Inicio > General, Material de formacion > La Pedagogía Integral y el Formador

La Pedagogía Integral y el Formador

Lo que se presenta a continuación son unos elementos básicos de la pedagogía integral que el formador debe tener presente.
Fuente: Catholic.net


La Pedagogía Integral

Se puede afirmar que «en el centro de esta pedagógica está la persona humana». Es obvio que la visión sobre el hombre determina las líneas pedagógicas y sus criterios de formación humana y cristiana de todo educador Católico. Por tanto, al analizar el sistema pedagógico Integral, es necesario ver, en primer lugar, aunque muy brevemente, la idea del hombre que se propone.

En este siglo han proliferado muchos humanismos de tipo horizontal. Sin embargo, no han llegado a dar una respuesta plena y satisfactoria a la pregunta sobre el hombre. «La pregunta, ¿quién es una persona auténtica?, se transforma de inmediato en esta otra: ¿qué es el hombre? No faltan las respuestas: la mayoría quedan muy cortas; no hacen honor al hombre, lo degradan a la condición de animal. Otras lo deprimen en una atmósfera de nihilismo existencialista. Esto sugiere que todo intento del hombre de autodefinirse a sí mismo, con las fuerzas de la sola razón y su ciencia, no produce resultado. Hay en el hombre un misterio que se siente, pero del que la razón no alcanza a dar razón. Se hace necesaria una iluminación de arriba: la luz de la revelación y de la fe; sólo bajo su luz se descubrirá la identidad plena del hombre. Hay personas no creyentes que ostentan un elevado grado de moralidad y de coherencia, pero debido a la ausencia de fe, ulteriores dimensiones ínsitas de su dinamismo espiritual se han quedado frustradas o falseadas».

Es evidente que no basta una buena base antropológica para formar al hombre, sino que se necesita un criterio de fe y una perspectiva cristiana y católica, dado que se trata de formar a hombres creados por Dios y transformados -en virtud de la gracia- en hijos suyos. Las acciones y decisiones, la prudencia y la habilidad en el formador, deben brotar de la constante referencia al plano sobrenatural. No hay que olvidar la apelación de la Constitución pastoral Gaudium et Spes, en el número 22: «sólo en el misterio del Verbo encarnado se esclarece el misterio del hombre». Únicamente el formador que sabe acercarse al educando con una visión sobrenatural es capaz de formarlo como hombre verdadero e íntegro.

Se puede, por tanto, describir la visión antropológica de la pedagogía Integral, del siguiente modo: Imbuido del espíritu evangélico, el Educador católico tiene acerca del hombre y del mundo una mirada llena de amor, de profundo respeto, de admiración y de esperanza. Es consciente de los grandes valores que el hombre lleva en sí, de las aspiraciones que lo mueven, de su real capacidad para el bien y para el progreso moral, pero tiene también presente el espectáculo doloroso de las múltiples miserias materiales y morales que lo afligen, que entorpecen y detienen su marcha hacia el bien y le hacen olvidar su vocación divina.
En La comunidad de Educadores Católicos, por tanto, se busca ante todo que ese hombre realice su vocación divina. Es ésta, sin duda, una visión del hombre muy elevada; pero no por ello deja de ser la visión más real y auténtica. Todo hombre, como señalan los Santos Padres, está llamado a la divinización en Cristo; y esto, mediante el desarrollo en su vida de la gracia, de las virtudes humanas y sobrenaturales y de los dones del Espíritu Santo. Quienes están llamados a ser formadores y educadores deben, por tanto, rendir cuentas del logro de esa vocación divina a la que cada hombre ha sido llamado.

Definición de Educación y papel del Educador

Una definición de educación: «Una relación interpersonal, que parte de una persona -el educador, formador, maestro, director o consultor- y se dirige a otra persona -el educando, el alumno, el consultante o el cliente-, por medio de unos elementos enteramente personales, como es la presentación de unos móviles dirigidos a su inteligencia, a su voluntad y a su libre albedrío y responsabilidad. No es un camino de coacción y avasallamiento, sino de autoconvicción y promoción de la persona. Lograr que las personas descubran que han de abrazar una serie de valores y rechazar otros contravalores, no porque los propone y, menos aún, los impone el director, maestro o consultor, sino porque objetivamente los descubre y acepta como un bien para su condición de persona humana. Es un sistema fundado en una filosofía de valores y en una filosofía personalista».

De este texto se pueden destacar fundamentalmente tres elementos:

a) En primer lugar, el elemento personal. La educación es algo humano que requiere la participación de los hombres y de todo el hombre, es decir, se requiere empeñar todas las fuerzas espirituales y humanas tanto de parte del educando como del educador. El muchacho percibe de inmediato si se están entregando enteramente a él, a su formación, buscando sólo su bien. Por su lado, el educador debe calibrar el grado de interés con que se reciben los elementos formativos que él quiere transmitir. Y no hay que olvidar que un buen formador no tiene medidas universales que aplica indiscriminadamente a todos. El buen formador conoce a cada uno en profundidad y actúa con cada uno de la forma más conveniente.

b) En segundo lugar, la presencia de resortes educativos en el educador. No toda relación humana es educativa. Se requiere una intencionalidad objetiva, es decir, una actitud educativa polarizante, que abarque lo más posible toda la actividad espiritual, intelectual y volitiva, y las acciones concretas de cara a las personas que se le han sido encomendadas. El educador busca en todo momento influir, enriquecer, dirigir, llevar a plenitud la personalidad del educando mediante la presentación concreta de unos contenidos, con la actuación de unas virtudes y actitudes y la asimilación de unos principios pedagógicos.

Algunos han pretendido identificar esta mediación del educador en la vida del educando como una manipulación. Pero pretender vivir en una «burbuja de cristal» donde nadie pueda recibir influencias de otros es una utopía. Hay muchos factores que influyen, y deben sanamente influir: personas, alimentación, clima, lugar de nacimiento, época histórica, etc. Es más, el hombre es un ser social y no alcanza su pleno desarrollo si no es en contacto con otros hombres. Esto que se da a nivel humano, se aplica, con mayor razón, en el plano sobrenatural de la fe, en el que se encuentran realidades como la de la paternidad espiritual, el magisterio, el cuerpo místico, etc.

c) En tercer lugar, la autoconvicción, el querer ser educado. Aquí entra en juego la variable libertad que hace que no siempre se logren los resultados deseados, por mucho que haya sido el esfuerzo del formador. Es necesario que el educando empeñe toda su persona para conseguir el fin; de lo contrario, la formación recibida puede reducirse a una ligera capa de barniz. El formador debe tener la pericia y el interés necesarios para despertar en el educando el deseo sincero de formarse: ofreciéndole grandes modelos e ideales, haciéndole ver las urgentes necesidades del mundo y la gran misión sobrenatural que tiene entre manos, lanzándole el reto ambicioso de forjarse una gran personalidad líder para servir mejor a Dios y al prójimo y construir así una sociedad más justa y solidaria; esto es lo que el educador debe presentar para despertar el «apetito» de la formación.

