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Fe cristiana y compromiso social: motivación para la acción política de los católicos

Introducción.

En la expresión “Fe cristiana y compromiso social” queremos evidenciar, principalmente, tres realidades:

1) El Cristianismo, con la riqueza de sus valores morales y sociales;

2) La fe de cada cristiano vivida en adhesión al proyecto histórico de Dios;

3) La acción política, como compromiso libre de los católicos en vista de participar en la construcción del ‘bien común’.

Una trilogía que manifiesta el dinamismo que debería caracterizar la vida de los católicos, en coherencia con la fe que profesan, y en respuesta a las provocaciones sociales propias del Cristianismo. En efecto, los católicos mexicanos deberíamos rescatar la fuerza liberadora de la fe, a través de vivencias auténticas del Evangelio, de celebraciones comprometedoras de los sacramentos y de prácticas concretas y políticas de la Caridad cristiana. Este es parte, en efecto, del contenido de la primera encíclica del Papa Benedicto XVI, “Dios es amor”. Sin caridad, o sea, sin el don divino del amor y sin participar de este amor trascendente y espléndido, cuya raíz es Dios mismo en la comunión de personas trinitarias, los mexicanos nunca lograremos construir un país justo y sin violencia.

El conjunto de la doctrina cristiana, con sus dogmas, enseñanzas bíblicas, preocupaciones pastorales y principios morales, tiene necesariamente repercusión social e implicaciones políticas, porque busca el bien de las personas, comunidades humanas y sociedad. De manera indirecta la Iglesia católica y la fe cristiana actúan sobre el tejido social y en el alma de cada sujeto. Mientras será de forma directa, a través de las mediaciones históricas de los partidos, como los fieles laicos intervendrán en la acción política y en la construcción de la cosa pública. Coherentemente con la fe que profesan.

1. Naturaleza de la misión de la Iglesia.

A la Iglesia no le corresponde intervenir directamente en la política, entendida como acción dirigida hacia la conquista y el ejercicio del poder civil. Su misión, en efecto, es de naturaleza religiosa. Cuando, en la historia, se ha atribuido indebidamente poderes temporales, ha determinado situaciones de grave ambigüedad y de fuertes conflictos. De hecho, sólo cuando perdió los estados pontificios, en el año 1870 bajo el pontificado de Pío IX, recuperó su libertad moral y espiritual y pudo así hablar y actuar en defensa de valores y principios sociales universales: ya no tenía privilegios que perder ni territorios que defender. En cuanto a su misión, el Concilio Vaticano II afirmaba: “La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina” (GS, 42).

La tarea de “establecer y consolidar la comunidad humana” incumbe a toda la Iglesia, es decir, a todos los bautizados y es una acción con trascendencia política, en cuanto beneficia a las personas y a la comunidad. Por una parte, la Iglesia debe estar presente en lo político porque es una área de vida humana relacionada con el ejercicio de la libertad, y también porque “el cristianismo debe evangelizar la totalidad de la existencia humana, incluida la dimensión política” (Puebla, 515); por otra parte, debe respetar la autonomía de lo político, porque el Reino de Dios que anuncia “no es de este mundo” (Jn.18, 35), sin embargo, tampoco le es ajeno.

La misión de la Iglesia, además, no es abstracta. Se dirige a la totalidad del hombre y a todos los hombres como seres dotados de cuerpo y espíritu, hoy y aquí. La redención que Cristo ha traído es de todo el hombre y de todo lo que pueda afectarlo; de todo lo que Cristo mismo ha asumido encarnándose. En fin, tanto lo natural como lo sobrenatural pertenecen a la misión redentora y liberadora de la Iglesia. Puesto que Dios ha creado y el Verbo se ha encarnado, la naturaleza y la gracia constituyen una unidad inseparable. Lo natural y lo sobrenatural, aunque radicalmente distintos, no constituyen dos esferas contrapuestas sino complementarias e interdependientes. Inclusive, las verdades teológicas acerca del hombre, de Cristo y de la Iglesia, tienen inevitablemente repercusiones sociales. La fidelidad a las verdades sobrenaturales y reveladas, por cierto, abre caminos creativos de transformación social, dilatan el horizonte de la esperanza e infunden nuevas energías:

a) Para luchar contra las injusticias.

b) Para evangelizar estructuras y culturas.

c) Para humanizar lo inhumano.

d) Para asumir, inclusive, responsabilidades socio políticas.

