consecuencias, a veces, conflictivas. No en vano la verdad y la mentira, la luz y las tinieblas, la paz y la violencia están en permanente combate hasta que llegue “la gloriosa manifestación de los hijos de Dios”.
Tienen que hacer oír su palabra en la comunidad eclesial y humana, su palabra propia sobre una serie de realidades que experimentan de un modo original porque su vocación laica tiene como misión propia el significar esa dimensión secular de la Iglesia.
Donde su vocación profética alcanzará mayor relieve será con el testimonio de su vida, dando testimonio de que la fe cristiana “suscita un nivel de vida más humano incluso en la ciudad terrena” (LG 40).
“La gloria de Dios es que el hombre viva”. Y con este objetivo, su protagonismo profético le llevará, incluso, a correr riesgos personales en defensa de sus hermanos. Un Dios de vida y no de muerte, invita a los laicos a constituirse en defensores de la vida en una sociedad que fácilmente le volverá la espalda. No sin dolor defenderá la vida y los demás valores del reino. Pero Dios no deja solos a sus profetas.
***Protagonismo de señorío sobre las realidades creadas. No meros contemplativos.
Los laicos pertenecen a una comunidad que participa del señorío de Cristo. En este sentido el mundo es un gran templo de Dios y la “casa del hombre”. Mientras llegue el final, esta creación “espera anhelante que se manifieste lo que serán los hijos de Dios” (Rom.8,l9).Los laicos tienen una vocación especial en el ordenamiento de la ciudad terrena para que sea lo más parecido a un pueblo en el que Dios reina.
Este protagonismo brilla en este campo cuando los laicos muestran cómo la creación ha sido puesta por Dios para el servicio del hombre y ninguna de sus criaturas ha de colocarse jamás por encima del Creador. Es el protagonismo de la lucha contra la idolatría, de la superación de todo tipo de esclavitud, de la conquista de la libertad auténtica, de la transformación de las estructuras, de la humanización de las relaciones.
CONCLUSION: No renunciamos a ser una Iglesia para todos
Hoy día la Iglesia como institución no ejerce aquella poderosa influencia de otros tiempos. En muchas partes resulta evidente que ya no ocupa esa posición dominante de la que se benefició durante siglos. La Iglesia va teniendo mayores dificultades para la afirmación pública de su palabra y para referir explícitamente al evangelio su conducta.
Muchos jóvenes manifiestan que se les hace muy difícil evitar cierta marginación de sus propio compañeros si se declaran abiertamente católicos convencidos. Pero ni ellos, ni el resto del pueblo de Dios puede aceptar el resignarse a una privatización total de la fe:
“Rechazamos toda tentación de repliegue eclesial”. Pero siendo realistas con la observación anterior y sabiendo que ya no podemos soñar con una posición privilegiada, más o menos favorecida por los poderes públicos, también afirmamos: aunque sea desde grupos minoritarios y sin favoritismos del poder, seguimos siendo comunidad misionera “vuelta a todos y a todos abierta”, por eso no renunciamos a ser una Iglesia para todos.
La secularidad la ha colocado en medio de una generación que alimenta sus ideas y toma sus normas de conducta de una sociedad que se mueve en torno a la economía, los planes de gobierno, los intereses políticos, las grandes compañías de negocios y mercado, los medios de comunicación social, los avances de la ciencia y las ofertas de la técnica… Los que viven en ese mundo y los que ocupan los puestos de mayor influencia en él son los laicos y no los clérigos. Una consecuencia de esta situación que afecta a las influencias entre la Iglesia y el mundo es que ahora el roce entre las personas, el intercambio de actitudes se da más en conversaciones y ambientes “seculares” que en centros o reuniones eclesiales.
Los puestos que ocupan los laicos en medio de estas estructuras les permiten, si son protagonistas de una nueva evangelización, introducir valores cristianos en todo ese campo de decisiones que, aun careciendo de finalidad religiosa, tocan a la vida del pueblo e incluso a su dimensión religiosa. Por lo tanto, si a esta llamada de los signos de los tiempos no estamos atentos, inclinando la balanza evangelizadora hacia el protagonismo de los laicos, la Iglesia se volverá cada vez más anacrónica.
“Se necesitan heraldos del evangelio expertos en humanidad, que conozcan profundamente el corazón de los hombres, que participen de sus alegrías y esperanzas, de sus angustias y tristezas y que sean a la vez amorosos contempladores de Dios” (Juan Pablo II).
María de Nazareth, que nos pone en especial relación con Jesús, se convierta para todos los fieles seguidores de Cristo en una fuerza renovadora de vida cristiana y motivo de esperanza. Ella vivió su condición laical como un don de Dios. Ella nos acompañará en esta gran tarea de la Nueva Evangelización de nuestros pueblos. Ella nos obtendrá con su intercesión la continua efusión del Espíritu, el gran protagonista del plan salvador. Junto con ella, caminando “bajo el signo de María”, alcancemos a ser “alabanza de la gloria de Dios” (Ef.l,l4)
ALGUNAS PREGUNTAS;
“La Iglesia es siempre una Iglesia del tiempo presente. No mira a su herencia como un tesoro de su pasado caduco, sino como una poderosa inspiración para avanzar en la peregrinación de la fe por caminos siempre nuevos” (Juan Pablo II, en Reims,l2-9-96).
¿Tiene la Iglesia suficiente conciencia laical? ¿Tienen los laicos suficiente conciencia de Iglesia, de ser Iglesia? ¿Qué hacer para despertar esa conciencia?
¿Han asumido los laicos de nuestra Iglesia local sus dimensiones sacerdotal, profética y señorial? ¿Ejercen esas condiciones en su ambiente?
¿Cómo propiciar la corresponsabilidad de la comunidad cristiana y con ello el protagonismo de los laicos en nuestras comunidades locales-parroquiales?
¿Favorece o impide el clero la formación de una conciencia laical participativa y protagónica en sus ámbitos eclesiales?
¿Nos preocupamos por tener presente que el objetivo primordial de toda formación cristiana es el de formar evangelizadores?
¿Dónde y cómo participamos en virtud de nuestra fe de discusiones y acciones que atañen a nuestra vida común y al porvenir de nuestra sociedad?
¿Cómo vivimos la diversidad de la vida cristiana en nuestras parroquias, movimientos, grupos de oración? ¿Qué medios elegimos para servir a la unidad en nuestras comunidades eclesiales?
A veces los pastores toman iniciativas para la evangelización de una zona pastoral o ambiente ¿de qué manera hemos participado en dicha evangelización?
¿En qué actividades sociales o educativas participamos y qué influencia dejamos traslucir de los criterios de nuestra fe en los objetivos propuestos y los modos de cumplirlos? ¿Sentimos esa competencia entre el “miembro de la institución civil” y el “miembro de la institución eclesial” que se da en nosotros? ¿Cómo se concilian sus ideas?