Importancia del papel del educador

Los que somos responsables de la enseñanza y formación de la niñez y de la juventud, debemos tener presente la importancia y trascendencia de nuestra misión, ya que colaboramos a fraguar futuro de las familias, de la sociedad civil y de la Iglesia. Hay que sentirnos estrechos colaboradores de los padres de familia, a quienes compete primariamente la educación de sus hijos. Desempeñemos nuestra labor con responsabilidad, madurez y diligencia. Mantengámonos permanentemente informados sobre las materias que enseñan y sobre los métodos pedagógicos más probados. Sean conscientes del influjo que ejercen en sus alumnos y de la fuerza que tienen su testimonio y su consejo, y busquen como meta de su labor educativa, con la transmisión de sus conocimientos, la madurez humana y social de los alumnos, la formación recta de su conciencia moral, el amor a la verdad y la promoción de auténticos valores humanos y cristianos.

Del anterior reflexión se pueden extraer tres elementos claves.

a) Primeramente, la importancia y el valor de la tarea educativa. Se trata, ni más ni menos, de formar la conciencia y el corazón de las personas; construyendo, ejemplo tras ejemplo, consejo a consejo, con cada motivación y cada corrección, con oraciones y sacrificios, el futuro y la eternidad de los educandos. Esto es algo muy serio que hay que meditar constantemente. Además, el adolescente, es como un arbolito tierno, rebosante de savia joven. Si se torció y no hubo quien lo enderezase, quedó torcido para siempre. «Formar es algo más que un concepto o una teoría, es un encauzar la persona hacia su plenitud y madurez, que equivale a orientarla hacia el fin último de su vida, su ideal, la voluntad de Dios. Formar es colaborar en la construcción del hombre nuevo en cada ser humano».

b) En segundo lugar, se pide a los educadores una actualización permanente. El buen educador no se contenta con lo ya adquirido sino que trata de profundizar más, de estar al día. Es necesario observar constantemente a los que van por delante de uno y que más frutos recaban; hay que saber preguntar, dejarse aconsejar; y hay que leer también buenos libros. Un buen formador busca capacitarse constantemente con el fin de ofrecer un adecuado servicio en su misión, y sabe aprender a partir de su propia experiencia. La falta de preparación no se suple con nada.

c) En tercer lugar, hay que tener en cuenta los diversos objetivos de la actividad educativa: transmisión de conocimientos, madurez humana y social, formación de la conciencia moral, amor a la verdad y promoción de los valores humanos y cristianos. Algunos se ciñen solamente al más obvio, la transmisión de unos conocimientos, escudándose en el cargo inmediato que han recibido. Pero la acción del profesor, del prefecto, de todo educador, puede y debe llegar mucho más lejos. No hay que olvidar que cada palabra o gesto y todas las actitudes del educador, deben ser plenamente formativas. Del mismo modo, cada palabra, cada gesto y actitud del educando requieren ser formados según el estilo que se quiere construir y que debe permear toda su personalidad.


Actitudes Básicas del buen Educador

Una vez vistos algunos elementos generales de la educación y del papel del educador, se señalan en este apartado, sin pretender ser exhaustivos, algunos de los rasgos fundamentales que deben caracterizar la personalidad del buen formador.


Coherencia en la propia vida

La primera ley pedagógica es el ejemplo del educador. Se ha indicado anteriormente cómo los muchachos perciben la autenticidad de vida de sus formadores. Es inútil querer engañarles, al menos por largo tiempo. Es decisivo «el influjo que un formador deja, para bien o para mal, en la cera blanda del corazón de un adolescente».
Ya es sabido que «nadie da lo que no tiene» y que «de la abundancia del corazón habla la boca». Esto debe ser un reclamo constante para la sana autocrítica y para saber corregir con humildad, las continuas y pequeñas incoherencias en la vivencia de la propia vocación y en el desempeño de la misión. Asimismo, esto exigirá una convicción plena en la vivencia de los principios propios: conocerlos, aceptarlos y vivirlos incondicionalmente, integrándolos de modo armónico en la propia personalidad.
En definitiva, se es formador cuando se conquista el ascendiente moral, que sólo se logra cuando la madurez humana empapa y orienta todos los actos. Esta madurez implica la coherencia entre lo que se es y lo que se profesa, y tiene su expresión externa más convincente, también de cara a los propios educandos, en la fidelidad y responsabilidad en el cumplimiento de los compromisos y deberes contraídos con Dios, con la Iglesia, con el Movimiento y con los hombres.


Fe en la misión y realismo efectivo

El formador de adolescentes debe tener una gran certeza en el éxito, por su confianza ilimitada en la acción de Dios. Condición indispensable para que el ideal se pueda lograr es tener plena seguridad de que se va a lograr. En esta lucha sin tregua contra toda clase de obstáculos es necesario armarse de un gran espíritu de fe y de una confianza inmensa. Hay que luchar siempre con gran fuerza y energía.

El buen formador es consciente de estar construyendo sobre la acción de la gracia. Con esta conciencia busca contagiar su amor al ideal alimentándose de una profunda vida de oración y de sacrificio que garantice la fecundidad divina en su acción.

Por otro lado es necesaria, además, una buena dosis de realismo. Una acción es eficaz, a nivel humano, cuando hay una mente realista que observa, analiza y organiza. Esta visión queda sumamente enriquecida con una visión de fe; sin embargo, una cosa no anula a la otra. El formador líder puede errar en la dirección de su acción si le falta una correcta adaptación a la realidad. Por esto mismo el formador no se pregunta qué habría que hacer sino qué hay que hacer, y siempre actúa, después de haber tomado el tiempo necesario para reflexionar, aplicando con prudencia los principios pedagógicos generales a las situaciones concretas.

Se debe fomentar una capacidad para resolver problemas. Las condiciones ideales para el trabajo con adolescentes nunca se van a dar. Los problemas y dificultades serán parte constitutiva del trabajo cotidiano. Es necesario desarrollar una actitud resolutiva. Es inútil estar quejándose de las dificultades, de la falta de medios y de apoyo… El formador tiene que despertar su capacidad de iniciativa, sin esperar a que se lo den todo hecho.

Por otro lado, el formador debe trabajar con sentido de competencia y de conquista de metas y con mentalidad de resultados. Sería una grave omisión dejarse llevar de la improvisación o del trabajo con metas raquíticas. Además, los resultados objetivos han de ayudarle a ser realista, sanamente inconformista, o a saber rectificar el camino cuando sea necesario. Es verdad que con los adolescentes no siempre los resultados se ven de modo inmediato, pero sí se puede evaluar de forma muy precisa todos los medios, los recursos metodológicos, la eficacia y el tiempo real que se está empleando para el bien de las almas encomendadas.