Justamente, Juan Pablo II, en su primer viaje a México, afirmaba que “en el centro del mensaje del cual es depositaria y pregonera, la Iglesia encuentra inspiración para actuar a favor de la fraternidad, de la justicia, de la paz y contra todas las dominaciones, esclavitudes, discriminaciones, violencias, atentados a la libertad religiosa, agresiones contra el hombre y cuanto atenta a la vida” (Puebla, discurso de inauguración).

La verdad teológica y la fe cristiana son fuente poderosa de acciones transformadoras y de luchas “subversivas” del desorden político y económico establecido. Los que la quieren abaratar, o domesticar forzosamente a sus proyectos egoístas y demagógicos, se dañan a sí mismos: “del conocimiento vivo de la verdad dependerá- decía Juan Pablo II- el vigor de la fe de millones de hombres. Dependerá también el valor de adhesión a la Iglesia y de su presencia activa de cristianos en el mundo”.

Una sólida cristología, una eclesiología bien cimentada y una antropología integral, parece decirnos Juan Pablo II, son condiciones imprescindibles para que los cristianos nos empeñemos eficazmente en la lucha por la justicia y en la transformación de las estructuras: “si la Iglesia se hace presente en la defensa o en la promoción de la dignidad del hombre, -declaraba el Papa- lo hace en línea de su misión, que, aun siendo de carácter religioso y no social o político, no puede menos de considerar al hombre en la integridad de su ser”.
2. Fundamentos bíblico-teológicos de la misión social de la iglesia y de la acción política de los creyentes.

La preocupación por todo el hombre y por todos los hombres, en la totalidad de su existencia, es una constante en la enseñanza social de la Iglesia y es parte también de su misión. La política también es parte de la preocupación eclesial. Humanizarla y moralizarla es, en efecto, inherente a su misión. En la misma Sagrada Escritura, en la patrística, en la grande Teología y en el Magisterio Social de la Iglesia encontramos el fundamento de esta misión y de su enseñanza social.

a) Fundamentos bíblicos de la misión y enseñanza socio-política de la Iglesia:

La antropología bíblica del libro del Génesis. Esta describe y define al ser humano como un ser unitario en la pluralidad de sus dimensiones corporal, espiritual y social. Hay vínculos de interdependencia que unen a todos los seres humanos, como en una sola y universal familia y que, por lo tanto, los obliga a proyectar su futuro y a buscar su felicidad sin prescindir del futuro y de la felicidad de los demás. La Iglesia, obviamente, debe tener en cuenta esta finalidad social cuando habla al hombre.

El libro del Éxodo. Se trata del relato de un proceso histórico de liberación de un pueblo, el más oprimido de la historia de aquel entonces, que se convierte en paradigma y en meta para todos los pueblos de la historia, sin olvidar, sin embargo, el simbolismo de otra liberación que el hombre debe perseguir siempre, es decir, del pecado personal y social, que nunca lo dejará en la historia.

El Profetismo. Los profetas son hombres de Dios y a Él prestan su voz. En su nombre, anuncian buenas noticias y denuncian abusos y explotaciones. Y son tales, también cuando defienden los derechos de los pobres y juzgan la conducta inicua e injusta de los ricos, de los terratenientes, de los comerciantes, de los jueces y sacerdotes de su tiempo. El Dios de los profetas es un Dios que no sólo gobierna la historia, sino que la orienta en el sentido del establecimiento de la justicia y del derecho. Esta función, propiamente profética, deberá acompañar siempre la acción y la prédica de la Iglesia en el mundo; la acción y la palabra de los creyentes en los lugares donde vivimos y trabajamos.

El evento Cristo. Jesús, sin actuaciones específicamente políticas y sin proponer proyectos técnicamente elaborados, vivió inmerso en las cuestiones sociales de su tiempo: sus actitudes y su actuación tuvieron, lo mismo que su mensaje, incidencia real en las cuestiones sociales. Su ética fue de amor, de solidaridad, de comunicación de bienes y de fraternidad. Asumió la angustia del hombre en su propia carne. Anunció la buena nueva del Reino como una realidad social, diferente de la que se vivía, e inspirada a los grandes valores de la justicia, fraternidad, solidaridad, amor y paz. La salvación, que Dios nos ofrece en su Hijo, no se sitúa al margen o fuera de la historia de la humanidad, sino en ella.

