PRESENCIA DEL LAICADO CRISTIANO EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA SOCIEDAD A LO LARGO DE LA HISTORIA
PRESENCIA DEL LAICADO CRISTIANO EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA SOCIEDAD A LO LARGO DE LA HISTORIA
Domingo Buesa Conde
Congreso de laicos Aragon
La presencia de los laicos en la historia, en concreto su aportación a la construcción del mundo occidental, es un tema muy apasionante si tenemos en cuenta que –a la importancia de su tarea- se suma la permanente dialéctica entre el clérigo y el laico. Por ello, sin entrar en otras consideraciones, podemos anunciar que vamos a asistir a una historia mundana, sólo terrenal, puesto que -desde muy temprano- unos pocos entendieron que los laicos son los que están en el mundo, que los que viven en el siglo son los seglares. Esta terminología nos permitirá suponer que el ámbito de acción de los laicos es el mundo, quedando el orbe de la Iglesia para los clérigos.
Así las cosas, es evidente que existe una división que va hasta el límite de diferenciar la mundanidad de los laicos y la espiritualidad de los clérigos. Una división que se mantiene hasta las Actas del Concilio Vaticano II, donde se dice que “los laicos estén llamados particularmente a hacer presente y operante la Iglesia”[1], al mismo tiempo que se explica cuidadosamente que “lo propio del estado seglar es, vivir en medio del mundo y de los negocios temporales”. Estamos en la clave de todo este proceso histórico que vamos a recuperar, y digo recuperar puesto que han sido muy escasos los estudios monográficos que se han dedicado a ello.
La tarea es narrar una historia compartida en la que se han excluido a los laicos del protagonismo de la vida de la Iglesia, la historia de un grupo de gentes que han basado su espiritualidad únicamente en su carácter de “bautizados”[2]. Al final de todo, atendamos al uso judío o al cristiano del término laico, el aspecto formal era el mismo: la categoría de lo «no sagrado”.
LA PREOCUPACIÓN POR El TESTIMONIO Y EL MENSAJE
LA SUPERACIÓN DEL MUNDO DEL MARTIRIO
Estamos justo en el tiempo en el que se comienza a plantear el debate entre los partidarios de potenciar la integración de los cristianos en la sociedad romana o la separación de ésta (“el desprecio del mundo”), justo en el tiempo en el que se suscita el mantenimiento de un cristianismo puro o su inculturación en las estructuras de la sociedad[3].
Este dilema será el que inspira los acontecimientos que se suceden en los primeros cinco siglos del cristianismo, pero además será una cuestión que encontrará su mayor ámbito de debate entre los fieles, en el laicado de estas primeras comunidades que protagonizará los dos grandes asuntos del mundo paleocristiano: las persecuciones y las herejías.
Cuando nos situamos en territorio aragonés, es obligado comenzar por los principios apostólicos que se reconocen a la diócesis de Zaragoza. Por ello, aunque no entremos en análisis profundos de este tema, hay que señalar que el origen de todo está en la presencia de la Virgen -según dicen los textos “en carne mortal”- a orillas del río Ebro. Es notable el protagonismo que la Venerable Tradición -escrita en 1299- concede a los ocho laicos, en ese episodio que acontece en la madrugada del 2 de enero de año 40[4]. Máxime cuando ese es el núcleo inicial sobre el que suponemos se ordenaría la comunidad cristiana de Zaragoza, que va a sufrir un permanente acoso por parte de la sociedad hispano-romana, que no escatimará el denunciarles hasta por reunirse en nombre de Jesús[5].
Por eso, estos hombres y mujeres serán los mismos que acabarán protagonizando ese trágico momento de las persecuciones. Un salvaje ataque, cuyo trasfondo hay que buscarlo en el temor que tienen los romanos de que su imperio se desmorone, pues entendían que la persistencia del mismo dependía de la avenencia entre los romanos y sus dioses, razón por la cual los desplantes de los cristianos les producían mucho miedo, máxime cuando se negaban a ofrecer sacrificios a las divinidades romanas.
Sin entrar en el relato de las persecuciones que se dan en el siglo III, señalemos en general que este estallido de fobia se da hasta principios del siglo IV, cuando Diocleciano ordenó destruir las iglesias cristianas, confiscar sus bienes y condenar a muerte a los cristianos que no ofrecieran sacrificios al emperador. El resultado es que murieron muchos, aunque hubo algunos que decidieron ofrecer los sacrificios y abrieron un complejo debate en el propio seno de la comunidad de creyentes.