Paciencia y constancia

El formador modela hombres. Sabe que está trabajando con material de barro. Su trabajo de formación trata no con cosas o leyes fijas, sino con personas libres, cargadas de virtudes y defectos, pasionales y sentimentales, y que por ello hay que exigir sin asfixiar y luchar sin desmayar.

Hay que tener muy presente siempre que estás trabajando con personas, con seres humanos débiles y cambiantes, con voluntades ricas y, a veces flojas, con libertades y sensibilidades particulares. Hay que tener paciencia, hay que saber esperar la hora de Dios sobre ellas, hay que animar siempre, manteniendo la esperanza del triunfo. Formar a un ser humano es muy difícil; el ser humano no es una piedra dócil que se deja golpear por el artista. El ser humano es libre, y se duele ante los golpes y se rebela, gime y rechaza la mano que le ayuda. Por eso, para ser un buen formador, hay que ser un hombre lleno de Dios

La constancia debe aplicarse a los grandes apartados de la formación, pero también a los pequeños detalles. «Una de las tácticas pedagógicas del buen formador es la perseverancia e insistencia en los detalles -suaviter in forma, fortiter in re-, hasta lograr que vayan calando los principios y buenos hábitos en cada uno. «El ser humano a base de recordar y repetir asimila, practica y vive lo que se le enseña».

Bondad y exigencia

«Un buen educador entiende que debe guardar el equilibrio entre la intransigencia desmedida y la excesiva suavidad». «Toda pedagogía auténtica se funda en el amor y la bondad rectamente concebida». Un corazón noble muestra siempre actitudes bondadosas y comprensivas. Para orientar a un alma se necesita saber llegar a su corazón y esto sólo se logra con la aceptación de la otra persona.

«Procurará exigir hasta el máximo, sin condescendencias, blandenguerías, bonachonerías, pero al mismo tiempo con suavidad, afabilidad, caridad sobrenatural».

Sólo el hombre prudente es capaz de discernir la dosis que se requiere aplicar en cada momento: «El formador humilde sabe ser prudente, sabe emplear aquellos medios que mejor le ayuden a realizar la obra de educar a su alumno. En ocasiones será exigir sin contemplaciones, como el médico cuando ha de zanjar un tumor maligno con el bisturí. Otras veces, será esperar, aceptar la andanada o el chaparrón provocado por las pasiones desencadenadas del alumno».

Personalidad de líder y sentido de autoridad

El formador es líder y jefe porque sabe guiar sin dominar. El formador es auténtico líder cuando convence con la veracidad de sus principios, la altura y belleza de sus ideales y con la fuerza del testimonio de la donación de sí mismo. Un líder debe lograr admiración y estima por su estilo de vida, suscitando así en los que le rodean el deseo de seguirlo e imitarlo. Resulta indispensable, por consiguiente, que el auténtico liderazgo sea entendido como persuasión a través del propio ejemplo.

El formador inspira respeto en todo momento como fruto de su conciencia de estar desarrollando una gran responsabilidad. Este sentido de autoridad que debe poseer le llevará a hablar y actuar como líder, logrando el fruto de la dócil sumisión de sus formandos. El «respeto a la autoridad» no es una exigencia de la vanidad o el orgullo del formador, sino una necesidad pedagógica que se alcanza cuando el mismo formador sabe transmitir el sentido de autoridad en un clima de verdadera humildad y sencillez, y cuando él mismo es el primero en respetar al educando.

Calma, reflexión y dominio de sí.

Un buen formador nunca se deja agobiar por las circunstancias que le rodean. La serenidad inquebrantable es un medio eficaz para poder infundir valor a los demás en los momentos de mayor lucha y turbación. Estas virtudes definen la altura del liderazgo que ejerce el formador en sus formandos. Hay que aprender a controlar el nerviosismo si se quiere hacerse respetar por los muchachos.

Por ello, habrá ocasiones en que, quizá, la «retirada» será la aptitud más sensata: mejor no intervenir antes que hacerlo con pasión o con sumo nerviosismo. En otros momentos, habrá que afrontar la situación con firmeza, pero siempre bajo el dominio personal. El formador se encontrará en situaciones difíciles donde deberá tomar una serie de decisiones; en esos momentos deberá ser muy sincero consigo mismo para evidenciar los verdaderos motivos que le llevan a una determinada postura o indicación por el bien del muchacho.

Universalidad

Un buen formador buscará siempre crear un clima de universalidad y armonía que refleje una igualdad de trato en medio de las constantes reacciones de simpatía y antipatía que las almas pueden suscitar por su modo de ser o por comportamiento.»No quiera imponerles su criterio. Nunca los desprecie o tenga por menos, ámelos a todos con exquisita delicadeza y universalidad, evitando toda muestra de preferencia».

Es lógico que habrá más cercanía con algunos, y se espera que éstos sean los que mejor responden a la invitación educativa y los que más pueden contribuir al bien de todos los demás.


Principios Pedagógicos Fundamentales


Formación integral

El hombre es un ser maravilloso, rico de elementos diversos y de matices, que requieren una atención y un adiestramiento adecuados. Es necesaria una formación integral de nuestros alumnos, como condición esencial para que cada uno alcance su madurez humana y cristiana. Esta formación integral abarca la dimensión espiritual, intelectual, apostólica y humana.
Se pretende formar a todo el hombre: inteligencia, voluntad, carácter, sentimientos, capacidades físicas y psicológicas, conciencia moral y religiosa; y hacerlo de una manera armónica. Si en el hombre falla alguna dimensión o aspecto, o si se da excesivo énfasis a alguno de ellos en detrimento de otros, no se habrá logrado formar a un hombre íntegro. Por ello, una función prioritaria de la formación es la de lograr lo más posible el equilibrio en todas las dimensiones del hombre, ajustando las fuertes diferencias que por naturaleza pueden darse en las diversas facetas de la personalidad.

Educación a cada uno

Hay que dar atención no masiva ni superficial. Dios no ha hecho a las personas en serie industrial, sino que cada una es obra de artesanía singular divina. El mismo ambiente cultural en que nos movemos hace más urgente reavivar en el corazón humano el deseo de establecer relaciones interpersonales profundas y maduras, duraderas y responsables.
No se trata de que el formando simplemente sienta que una persona está sobre ella para darle una serie de indicaciones y de contenidos formativos. Es clave la relación que se instaure entre formador y formando como camino de motivación y exigencia. El formando debe ver en su formador un modelo y un guía a seguir, de otra forma estaremos ofreciendo una formación y una disciplina sin alma.