El Reino es una realidad sobrenatural y trascendental que no deja de enjuiciar a los reinos y a los sistemas de la convivencia humana. Hasta en su muerte, Jesús nos enseñó que no se puede ceder ante la injusticia, ni siquiera a costa de la propia vida. Lo que sobresale, en Él, y que la Iglesia hace propia, es la opción preferencial, y no excluyente, por todos los pobres de su tiempo. Es así como el mensaje de Jesús dio vida a una ‘ética evangélica’ crítica y profética de mucha fuerza y compromiso. Una ética, que si por cierto no contiene propuestas técnicas de carácter político y económico, sí emana un espíritu transformador de lo político, de lo económico y de lo social, cuando se oponen al Reino de Dios. La salvación, que Dios nos ofrece en su Hijo, no se sitúa al margen o fuera de la historia de la humanidad, sino en ella, para que sea conforme a su proyecto.

b) Fundamentos patrísticos de la misión y enseñanza socio-política de la Iglesia.

Los Padres de la Iglesia, por ser los primeros intérpretes excepcionales de la Sagrada Escritura y testigos privilegiados de la tradición apostólica, constituyen el fundamento de la actual doctrina social de la Iglesia e inspiradores de su misión social. Sus textos muestran que el ‘espíritu social’ es algo inherente al cristianismo. Los Padres de la Iglesia son los que, en efecto, inician la fundación del pensamiento social, acuñando nuevos términos sociales y proponiendo experiencias de vida más afines al espíritu del Evangelio. Valoran correctamente el uso de los bienes, cuestionan los sistemas económicos que multiplican los pobres, fomentan la responsabilidad social en la administración de la propiedad y tipifican el deber de la limosna.

c) Fundamentos teológicos de la misión y enseñanza socio- política de la Iglesia.

Muy brevemente recordamos las grandes aportaciones teóricas de Santo Tomás de Aquino y de los teólogos del siglo XVI:

Santo Tomás, quien representa la cumbre del pensamiento medieval, con claridad y profundidad insuperable, abarca casi todos los temas del saber humano pero, en ninguna parte, ha demostrado sus dotes con tan brillante luz como en el terreno de la metafísica y de la ética social en particular. Para él, corresponde a la naturaleza del hombre el ser social y político, o sea, llamado a vivir en medio de sus semejantes formando una comunidad y buscando, con los demás, el bien común, principal fin de la sociedad y responsabilidad de toda autoridad. Santo Tomás fue también quien puso los principios de solidariedad y de subsidiariedad como directores de la vida social. Lo que también sobresale, en su pensamiento, es el principio de justicia que él define: “Habitus secundum quem aliquis, constante et perpetua voluntate, tribuit unicuique suum” (La disposición interior de dar, siempre y constantemente, lo que es debido a cada quien).

De los teólogos del siglo de oro me gusta recordar como Francisco de Vitoria consideraba la política parte del orden moral y teológico, en cuanto procedente de Dios. La consideraba, además, como el medio que conduce el hombre a su fin último.

Al jesuita Francisco Suarez le tocó cuestionar, en su tiempo, el poder y derecho divino de los reyes y, dando mayor libertad a la persona humana, acentuó el carácter democrático del poder.

Sabemos que la Iglesia no tiene un modelo político ni social propio, sin embargo, a la luz de estos grandes teólogos, a todos los poderes pide:

  • que se fundamenten en una visión integral del hombre;
  • que el bien común no sea excluyente;
  • que se tome en cuenta también la dimensión espiritual del hombre;
  • que estén al servicio de todos los hombres;
  • que defiendan siempre la vida en todos sus niveles y expresiones.

e) Fundamentos magisteriales de la misión y enseñanza socio-política de la Iglesia.

Los fundamentos magisteriales de la misión y enseñanza socio política de la Iglesia los encontramos, propiamente, en ese patrimonio doctrinal que es la Doctrina Social de la Iglesia y que se define como “el conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicios y de directrices de acción que orientan a los cristianos y a los hombres para establecer relaciones más humanas entre personas y grupos, en el campo económico, político y cultural”.

Se trata de una doctrina con carácter teórico (los principios), histórico (los juicios) y práctico (las directrices de acción), escrita principalmente por los Papas en colaboración con expertos, obispos y comunidades cristianas. Cronológicamente, empieza a elaborarse desde el pontificado de León XIII, con la encíclica Rerum Novarum (1891), y continúa, hoy, con el pontificado de Benedicto XVI. En ella volvemos a encontrar la enseñanza social revelada en la Sagrada Escritura, los conceptos sociales de los Padres de la Iglesia y las elaboraciones teóricas de los teólogos sociales de todos los tiempos. Se trata de una doctrina cuyas características fundamentales son la historicidad, evolución, actualidad y la eficacia práctica. Sin lugar a duda, nos revela el esfuerzo del Magisterio por responder a los desafíos sociales que la historia y la cultura plantean a la fe de la Iglesia permanentemente, con la finalidad explícita de incidir, de modo positivo, en los problemas sociales concretos que se presentan en todos los tiempos.