La presencia de mártires en tierras aragonesas nos remite a notables figuras, entre las que citaremos a san Orencio[6], santa Paciencia, san Lorenzo, san Vicente, santa Engracia y los conocidos como Innumerables Mártires[7]. Estos últimos precisamente, serán objeto de la atención del aristócrata Aurelio Clemente Prudencio, un ilustre poeta cristiano de corte clásico que escribió el Pheristephanon, compuesto por catorce himnos en honor de los mártires hispanos, entre los cuales se refiere detalladamente a los zaragozanos cuando dice “Nuestro pueblo guarda en un solo sepulcro las cenizas de dieciocho mártires. Cesaraugusta llamamos a la ciudad que posee tan gran cosa”[8].
Las relaciones de los nombres de éstos mártires es la mejor constatación de algunos laicos que dan testimonio de su credo, junto a los rectores de la comunidad. Pero, además nos ponen en la pista de la importancia que tiene este colectivo cuando se reúna el I Concilio de Zaragoza, cuyas sesiones se inauguraron el 4 de octubre del año 380, y al que se incorporan doce obispos y algunos clérigos, que permanecen sentados mientras están en pie los laicos y los diáconos que asisten a las sesiones.
El problema que constata la celebración de esta reunión conciliar es muy sencillo. Se trata de poner coto al poder que está adquiriendo el laicado en las tierras de la Hispania romana. No cabe duda, que en estos primeros momentos no existe una comunidad cristiana dividida en bloques, ya que son tiempos de atender a predicar el mensaje antes que a organizar la comunidad naciente. Esa es la razón por la que los propios creyentes conciben la Iglesia como una congregación de fieles, de hermanos reunidos que comparten mesa, mantel y palabra en muchas ocasiones.
Y como consecuencia de esta sencilla organización se ha desatado en la península el grave problema del priscilianismo, un movimiento laico que comenzó a crecer en las iglesias de Lusitania y que provocó el nacimiento de congregaciones, en las cuales se daba mucha participación a los laicos[9]. Podemos recordar que -en este siglo IV- vivió un personaje “de familia noble, de grandes riquezas, atrevido, facundo, erudito, muy ejercido en la declamación y en la disputa” que se llamó Prisciliano[10] y que era así retratado por el historiador Sulpicio Severo en su Historia Sagrada.
No entraremos en la descripción de la doctrina de Prisciliano aunque no viene mal recordar que era partidario de que la moral descansara en el ascetismo y que proclamaba la libre interpretación, con lo cual es un claro precursor de la reforma protestante. Pero sí nos referiremos a algunas cuestiones de carácter básico que nos demuestran el carácter laico de este movimiento. Por supuesto, sin entrar en los otros aspectos que configuran el cuerpo herético de este movimiento, por no ser de interés para nuestra reflexión, cuyo líder acabó siendo obispo de Ávila y murió degollado en Tréveris el año 385.
Todo este grupo apostaba por la defensa de un ascetismo a ultranza., incluido el apartamiento de los fieles de la Iglesia durante los períodos de Cuaresma y Navidad. También defendía la igualdad de sexos y estamentos sociales entre los creyentes, así como el abandono del sacerdocio para dedicarse al monacato. Proponía hacer poco caso a la jerarquía eclesiástica[11], a la que retrataba como relajada. Incluso llegaba a proponer que ni legos ni mujeres quedaran exentos del ministerio del altar[12]. La enorme importancia de¡ movimiento, por la masiva entrada en el mismo de los cristianos -incluido quizás el presbítero Severo de Huesca-, llevó a la convocatoria de un concilio en Zaragoza, que aunque no resolvió nada abrió cauces de diálogo y de reflexión sobre éstos asuntos.
Confirma la preocupación por parte de la jerarquía (que en aspectos más importantes incluso llegó a admitir que se integraron los disidentes y dejó el tema sin resolver hasta el Concilio de Toledo del año 400), su apuesta por dictar ocho cánones[13] en los que se intenta someter todas las manifestaciones religiosas al control de la jerarquía. Se prohíbe que los cristianos se entreguen a prácticas que no se desarrollen en las iglesias, incluidas las de sus casas y las de carácter ascético. No se autoriza a predicar a las mujeres y se les prohíbe que se reúnan solas “para enseñar o aprender” la doctrina, llegando incluso a determinar que sólo las personas autorizadas puedan exhibir el título de doctor, como capacidad de enseñar.
La rebelión de grandes contingentes de la iglesia hispana concluyó en el año 400 con un perdón general, con la integración de muchas gentes provenientes del priscilianismo en el seno de una iglesia que había visto cómo se reforzaba su jerarquía, cómo se consolidaba la autoridad del obispo conforme se hundía el mundo romano y desaparecían los responsables del poder imperial. El obispo se había convertido en el rector de la sociedad periférica, incluso en su defensor cuando se implanten los nuevos estados bárbaros.