Es necesario conocer a cada educando de forma omnicomprensiva: sus gustos, preferencias, cualidades, inquietudes, sus simpatías y antipatías, etc., y ofrecer a cada uno la ayuda que necesita y la exigencia proporcional a sus talentos y capacidades personales. Se debe conocer con la mayor perfección posible la personalidad del formando para ayudarlo, vigilarlo, motivarlo y encauzarlo debidamente. Y nunca hay que pensar que se ha hecho lo suficiente por él y que se puede, en consecuencia, dejarlo sin tanta atención.
Esta atención se hace absolutamente imprescindible al llegar al período tan crítico de la pubertad, cuando se desarrollan los problemas de la personalidad con sus reflejos de rebeldía, frialdad en la vida espiritual y apatía en sus estudios. Lógicamente, al joven de doce, trece o catorce años no se le puede exigir la madurez de una persona de veinte o de treinta; lo cual no quita que el formador exija, con las debidas motivaciones, las expectativas propias de la edad y de la etapa de formación de cada uno.

Autoconvicción del formando y capacidad de dirección del formador

El principio de autoconvicción es uno de los más importantes de la pedagogía integral y quizás una de sus aportaciones más específicas. No basta que el ambiente, los educadores, las herramientas de trabajo se encuentren en óptimas condiciones. Si el educando no desea formarse, no pone lo mejor de su parte, sencillamente no se formará. Llegará a tener una formación endeble y superficial que no calará hasta el interior.

A simple vista podría pensarse que la autoconvicción consiste en dejar solo al educando
para que alcance las metas que él crea conveniente. Es evidente que no se trata de esto.

Por más que muchos psicólogos y pensadores promuevan la liberación y la desinhibición de la persona en el abandono más completo a sus pasiones, caprichos y ocurrencias, marginar al niño en el momento más crucial de su vida cuando se abre precisamente con mayor inquietud e ilusión a su propio futuro, equivaldría a un verdadero crimen moral. En la siguiente parte de este documento se afrontará el modo como el adolescente, más o menos inconscientemente, espera ser dirigido en medio de sus incertidumbres y necesidades; manifestando así el deseo innato de todo hombre de ser orientado, como una exigencia constitutiva de la naturaleza humana, siempre en tensión hacia su fin. Poco a poco, la persona irá adquiriendo seguridad, conocimiento de lo que tiene entre manos para poder caminar por la vida basada en sus propias convicciones, libremente aceptadas.

Conocerse, aceptarse, superarse

La pregunta por la propia identidad es necesaria y lógica, ya que la realización personal y el cumplimiento del propio destino en el mundo tienen una importancia capital en la vida humana, y puesto que a la resolución de esa pregunta están ligadas la felicidad, la plenitud personal y el mismo sentido de la vida. El primer paso para poder hacer algo en la vida es conocerse bien a sí mismo, saber lo que se quiere con precisión y claridad y cuál es la meta a que se quiere llegar, así como los medios justos y concretos que se deben emplear para alcanzar esa meta.

El formador debe hacer entender este principio al muchacho y debe proporcionarle todos los elementos, también prácticos, para que lo pueda realizar en su vida cotidiana; de lo contrario, se encontrará con sorpresas desagradables, y a veces irremediables, en la formación del educando. No es difícil interesar a un adolescente en el tema de su propia personalidad. Lo difícil es lograr que se conozca objetivamente, que se acepte tal como Dios le quiere y que se supere a partir de su situación real.

Del conocimiento, que viene principalmente del autoexamen positivo y de una dirección espiritual asidua, se debe pasar a la aceptación, al saber apreciar y agradecer a Dios las propias cualidades y reconocer maduramente y sin complejos las propias limitaciones, sin envidiar las de otros, que muchas veces no son sino totalmente secundarias o simples apariencias. Es muy importante infundir esta actitud, pues, de no lograrse, será el inicio de muchos traumas y, no pocas veces, del alejamiento de Dios, a quien se verá como un ser injusto «porque no da a todos lo mismo».
La superación vendrá como exigencia de tener que enfrentar fallos, deficiencias, caídas. No basta decir «yo soy así». Como afirma Douglas Hyde: «líder es todo aquél que quiere serlo, a condición de que reconozca sus propios errores». En definitiva, al muchacho le debe quedar claro que tiene que emprender una lucha continua por superarse cada día, que la personalidad no se le da elaborada, que la debe construir con el propio esfuerzo. Tiene que estar convencido de que el camino de la propia superación nunca termina: el día que se dice «hasta aquí», se empieza a retroceder.

Motivación

Motivar es el arte que todo buen educador debe dominar. Cuando se quiere lograr algo de un muchacho, es necesario tener en cuenta que, antes de exigirle resultados, hay que motivarle y hacer que esa motivación sea efectivamente interiorizada.

Quienes actúan por temor nunca llegan a realizarse porque el hombre llega a su plenitud sólo en el amor. No se deben crear, ni es pedagógicamente acertado, personalidades que se muevan por extraños mecanismos de autodefensa. La pedagogía, Integral es eminentemente positiva y constructiva: educar la conciencia y la libertad para que se adhieran a la verdad y al bien movidos por la fuerza del amor.
En concreto, la motivación de la salvación de las almas es muy fuerte y puede ser un arma constante si se sabe presentar bien, pues la salvación de los propios familiares, compañeros y amigos, de los pecadores, etc., es una necesidad constante y real. Por supuesto, el amor a Cristo, el ayudar a su Iglesia, el evitar que sufra en sus miembros, el ayudar al Papa, son fuentes esenciales de motivación. De igual forma la motivación de ser un gran líder y de prepararse para hacer grandes cosas por Dios y por el mundo.

hay que hacer profundizar estos valores de la existencia del cristiano a través de la palabra, del ejemplo y del compromiso personal. Y, una vez logrado el liderazgo espiritual y humano, nos enseña a manejar dos registros en la vertiente psicológica: uno, el reconocimiento por lo objetivamente alcanzado, que se manifiesta de palabra y, sobre todo, con hechos y gestos; como por ejemplo, la confianza que se deposita en una persona al encomendarle una tarea u oficio de cierta envergadura; esto es un reconocimiento por lo realizado y, al mismo tiempo, un nuevo reto para alcanzar nuevas cotas. Otro, el estímulo para lograr nuevas metas, para «no dormirse en los laureles», si es el caso, o sacudir el sopor o la pereza que impide el despegue. Este estímulo se manifiesta también de diversas maneras: expresando insatisfacción por los resultados obtenidos hasta ese momento, abriendo los ojos a nuevos horizontes, comentando los logros alcanzados por otras personas, etc.

Actitud preventiva

El sistema preventivo tiene, entre otras funciones, la misión de preservar a los educandos de todas las circunstancias que los pueden llevar al mal y educarles para que puedan reaccionar correctamente. Asimismo, este sistema ayuda a preparar a los muchachos para que sepan afrontar el mal o las circunstancias negativas inevitables. Hay que tener cuidado, sin embargo, de no sobreprotegerles para no hacerles incapaces de superar las dificultades con las que, ciertamente, tendrán que enfrentarse en su vida.

Un buen formador siempre estará vigilando, anticipándose y anticipando acontecimientos. Para el adolescente la vida es novedad, para el formador es una escuela para observar y enseñar. La constancia en la vigilancia es una manifestación clara del amor auténtico y del deseo de colaborar en la formación de las almas. De aquí brota un trato entre formador y formando análogo al del padre con el hijo, imagen del amor que Dios tiene por cada una de las almas que le confía.