No es una ideología ni tampoco un sistema de recetas para solucionar problemas económicos o políticos. Trata de orientar, más bien, a la luz de principios universalmente aceptados y objetivos, toda acción económica y política de los hombres y de las naciones. Gracias a esta ella, se estimuló novedosamente el pensamiento moral cristiano y se promovió concretamente el compromiso de los cristianos en el campo social al servicio del bien común de la humanidad. Por supuesto que la DSI no agota la totalidad de los asuntos sociales, pero sí, con sus principios firmes, ilumina suficientemente a los creyentes y proporciona criterios valiosos y directrices de acción para afrontar y solucionar muchos problemas concretos de la vida social, sin perjuicio de los valores innegociables de la convivencia humana. Esta doctrina social, finalmente, sacudió a la Iglesia para que abrazara a la totalidad de los hombres y se convirtiera, poco a poco, de centro de poder, en centro de servicio de la humanidad entera y en buena samaritana de la humanidad sufriente.
3. Deberes y límites de la Iglesia en el ejercicio de su misión.

Hoy, exceptuando casos de jacobinismos enfermizos presentes en nuestro país, no se pone ya en duda el deber y el derecho de la Iglesia de elaborar una doctrina social en armonía con la Revelación. Es, pues, su función propia y forma parte, como hemos dicho, de su misión evangelizadora: “La evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre”. En otras palabras: no se puede negar a la Iglesia, en razón de su misión, el derecho y el deber de juzgar la conformidad de una opción económica, jurídica o política, con la ley moral, con la razón humana y con la verdad revelada.

Afirmo la competencia de la Iglesia para enunciar los principios morales que pueden orientar la realización de una sociedad humana, inspirada en la dignidad de la persona. Si tal competencia eclesial, en efecto, está limitada a la doctrina, les corresponderá a los laicos, entonces, el arduo deber de aplicarla, con fidelidad y coherencia, y de hacerla vida, demostrando así su verdad y eficacia.

La realización del Reino de Dios, interpretado como construcción de una realidad social que crea condiciones históricas de justicia y espirituales de acercamiento a Dios, no choca con el deber que la Iglesia tiene de proporcionar valores y principios morales personales y sociales, para que el Reino se haga realidad y la vida más digna. Dentro de las condiciones históricas mencionamos los espacios que se refieren a la práctica de la justicia y al ejercicio honesto y ético de la política. Hablo de la política como oportunidad de servicio, como arte de bien administrar la comunidad y como ejercicio del poder en vista del bien común. Si a la Iglesia no le corresponde ejercer el poder político, en sentido estricto, eso no significa que deba ausentarse totalmente como para no intervenir cuando se ofenda la dignidad humana o se aplasten los derechos fundamentales del hombre y de sí misma; cuando se vuelve testigo de la injusticia, de la corrupción, de la ilegalidad y del abuso de poder y cuando los políticos dejan de ser lo que deben, o sea, servidores públicos y actores del bien común.

Deber de la Iglesia es tutelar la correcta relación entre la fe y la política. De hecho son realidades que el cristiano no debe confundir ni separar. Si se confunden, la política se sacraliza o la fe se seculariza. En ambos casos, la política y la fe se desnaturalizan y salen perdiendo. Si se le separa, tanto la fe como la política se empobrecen: primero por que la política se vería privada de hombres transformados y, segundo, la fe perdería uno de los campos, el político, en los que realiza la liberación y la salvación de la humanidad. La fe, desde luego, no es una opción política, pero los que tienen fe encuentran en ella el vigor y la energía necesaria para actuar con criterios no egoístas sino auténticos del bien común.

Por ser propia del ser humano, la política no puede ser rechazada por el cristiano. En cuanto coincidente con una determinada militancia partidista, sí podría ser rechazada, cambiada o cuestionada, según su conciencia de ser humano y cristiano, dotado de valores propios de su credo religioso. Ya no es pensable ningún dualismo entre fe y política, entre política y moral. La enseñanza evangélica se encarna también en el orden de la política, con una precisa doctrina que, fundamentada sobre la primacía del amor, se articula en una moral política exigente por lo que se refiere al uso de los bienes, a la opción por los más débiles y desafortunados, a la no violencia, al desarrollo sustentable, al respeto ecológico y a una globalización más solidaria, equitativa, integral, ecológica y más humana.