Al mismo tiempo que ocurre esto, se consolida una organización eclesiástica, en el siglo III, con diáconos, presbíteros y obispos, frente a la gran masa de los laicos. La participación de los laicos en la liturgia fue perdiendo actualidad conforme el Imperio iba dando autoridad a los dirigentes de la Iglesia, proceso que llevó a una clericalización de la Iglesia, al incremento de los sacerdotes y a la disminución de las funciones y servicios que los laicos hacían a la comunidad. Este es el tiempo en el que los laicos pasan a ser meros oyentes y espectadores en la Eucaristía, dejándoles como cometido el dar a conocer el mensaje evangélico y “llenar las iglesias, a los que están fuera convertirles… y hacedles entrar”[14].
EL INTENTO DE MANTENER EL CONTROL
EL PPOTAGONISMO DE LOS LAICOS
El desarrollo de esta inevitable crisis romana, en lo que se refiere a los laicos, hay que señalar dos nuevos procesos que van a tener una notable influencia en lo que ocurrirá después. En primer lugar hay que plantear que estamos en el momento en que algunos laicos deciden abandonar el espacio jerárquico de la Iglesia, buscando salida a su vivencia religiosa en la soledad del monte. Y en segundo lugar plantear que algunos laicos de las élites hispano-romanas deciden convertir sus amplias residencias en espacios de convivencia religiosa, al margen de la jerarquía.
Junto a estos dos procesos, no debemos olvidar que muchos miembros de la antigua nobleza romana -para mantener vigentes sus privilegios- decidieron ingresar en el mundo clerical y ocupar altas magistraturas en la jerarquía eclesiástica como mera estrategia de supervivencia, como camino de mantener su posición tradicional de poder. Y que otros laicos colaboraron activamente con la jerarquía como veremos cuando nos encontremos asistiendo incluso a reuniones conciliares.
El mundo en el que nos estamos moviendo vive además lo que podemos llamar la traslación del espacio vital al campo, a las fincas rústicas en las que comienzan a construirse pequeñas basílicas cristianas, como la que se hace sobre una habitación de villa Fortunatus en el siglo IV, desde la cual también se inicia el control de las gentes que habitan el entorno rural de esa villa, un entorno propio de paganos que viven en la aldea o pagus.
Pero, además es evidente que hay un grupo de gentes que opta por abandonar la ciudad y buscar la soledad de las cuevas, como nos testifica la arqueología en tierras de Huesca[15]. No cabe duda que la mayor parte de este movimiento anacoreta se dio en tierras altoaragonesas, lo cual puede estar vinculado tanto a la presencia de obispos eremitas, el caso de Elpidio, como a la presencia en esa zona de Orencio, obispo de Auch, que defendió la penitencia, el recogimiento y la vida en soledad, como normas de un vivir cristiano más acorde con el mensaje de Cristo.
Los laicos que abandonan el mundo, en cierta medida, lo hacen también para buscar el ámbito de predicación del mensaje evangélico. Las zonas a las que se retiran son espacios paganos que están controlados por los sacerdotes de las antiguas creencias, que viven a costa de sus adeptos[16]. Y en ellos los eremitas cristianos van a demostrar que -como avispados labradores de arado romano- son capaces de alimentarse con una dieta vegetariana. A esta cuestión se suma su carácter de gentes cultas y cercanas, que predican la paz, y que se erigen en líderes indiscutibles de ese espacio marginal del bosque y del monte. Señores de ese paisaje en el que sus cuevas se truecan en centros dotados de carisma sagrado, cuevas de las que tenemos tantos ejemplos en esta tierra aragonesa[17], comenzando por San Juan de la Peña.
Pero, antes de ver cómo termina esta aventura eremítica, vamos a ocuparnos de esa otra opción que toman algunos ricos grupos familiares de laicos y que les lleva a la fundación de conventos familiares. Allí vive toda la amplia familia y sus servidores, entregados a un modo de servicio a Dios que pasa por la oración y por la vida contemplativa. Pero estas comunidades de laicos van a desarrollar graves comportamientos que pueden ser tipificados en aspectos relativos al lujo, en problemas de convivencia entre hombres y mujeres y en la relación con las gentes del entorno.
No podemos dedicar amplios comentarios a estos problemas, aunque debemos indicar que estos mismos problemas irán provocando las reflexiones oportunas que acabarán consolidando una correcta ordenación de los monasterios.
Como me he referido a ellas en otras ocasiones[18], ahora sólo apuntaré que todavía en la época visigoda -en el año 656- se explica que algunos laicos “suelen efectivamente algunos organizar monasterios en sus propios domicilios por temor al infierno y juntarse en comunidad con sus mujeres, hijos y siervos y vecinos bajo la firmeza de juramento, y consagrar Iglesias en sus propias moradas con títulos de mártires y llamarlas bajo el título de monasterios”. A lo cual concluye el comentarista diciendo: “Pero nosotros a tales viviendas no las denominaremos monasterios, sino perdición de almas y subversión de la Iglesia”[19].