La atención personalizada es uno de los mejores aliados del método preventivo. Cuánto ayuda a los adolescentes en su desarrollo el contar con un guía que les ayude a evitar el enfrentamiento con situaciones que no conllevan en sí ningún bien. El formador debe estar siempre alerta, siempre en vela. Una mirada penetrante y prudente hace que los ríos más impetuosos no se desborden de su cauce, gracias a una acción previsora y eficaz

Clima de confianza

Este clima se hace más necesario ante las incertidumbres e inseguridades de los adolescentes. Deben sentirse «a gusto» con sus formadores, con la seguridad de que serán aceptados y comprendidos siempre que les confíen algo. A fin de cuentas, el educando sabe que lo que se le dirá es para su bien y eso ayudará también a romper temores e inseguridades. Deben tener una certeza absoluta de la total discreción del director. La ruptura de este clima de confianza, sea por incomprensiones sea por indiscreciones, supone, en la mayoría de los casos, una ruptura definitiva de la labor educativa.

Para crear este clima de confianza es imprescindible trabajar por alcanzar unos resortes psicológicos básicos: serenidad emocional ante lo que el formador observa o le es relatado; aprender a escuchar sin interrumpir y sin distraerse; mostrar un verdadero interés con los gestos y las palabras; saber cuidar el ambiente externo y estar atento a las posibles interrupciones en el diálogo personal, etc. El adolescente conecta con quien sabe mirar acogedoramente, con quien no reprocha ni condena, con quien impulsa decididamente a hacer crecer al educando en su camino de maduración, asumiendo todas las consecuencias que esto implica. El educador preocupado por ayudar a los jóvenes y descubrir sus valores debe sobresalir en el arte de escuchar y de responder.

Disciplina

«La indisciplina es el principio de la ruina de toda sociedad humana y de toda persona». Es una realidad que se puede constatar fácilmente a nivel social: grupos humanos que se hallan en la cumbre del florecimiento, se empiezan a desmoronar y caen en el abismo del abandono, precisamente cuando se introduce en ellos el desorden y la indisciplina.

Se debe partir de la convicción de que la disciplina interna es la que permite la formación integral y armónica. La disciplina externa es reflejo de la interna y, a su vez, consolidación de ésta en una especie de círculo virtuoso que se genera entre ambas. Esto permite además la disciplina en los grupos humanos, condición para la formación grupal y para la creación de buenos ambientes formativos.
Ciertamente, muchos adolescentes al principio no son todavía capaces de proceder en base al espíritu de convicción, por lo que la disciplina externa será ayuda imprescindible para generar la disciplina interna. También hay que tener en cuenta que el grado y el modo de la exigencia disciplinar, a veces, está en relación directa con las características de los jóvenes con los que se trabaja habitualmente. Por este motivo, en algunos momentos se empleará una disciplina de apariencia severa, viril y recia; como una exigencia del interés íntimo y personal que se ha puesto en cada uno de los muchachos.

No se trata de imponer a la fuerza, ni de ponerse «en plan policía». Una disciplina así sería rechazada y no conseguiría sus frutos. Hay que hacer ver al joven la razón de ser de la disciplina y el por qué de cada norma (en especial, de aquellas cuyo cumplimiento les es más costoso); de lo contrario la rechazarán, al verla como algo caprichoso, molesto y sin razón de ser.

Unas palabras sobre la cuestión de los castigos. En primer lugar hay que decir que los castigos físicos quedan totalmente prohibidos. En segundo lugar, hay que analizar con qué actitud se impone el castigo. El adolescente, por su edad e índole, posee un agudo sentido de la justicia y está dotado de especial sensibilidad. Por ello, si él percibe que el castigo proviene de una actitud pasional del formador, adoptará una actitud negativa de rencor, de encerramiento, de orgullo herido; si percibe que el castigo se debe a una falta de liderazgo en el formador, perderá valor para él la autoridad y se le abrirá la puerta a una indisciplina mayor. Por el contrario, si la sanción es justa y está respaldada por una buena dosis de motivación por parte del formador, reaccionará, aunque no siempre inmediatamente, con nobleza y con fe, y procurará rectificarse.

Muchas veces los formadores se vuelven impacientes porque no pueden controlar la disciplina en las reuniones, en las actividades recreativas, en el dormitorio, etc., y recurren a los castigos o a las reprensiones, creando una situación peor y del todo antipedagógica. La solución no está en la «magia negra» de las caras largas, de los enojos, de los castigos, las amenazas o las llamadas de atención y las humillaciones públicas, ya que lo único que hacen es provocar una mayor desobediencia e indisciplina, favoreciendo la intriga, la sumisión forzada y la rebeldía interior. La solución en estos casos es, frecuentemente, muy sencilla y de elemental sentido común: tener desde el inicio buen ascendiente y dominio de la situación, preparar mejor las reuniones para que sean interesantes, programar mejor las actividades para lograr la animación y la recreación disciplinada. El castigo debería ser para un formador el último y extremo recurso.
Además de que el castigo debe ser justo, es decir, proporcional a la falta cometida, y puesto únicamente con un fin realmente pedagógico, el educador debe vigilar para no poner sanciones que luego él mismo no podrá exigir. Asimismo, debe discernir el momento y la circunstancia más oportuna para poner la sanción, aunque no conviene distanciarla mucho del momento en que se cometió la falta, de modo que no pierda su eficacia pedagógica ni se vea como un acto de resentimiento guardado.

Formación de liderazgo

Vale la pena invertir tiempo y energías en la formación del liderazgo de los educandos con más posibilidades, ya que de ellos se recibirán réditos mayores por el influjo positivo que ejercen sobre todo el grupo.
El educador debe aprender a conocer la psicología del líder para saber trabajar con él: saber cómo se ve el líder en relación con los demás; cómo entiende el papel de las relaciones humanas y sociales; cómo no puede no expresar sus dotes directivas, organizativas y creativas; cómo necesita una atención personalizada, esmerada y continua. El líder estará a la expectativa de recibir del formador todo lo que él está buscando; si no se lo saben ofrecer, pronto se alejará.

Trabajo en equipo

Ha de procurarse, en la medida de lo posible, que los equipos sean homogéneos y que en sus miembros exista una afinidad de amistad, educación, grupo social y edad, para que se desarrollen con mayor eficacia y espontaneidad.
Cuando un grupo humano está posesionado de una mística que lo une en el mismo ideal, los esfuerzos de todos confluyen en la persecución de un mismo fin; cada uno, aun trabajando en su propio campo, pone lo mejor de sí mismo en la construcción de la obra común, se suman los esfuerzos de todos y los resultados se multiplican, sin desperdiciar energías.