La fe y la Iglesia, por supuesto, deben motivar y orientar a los fieles laicos para que busquen el poder y lo sepan ejercer con responsabilidad. Pueden ofrecer nuevas motivaciones, fuerzas ideales y un original horizonte de trascendencia, que consagran el significado profundo del compromiso político. Mientras permiten relativizar críticamente proyectos, instituciones, estructuras y opciones políticas, impele hacia metas de convivencia social congruentes con la dignidad de todos los hombres, en el convencimiento, fundado sobre la esperanza cristiana, de que la construcción de un mundo más justo y humano es posible y obligatoria. Decía justamente monseñor Talavera que la fe no es una opción política, pero los que tienen fe encuentran en ella el vigor y la energía necesaria para actuar con criterios no egoístas, sino auténticos del bien común.

Finalmente, la Iglesia debe volverse una institución crítico social. Sin atarse, desde luego, a ninguna forma de poder o partido político, la Iglesia puede ser justamente considerada como una institución de libertad crítica con respecto a la sociedad civil, política y partidista. “Fe y política- según R. Antoncich- se relacionan íntimamente; si la fe es vivida coherentemente, los efectos se revelan también en el orden político y en la cultura. La política es, así, uno de los posibles campos donde puede verificarse la coherencia de la fe”.
4. El compromiso político del cristiano.

Superada la contraposición fe y política, los cristianos comprometidos advierten la necesidad de una nueva legitimación de su quehacer político que retorne a las mismas raíces del mensaje cristiano, reasignando a la política calidad y confianza. La política debe ser el complemento y, en cierto sentido, la anticipación del deber cristiano de la caridad. Construir la sociedad resulta también un deber que nace de la profesión de la fe y un medio para testimoniarla.

La fe cristiana, de hecho, no tiene sentido auténtico si no es vivida dentro de la lógica de la Encarnación. Es una fe llamada a hacerse historia en un sentido concreto y específico y, de este hacerse historia, la acción política será su dimensión insustituible.

La específica contribución de los cristianos en la política debemos encontrarla en su competencia, preparación, entrega generosa, fuerte espiritualidad evangélica, honestidad y coherencia más que en los criterios de fe. Serán, éstas, las características que otorgarán dignidad y nobleza al quehacer político de nuestros laicos comprometidos. No es casualidad que la Iglesia venere, entre sus santos, a numerosos hombres y mujeres que han servido a Dios a través de su generoso compromiso en las actividades políticas y de gobierno. Entre ellos recordamos a santo Tomás Moro, proclamado patrono de los gobernantes y políticos. Supo, en efecto, testimoniar hasta el martirio la “inalienable dignidad de la conciencia” (Juan Pablo II).

Los obispos de Chihuahua, en marzo del año 1986, dirigiendo la exhortación pastoral “Coherencia cristiana en la política” a los católicos que militaban en los partidos políticos, destacaban la actividad política como meritoria y también llena de riesgos para la conciencia cristiana. En el mismo tiempo proclamaban el derecho que tiene la Iglesia de iluminar, con la luz de la fe, el campo de la realidad política en contra de ciertas corrientes ideológicas que tienden a reducir la vivencia de la fe al ámbito privado de la vida individual y familiar y apelaban al derecho, que la Iglesia tiene, para dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, si lo exigen los derechos fundamentales de la persona (GS. 76).

Si lo político pertenece a todo ser humano, el empeño partidista, según la Iglesia, debe ser propio también de cada laico católico, el cual deberá ejercer su legítima libertad de elegir, entre las opiniones políticas compatibles con la fe y la ley moral natural, aquella que, según el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común. También deberá evitar cualquier forma de idolatría del partido y deberá resistirse a la tentación de la corrupción: “Ustedes- escriben los obispos chihuahuenses- deben ser la conciencia crítica de su partido, aunque esta postura suponga para ustedes graves consecuencias” (3).

El laico, por vocación, está llamado a ser testigo de Cristo en un mundo que hay que transformar e humanizar como El hizo. Corresponde a los laicos tratar de implantar el Reino de Dios, gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. “Los laicos- continúan los obispos- son llamados por Dios a la construcción del mundo desde dentro, a modo de fermento… Tienen la tarea de sanear las estructuras y los ambientes del mundo”.