Como podemos intuir, existió una notable literatura crítica contra estos monasterios familiares que nacieron por unas razones muy concretas, sobre todo cuando sus fundadores, al adoptar la experiencia de la vida monástico, pretendían eludir la inmediata experiencia episcopal y beneficiarse de las ventajas de la autonomía económica que la legislación reconocía a los verdaderos cenobios[20].
Si la proliferación de cenobios ponía incluso en peligro la pervivencia del ejército, cuando la muchedumbre de varones que pretendía ingresar en la vida monástica era creciente[21], era lógico entender que ese entusiasmo popular filomonástico provocara complejas discusiones, como el debate sobre el nivel de lujo a mantener en estos recintos de retiro, que enfrentó a los más notables pensadores. Si san Isidoro no está de acuerdo con que se contemplen niveles sociales en esas comunidades, san Leandro[22] explica que “la que vivió en la pobreza y careció de abrigo y alimento, dichosa puede sentirse de no padecer ni frío ni hambre en el monasterio, ni tiene por qué criticar de que se dé un trato más delicado a la que vivió en el mundo con más comodidad”.
Todos estos conflictos van a ser muy positivos para ir consolidando lo que será el monasterio medieval, incluidos los monasterios femeninos que será otra de las grandes aportaciones de los laicos hispanogodos y que encontrarán sustento en ese Libro de la educación de las vírgenes y del desprecio del mundo, que escribió san Leandro para su hermana Florentina, en el siglo VI.
Cuando nos encontramos ya en pleno dominio del reino visigodo de Toledo, las cosas han cambiado mucho y las viejas reticencias de la jerarquía a permitir que algunos grupos de laicos acaben formando monasterios se ha ido diluyendo, incluso se han superado los mandatos conciliares que prohibían optar por la vida monástico en detrimento de la vida clerical.
En este momento las cosas han cambiado de tal manera que el problema se centra en separar muy bien el mundo de los monjes del mundo de los laicos. El III Concilio de Zaragoza, celebrado el año 691, prohíbe que haya laicos en el interior del monasterio relegándolos a que estén en un espacio exterior al monasterio, en la hospedería y en el noviciado, que están entre la primera y la segunda cerca de protección. San Fructuoso[23] dejó escrito que el laico que quiera ingresar “durante diez días se entregará a las puertas del monasterio a oraciones y ayunos, con prácticas de paciencia y humildad .
Todo este proceso de aceptación del hecho monástico viene apoyado por un suceso singular que pudo tener sus orígenes en tierras aragonesas. Lo que ha ocurrido es muy sintomático, se ha pasado de la dispersión a la concentración de anacoretas. Las razones pueden ser múltiples, pero es claro que la búsqueda de racionalizar esfuerzos y de contar con espacios comunes para la oración fueron dos claves básicas. Este proceso de consolidación del monasterio, que en Oriente protagonizó san Antonio abad, se da en torno a la figura de san Victorián que recorre estas tierras en la primera mitad del siglo VI, justo cuando acaba asentado en el Monasterio de Asán que -con el tiempo- se convierte en el centro espiritual de Sobrarbe.
Pero, en estos tiempos de dominio visigodo, también hay que hacer referencia al papel desarrollado por los laicos en los concilios visigodos[24], teniendo en cuenta que hubo una jerarquización de las presencias puesto que los magnates asistieron a los concilios nacionales de Toledo, los funcionarios de la administración a los provinciales y los laicos más sobresalientes y reputados a las asambleas sinodales.
Esta presencia de “filii ecclesiae saeculares” se produce por el título de miembros de la Iglesia y es la forma más antigua de participación seglar que registra la historia, sobre todo a partir del Concilio de Elvira donde asiste se nos cita una amplia presencia del pueblo cristiano. Pero, sobre todo, está perfectamente documentada y reglada por los propios ceremoniales de las asambleas conciliares que explican cómo tras los diáconos, último grado de los previstos en la asamblea, entran los laicos distinguidos y los notarios, justo antes de que se cierren las puertas del aula[25].
Esta presencia laical se dio desde el I Concilio de Zaragoza, celebrado el año 380, pasando por el II Concilio (592) que legisló sobre materia tributaria y llegando al III Concilio que, en el año 691, decidió reglamentar la prohibición de que los monasterios recibieran a laicos dispuestos a habitar dentro del claustro. Con excepción de algunas personas de vida intachable que hubieran caído en la miseria y a las que se recibía en calidad de pobres[26].