Asimismo, este principio implica el trabajo en equipo entre los mismos formadores, ya que la formación de la niñez, de la adolescencia y de la juventud es algo complejo. Cuánto ayuda en la conquista de los objetivos formativos el contar con un equipo de formadores en el que todos se puedan apoyar y estimular. La vigilancia de varios formadores, el constante intercambio de opiniones, la ayuda desinteresada en los momentos requeridos hacen que la labor educativa sea siempre progresiva y en constante enriquecimiento.

Esta labor exige, por parte de los formadores, la delimitación clara y el respeto a la función que cada uno tiene en relación con el educando. Existe siempre el peligro de confundir al muchacho cuando, desde diversas partes, le llegan consignas contradictorias. Asimismo, hay que cuidar que este trabajo en equipo no redunde en detrimento de la reserva y de la discreción, a la que antes hemos aludido, dentro de la cual el adolescente se abre, normalmente, a un formador más que a otros. No hay nada peor para un adolescente que el percibir que sus problemas «corren de boca en boca». Además, por elemental sentido de prudencia y de respeto al derecho a la reserva en relación a la propia intimidad, un formador no se puede permitir violar lo que una persona le confía.

Está de por medio, también, la necesaria colaboración de todas las instancias educativas: la familia, la escuela, los grupos juveniles, etc. Sin la unión de estas instancias no será posible la formación: fácilmente se podrá destruir por una parte lo que se ha estado construyendo por otra.


Al centro de todo formación está Cristo

Es evidente que el verdadero arquetipo de la antropología cristiana es Cristo. Este principio tiene sus repercusiones pedagógicas. Por ejemplo, no se trata de ver ni proponer a los educandos las virtudes en general, sino encarnadas en la persona de Cristo. «Nunca queráis una virtud por sí misma, sino en cuanto que está encarnada en nuestro Señor». Es por ello que todos los objetivos de la Pedagogía Integral, como se verá en el siguiente documento, están construidos sobre la base de Cristo, en su dimensión de liderazgo, como guía firme, como amigo fiel, y como apóstol que invita a ser apóstol. Si se entiende y aplica puntualmente este principio de la metodología, se habrá dado un paso clave hacia la verdadera eficacia educativa; la eficacia de quien entiende que el hombre busca un ejemplo concreto en quien reflejarse y a quien imitar. Sólo se forma integralmente quien asimila y asume en sí la personalidad de Cristo, verdadero hombre-Dios. Y hay que recordar que la verdadera eficacia sobrenatural parte de la gracia; sin ésta, nada se logra.


contenidos educativos: Desarrollo de las dimensiones de la persona

Hasta el presente se ha intentado dar una definición de lo que es la educación, de su importancia y del papel del formador. Posteriormente se han analizado las actitudes fundamentales que no pueden faltar en el formador; y, finalmente, se han señalado los principios pedagógicos básicos que deben aplicarse en el trabajo con los adolescentes. A continuación se hablará de los contenidos que no pueden faltar en la formación integral de los educandos.

Ante la dificultad de lograr el ideal, el formador debe redoblar su esfuerzo y vigilancia para proponer con elegancia y firmeza a los adolescentes un ideal de vida que valga la pena. Padres de familia, profesores, adultos… todos debemos sentir el reto de formar al futuro de la sociedad, a la juventud, siempre de cara a los grandes y perennes ideales. Educación en el amor de Dios, por el único ideal que perdura por siempre y unifica la vida del hombre creyente: Dios nuestro Señor, nuestro Padre y nuestro Creador.

Enseñar contenidos doctrinales y enseñar a usar la inteligencia. Educar las potencias humanas y las virtudes morales y sociales. Formar la dimensión espiritual-religiosa y apostólica del hombre.

Formación intelectual

Contenidos educativos

En primer lugar, la formación intelectual que dará a los muchachos las bases y herramientas para crecer como hombres maduros. Se debe lograr que los educandos gusten y amen la verdad, con mucha más razón cuando se trata de ofrecerles las herramientas básicas para conocer y defender su fe o para realizar su futura profesión con altura


Hábitos y estructura mental.

Además de la enseñanza de los contenidos necesarios, están las herramientas inmediatas para poder asimilarlos debidamente. La inteligencia tiene una forma de actuar: es necesario acoplarse a esta forma. Estos los buenos hábitos mentales (reflexión, capacidad de juicio, capacidad de síntesis y análisis). En este sentido, a los educadores les corresponde un papel fundamental. Ellos, además de transmitir unos conocimientos, tienen que formar esos hábitos intelectuales en sus educandos.
Hay dos formas de perfeccionar los hábitos. En primer lugar, mediante la repetición de actos apropiados (cada vez con mayor perfección); y en segundo lugar, realizando actos cada vez más complejos. Esta metodología debe estar presente de modo especial en el trabajo con los niños y adolescentes concursos de memorización y redacción, actividades dinámicas como debates, mesas redondas, etc; de manera especial las buenas lecturas…

La imaginación y las facultades estéticas.
Para orientar todas las potencias se hace imprescindible ayudar a los muchachos a ordenar su mundo imaginativo, de modo que puedan ponerlo al servicio de la razón y, sobre todo, de la fe. Sin duda que una imaginación bien aprovechada será una herramienta excepcional para fomentar una rica vida interior y una relación cercana con el Espíritu Santo que imprime interiormente la imagen de Cristo. De igual modo, se constata que en muchos frentes se busca desfigurar el mundo creado para así alejarlo del Creador y, así, se exalta lo que va contra la belleza, contra la proporción, contra el esplendor del ser y de la verdad, presentándolo falsamente como lo bueno, lo bello y lo verdadero. Es urgente, por ello, presentar a los niños y adolescentes todas las dimensiones positivas del mundo, enseñarles y hacerles gustar la belleza de lo creado, llevarles al goce de la contemplación estética, camino seguro para el descubrimiento de Dios como valor realmente atrayente, como valor absoluto de belleza, único capaz de colmar el ansia de belleza y de gozo que esconde el hombre en su totalidad de alma y cuerpo.


Aplicación.

Definitivamente, la presentación de los contenidos intelectuales necesarios para tener una visión adecuada de Dios, del mundo y del hombre, debe hacerse de forma sumamente dinámica y atractiva, siempre con la intencionalidad de la aplicación inmediata en la labor apostólica y espiritual que los muchachos deben realizar.
Es imprescindible que los que trabajan con adolescentes estudien bien los objetivos formativos para cada etapa evolutiva y la sugerencia de aplicación concreta, que se ofrece en el siguiente documento de este manual. En definitiva, los contenidos propuestos deben ser presentados a los muchachos en su totalidad, mediante las diversas actividades de la vida normal en un salón de clases.


Formación humana


Educar la sensibilidad y los sentimientos.

En la formación de la sensibilidad se procura «la integración de sus fuerzas afectivas y emotivas bajo el yugo suave de la fe, de la razón, de la voluntad y del amor sobrenatural. Se pueden definir los sentimientos como «reacciones de la psique al verse afectada por personas, cosas, acontecimientos, etc. Si son muy intensos y breves, los llamamos emociones».