En calidad de pastores, los obispos manifiestan la conciencia de que no es fácil vivir los valores de la fe, encarnándolos en el campo de la política, sin embargo, siguen invitando a los laicos para que ejerzan su militancia política y partidista, en el marco de una profunda espiritualidad que incluya oración, sacramentos, comunión eucarística, acercamiento a la Palabra de Dios y estudio de la Doctrina Social de la Iglesia.

En 1982 la Comisión Episcopal de Pastoral Social de México había publicado, a su vez, una orientación pastoral en la cual invitaba a los católicos mexicanos a lograr un cambio de actitudes y una más profunda renovación interior. Además, se aclaraba que, la participación en las elecciones y en la vida políticamente activa, debía ser asumida, por los cristianos, como un deber civil y religioso: “esta obligación- escribía la comisión- es seria a tal punto que quien se abstuviera por sola pereza, estaría ofendiendo a sus hermanos los hombres y consiguientemente a Dios”.

El Vaticano II también señalaba, a su tiempo, que “los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política; es decir, en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común” (GS.31). En tal contexto, en efecto, hay que señalar que la conciencia cristiana bien formada no permite a nadie favorecer, con el propio voto, la realización de un programa político o la aprobación de una ley específica, que contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral (Congregación para la doctrina de la fe, Algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 4).

Esta coherencia, por cierto, no se pelea con la justa autonomía que el laico, en cuanto miembro de la ciudad terrena o civil, debe gozar guiado, obviamente, por su conciencia cristiana y según su específica competencia y su propia responsabilidad. Su primer objetivo, por cierto, no es actuar, en cuanto católico, a favor de los intereses de la Iglesia sino, como miembro de la sociedad humana, deberá tutelar el bien de todos.

En la ciudad del hombre los fines y los medios no son ni eclesiales ni religiosos. En cuanto ciudadano, que actúa en nombre propio, el laico tampoco puede invocar, a su favor, la autoridad de la Iglesia (GS. n.43). No es tarea de la Iglesia, desde luego, regir los destinos de la comunidad política y, mucho menos, formular soluciones concretas para cuestiones temporales. Dios las deja al juicio libre y responsable de cada creyente, comunidad y pueblo, según los contextos geográficos, económicos, tecnológicos y culturales en que viven (OA. 4). El Cristianismo, consciente de deber evangelizar la totalidad de la existencia humana, otorga, a los laicos, la responsabilidad de evangelizar también los nuevos areópagos de la economía, cultura y, desde luego, política. Quede bien claro, además, que ningún partido político, por más inspirado que esté en la doctrina de la Iglesia, puede arrogarse la representación de los fieles o de la Iglesia.

Conclusión.

Para el cristiano, entonces, a la luz de cuanto hemos venido exponiendo, la política no es una prohibición sino un deber. El cristiano sabe que, en el Evangelio, no encontrará un código de moral política donde se puedan conseguir soluciones técnicas a los problemas, sino un espíritu que le haga superar la cómoda neutralidad y le impulse a luchar por la justicia y a rectificar conductas incorrectas. Se trata de un espíritu que cuestiona toda política y, al mismo tiempo, subversivo de toda estructura inhumana existente. Sabemos que este espíritu es universal y está por encima de todo tipo de opción partidista, de izquierda que de derecha y que lo que nos pide a todos es la obligación de estar incondicionalmente de lado de los pobres, de los desafortunados y de los desposeídos. Esto es lo que, en efecto, nos exige el Evangelio de Jesús, aun cuando no todos lo hemos entendido, dejándolo solo: “lo que sí es cierto, desgraciadamente –afirmaba Paupert- es que nosotros los cristianos hemos dejado el Evangelio verdaderamente solo” (Per una politica evangélica, Paoline, Roma 1969, p. 80).

Bibliografía.

Benedicto XVI, Deus Caritas est, CEP, México 2006

Rocco D’Ambrosio, Ensayo de ética política, BAC, Madrid 2005.

Mario Toso, Rehabilitar la política, IMDOSOC, México 2005.

Umberto M. Marsich, Estudio de enseñanza social cristiana, tomo I y II, IMDOSOC, México 1989.

CELAM, Fe cristiana y compromiso social, Ceps, México 1982.

Congregación para la Doctrina de la Fe, Algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, IMDOSOC, México 2002.

R. Antoncich, La doctrina social de la Iglesia, Paulinas, Madrid 1987.

AA.VV. Fe y Política, CELAM, Bogotá 1982.

J.M. Paupert, Per una politica evangélica, Paoline, Roma 1969.

Categorías: Laicos
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