Hay diversas clases de sentimientos: están los corporales -hambre, sed, cansancio-; los de índole psíquica, como la tristeza que oprime, la alegría que exalta, la gratitud que conmueve, el amor que enternece; y, finalmente, los sentimientos espirituales que corresponden a una simpatía afectiva o empatía con el bien y la virtud, suscitados en el alma por la presencia o ausencia del bien moral (gratitud, amistad, caridad, pureza, piedad). Dentro de esta variedad de sentimientos es importante que se dé una justa jerarquía y que sean compatibles con la propia condición.

Es fácil caer en el peligro de dar a los sentimientos una papel central. El sentimentalismo es el enemigo número uno de toda formación sólida y constante. En lugar de regir la razón y la voluntad, gobierna el sentimiento, lo variable. Por eso, apoyar una formación sobre «lo que siento», es exponerse a un fracaso cierto y a repetir la insensatez de aquel señor que edificó su casa sobre la arena movediza: vinieron los vientos, la lluvia, y todo se perdió.

Pero no hay que irse tampoco al otro extremo, es decir, al desprecio de los sentimientos. Cuando estos son gobernados por la voluntad y el entendimiento, se convierten en potencias enriquecedoras de la personalidad, necesarios para obtener el fin. Un hombre sin sentimiento es un ser incompleto. No cultivar los sentimientos significa, además, no cultivar la sensibilidad humana, moral y religiosa.
Asimismo, es de vital importancia que el educando aprenda a distinguir entre sentimientos y actos de la voluntad, entre sentir y consentir. La persona recibe continuamente impresiones negativas, sea interna que externamente, por ello debe discernir cuándo está participando activamente al consentimiento de esas impresiones y cuándo su voluntad las rechaza, a pesar de que puedan dejar una huella fuerte en la sensibilidad. Esto, bien explicado, evitará muchos problemas a las personas.

Educar para la madurez.

En todo hay que ver el fin, y el fin de la educación humana es el logro de la madurez. ¿A quién se puede considerar maduro? Se puede considerar madura a la persona que ha adquirido la capacidad habitual de obrar libremente, es decir, de hacer opciones conscientes y responsables, sin nunca después arrepentirse de ellas y, menos aún, pasarse la vida replanteándose sus decisiones, por no haber adquirido una seguridad y una certeza válida sobre ellas. Se puede considerar madura a la persona cuyas fuerzas emotivas están bajo el dominio de la razón, que no vive de sentimentalismo, de impulsos, de tendencias, sino que se rige por principios y convicciones, aunque a veces las emociones o los sentimientos vayan en dirección contraria.

«El hombre maduro es también aquél que está siempre en actitud de donación, de apertura, de servicio, de entrega a los demás, mientras rechaza todo tipo de egoísmo, de encerramiento, de particularismo, de individualismo». Es en esto precisamente en lo que el formador debe tener puesta su mirada. Es lógico que no siempre le tocará ver frutos acabados pues, por definición, el adolescente es el que está en camino hacia esa madurez.

Educar la voluntad.

El hombre «es más hombre o lo es de verdad, por el dominio de sus facultades superiores sobre sus instintos, en cuanto haya logrado formar esta facultad. Porque aunque la inteligencia nos ilumina, la memoria nos recuerda y la fe nos enseña, el actuar o no actuar como hombres libres y creyentes, honestos y rectos, depende del grado de finura y robustez que hayamos logrado obtener en esta facultad timonel que es la voluntad».

Una voluntad bien formada es la clave de todo el desarrollo posterior de la formación espiritual, humana e intelectual. La falta de voluntad puede convertirse en la guillotina de todas las aspiraciones y esfuerzos en el camino hacia la perfección. Por ello se debe luchar para que los educandos no conozcan derrotas definitivas y, sin duda alguna, la voluntad es un arma imprescindible para evitarlas.

Educar el carácter.

El carácter constituye «ese modo de ser propio» que distingue a un ser humano de otro, aparte de las diferencias existentes por su apariencia externa. En casos normales, no debe considerarse el carácter como una fatalidad en la vida humana, empujando al ser humano a obrar en una determinada forma. La psicología de la persona es el resultado de una interacción entre el substrato constitucional heredado, el ambiente y las decisiones de la propia voluntad. El primero elemento, a pesar de su fuerte inmutabilidad, es posible educarlo y dirigirlo en sus manifestaciones. El ambiente, puede estar en las propias manos crearlo o modificarlo en un determinado sentido.

Educación de las virtudes morales y sociales.

La formación humana debe tender a desarrollar aquellas virtudes morales que hacen más íntegro al hombre y más nobles sus relaciones con los demás, como son: la sinceridad, lealtad, fidelidad, gratitud, la justicia y la servicialidad, la determinación y constancia, la entereza de ánimo, etc. No siempre se procura el cultivo de estas virtudes ni existe el ambiente propicio para cultivarlas. El formador no las puede darlas por supuesto pues son fundamentos que, antes o después, hay que colocar como condición necesaria para la construcción de una personalidad sólida.

Especial importancia entraña la formación en la sinceridad. El formador debe hacer comprender al muchacho el valor de la integridad, de la transparencia y de la sinceridad en medio de las posibles miserias humanas. El muchacho debe comprender lo triste que es vivir con máscaras, dividido, con dobleces e hipocresías; debe comprender el peligro de ir deformando la conciencia poco a poco, mentira tras mentira.
Es imprescindible tener en cuenta la educación social. La educación social es la «tarjeta de presentación», la puerta por donde se entra a la vida de los demás, ganando su confianza y su colaboración. El formador debe aprovechar toda circunstancia para educar al muchacho en esta dimensión social, enseñándole el valor de los detalles de la educación social, haciéndole gustar la posesión de una personalidad atenta y educada, fina en el trato, afable y acogedora. Es importante evitar el peligro de pensar que la formación social es sólo una máscara, una serie de ritos externos, una especie de representación para quedar bien ante los demás.
Educar las pasiones.

Al hablar de las pasiones no hay que olvidar que, por la huella del pecado original, han quedado desequilibradas, y que, por tanto, los educandos se ven seriamente afectados por ellas: la soberbia, que es la reina de las pasiones; la vanidad y la envidia, que son hijas de la soberbia. Y experimentarán, también, la lucha para vencer la tendencia a la comodidad, al hedonismo, a la posesión desenfrenada de las riquezas y de los bienes materiales. Todas estas luchas y enemigos se presentan, día tras día, en la vida de los hombres.

El punto de partida para la formación de las pasiones consiste en tener en cuenta que no se pueden extirpar, sino que es necesario encauzarlas adecuadamente. No hay que olvidar que la fuerza pasional, que puede desviarse hacia la soberbia y la sensualidad, debe reorientarse para ayudar a la conquista del ideal de formación, a la conquista de uno mismo, a la transformación en Jesucristo y para bien del trabajo por el Reino.

Educar la conciencia moral.
«Nos toca vivir en una época en la que es muy fácil la desorientación de los criterios morales y éticos. En efecto, estamos asistiendo a una desorientación gigantesca de la conciencia individual y social, hasta el punto de que a muchos les resulta difícil distinguir los límites de lo bueno y lo malo… Por ejemplo, nunca como hoy ha sido el hombre tan sensible a su libertad y nunca ha hecho peor uso de ella: así, por un lado, escribe una carta de los derechos humanos, y, por otro, los suprime de raíz por el aborto, la eutanasia… Por un lado, proclama a los cuatro vientos la propia madurez y, por otro, adopta como pauta de comportamiento normas tan volubles como la opinión pública, los eslóganes de moda y los modelos culturales y sociales del momento».

La pedagogía Integral pone especial énfasis en los valores morales que norman el comportamiento humano. Pero como base para la recepción de dichos valores es necesario ayudar a las personas a formar una conciencia recta, cuyas normas de conducta se fundan en la ley objetiva que el hombre descubre y reconoce en su naturaleza humana, con ayuda de la recta razón, y cuya formulación general se resume en el adagio latino: Bonum est faciendum, malum vero vitandum (Hemos de hacer el bien y evitar el mal). En resumen, la conciencia recta es la que actúa según el bien objetivo que le presenta la ley natural y la ley divina.

«Puesto que la conciencia es centro de la persona y guía del obrar natural, esfuércense activamente por formarla recta y madura, temerosa de Dios, abierta siempre al bien y a las inspiraciones del Espíritu Santo, capaz de discernir lo bueno de lo malo y de la mentira, y eviten la insinceridad y la inautenticidad, tan contrarias al espíritu de Cristo.

Por otro lado, se debe explicar claramente al formando los tipos de conciencia y ayudarle a discernir cómo es la suya. Asimismo, hay que presentarle los medios más adecuados para la formación de la conciencia: su seguimiento fiel, el conocimiento y la obediencia a la ley de Dios y al magisterio de la Iglesia, la dirección espiritual, el examen de conciencia, etc.

Formación espiritual

De la conciencia moral se pasa a la genuina experiencia religiosa del hombre. El educador debe trabajar sin descanso para que el muchacho o joven experimente a Dios como el Amigo que lo interpela y le invita a llevar a cabo un proyecto de realización de sí mismo dignificante y pleno y que, por esto, se constituye en norma suprema de la conciencia. Todo el esfuerzo ético del hombre equivale a la respuesta personal, amigable y filial a esta interpelación de un Dios, Padre y Amigo. La conciencia, por el contrario, comienza a deformarse cuando deja de ser la voz del Amigo que pide, invita y sugiere.
«La clave de bóveda de esta concepción es la convicción de que la persona humana está abierta al Absoluto transcendente que es Dios, no como un valor al lado de otros valores, sino como la Causa que funda y de la que mana todo valor. En este sentido lo podemos llamar Valor supremo, en cuya posesión y fruición la persona humana alcanza su misma realización».

Lo que primeramente define al hombre, por tanto, no es su libertad, sino su dependencia de Dios. Sin Él o al margen de Él, no sería nada. De aquí se derivan una serie de consecuencias; entre otras, la de que hay que dar a Dios el primer lugar en la propia vida. Además, se trata de obrar conforme a lo que Él quiere para cada uno. La libertad humana en sí misma podría, absurdamente, dictar la última palabra sobre el propio actuar alejándose de Dios, cayendo así en una contradicción. Pero la libertad se sabe para el amor, por eso su plena realización le viene en la búsqueda de la verdad, en la adhesión firme a la voluntad de Dios. Sin duda que es ésta una de las ideas principales que se deben clavar en la mente y en el corazón de las personas desde su primera infancia.

Desarrollo de la vida interior.

La vida interior consiste en el desarrollo de la semilla que Dios deposita en el alma del cristiano el día de su bautismo -la gracia y las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad-, según la propia vocación. La vida interior es mucho más natural y sencilla de lo que muchos creen, porque es simplemente la unión real, natural, personal y constante con Dios, fundada en la vida de gracia. Es la identificación del corazón y de la voluntad con la voluntad santísima de Dios, hasta tener los mismos sentimientos de Cristo, como señala san Pablo. Es la actitud de amor filial y confiado que impulsa a mantener con Dios la postura de un hijo amante del Padre.

Formación de hábitos espirituales.

El educador debe tratar de formar en el educando unos hábitos determinados. Por ejemplo:

a) Hábito de vida de gracia, ayudado por la recepción frecuente de los sacramentos, y de vivir permanentemente en la presencia de Dios, para que siempre autenticidad, la honradez y la rectitud regulen sus relaciones con Dios, con el prójimo y con ellos mismos.

b) Hábito de oración y de intimidad con Cristo en la Eucaristía, para que sean hombres de Dios y jóvenes apasionados por la causa de Cristo.

c) Hábito de fe para que vivan en una dimensión sobrenatural y aprendan a contemplar la vida, los acontecimientos, las pruebas, los sufrimientos, todo, con los ojos de Dios.

d) Hábito de la adhesión inquebrantable a la voluntad de Dios, para que siempre y en todo momento ella constituya el valor supremo de sus vidas.

e) Hábito de celo apasionado por la salvación de las almas, para que la Iglesia y la instauración del Reino de Cristo polaricen siempre sus ilusiones, anhelos y proyectos.

f) Hábito de caridad y servicialidad, de forma que toda su vida cristiana tenga el sello de la autenticidad según el mandato de Cristo.

g) Hábito de la abnegación en el seguimiento de Jesucristo, para que forjen la verdadera vida cristiana, en donde la cruz tiene la primacía sobre el placer y el éxito humano.


Formación apostólica

El alumno debe aprender desde el inicio que recibe para dar. La llamada al apostolado es para todos los cristianos y resuena en todas las épocas y lugares. Pero Dios ha querido en nuestro tiempo suscitar una más clara, sentida y universal conciencia de esta obligación. Compete, pues, a todos los cristianos el responder activa y convincentemente a esta urgencia de Dios para extender su Reino entre los hombres.

El formador comprenda que no se trata de lograr que los muchachos dediquen algunas horas de su tiempo a realizar actividades apostólicas más o menos atractivas. De lo que se trata, primeramente, es de que cada adolescente sea profundamente consciente de que tiene que ser apóstol las veinticuatro horas de su día, de que tiene que pensar y vivir polarizado por la salvación de las almas que Dios le ha encomendado. Será necesario, pues, que el educador vaya formando, poco a poco, esta personalidad apostólica en cada muchacho, con entusiasmo, paciencia y decisión, aprovechando cualquier ocasión para encender el celo apostólico y para erradicar el egoísmo escondido detrás de una falsa concepción cristiana, individualista y minimalista.

  1. No hay comentarios aún.
  1. No trackbacks yet.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: