1 Que es un laico, Jalones para una teologia del laicado
YVES M.-J. CONGAR
JALONES PARA UNA TEOLOGÌA DEL LAICADO
EDITORIAL ESTELA
Avda. José Antonio, 563 – Barcelona (ti)
COLECCIÓN
ECCLESIA
CAPITULO I
¿Qué es un laico?
La palabra xλϰροϛ, de la que clerus, clero, no es más que una transcripción, se encuentra abundantemente en la Escritura, sobre todo en el Antiguo Testamento. Tiene, en primer lugar, el sentido de suerte; también el de porción, parte caída (en herencia). En la primera Epístola de San Pedro, c. 5, v. 3, la palabra, en plural, designa la comunidad caída en suerte a cada uno de los presbíteros. En cuanto al vocablo λαϊxόϛ, del que laico es la copia, no se encuentra por ningún sitio en la Escritura[1]; en cambio la palabra λαόϛ, de la que aquélla sería el adjetivo, es empleada con frecuencia. Cabría dudarlo si le diéramos el sentido de pueblo. Sin embargo» hay algo más en la Escritura: A menudo, en particular en el Antiguo Testamento,
λαόϛ se opone a ταєӨѵϰ y designa expresamente al pueblo de Dios distinto de las naciones (las goim)[2] 2. Nuestra palabra «laico» se relaciona, pues, con un vocablo que, en el lengueje judío, y después cristiano, designaba propiamente al pueblo consagrado por oposición a los pueblos profanos: matiz que estuvo presente en los espíritus, al menos cuando se expresaban en griego, durante los cuatro primeros siglos e incluso más tarde[3].
No encontramos, pues, en el vocabulario del Nuevo Testamento una distinción entre «laicos» y «clérigos». Los historiadores protestantes, del siglo XIX — Hase. Hatch, Achelis, Harnack — dogmatizaron mucho sobre un hecho que corroboraba su tesis de una comunidad primitiva indiferenciada, viviendo bajo un régimen carismàtico. Ni siquiera la circunstancia siguiente apoya su construcción histórica: el primer empleo de la palabra «laico», como antítesis de «sacerdote», se halla en un documento romano, la carta a la comunidad de Corinto, cuyo autor fue Clemente[4]. Adentrarnos en el punto de vista de los historiadores protestantes mencionados, equivaldría a proponer una interpretación de todo lo que concierne a la constitución e incluso a la naturaleza de la Iglesia Apostólica, los ministerios, su relación con la Sinagoga: terreno en que la Historia y la Teología deben asociarse y dialogar para llegar a conclusiones válidas. Campo, igualmente, en que se ven comprometidas cuestiones de método, reclamadas a su vez por problemas doctrinales; pensamos, en particular, en el punto siguiente, tocado rápidamente en otra parte[5]: ¿ En qué medida un análisis de vocabulario permite formular juicio sobre una realidad; en qué medida, concretamente, la ausencia en el vocabulario de las palabras clero y laico, incluso de sacerdote (hierus: cfr. infra; c. 4) permite afirmar que la Iglesia Apostólica era una comunidad indiferenciada, de régimen carismàtico, extraño a lo que expresamos nosotros y que Clemente, contemporáneo de los Apóstoles, designa con el nombre de clérigo, laico y sacerdote?
No podemos entrar en la vía de tales exposiciones. Basta para nuestro propósito señalar la diferencia entre clérigos y laicos cuando aparece en el modo de hablar. Hemos visto el texto de Clemente Romano; es el primero de una serie. A principios y a mediados del siglo m los testimonios abundan y, bajo expresiones diversas, la distinción es muy clara. Así, en Oriente, Clemente de Alejandría y Orígenes; en Occidente, Tertuliano y San Cipriano[6] 6. En este último, además, encontramos por primera vez las grandes líneas de una eclesiología propiamente dicha, es decir, una teoría que estudia, no sólo a Cristo y la relación de salvación y gracia que los fieles tienen con Él, sino la institución eclesiástica como orden de los medios de vocación a la gloria.
Tenemos nuestros puntos de referencia. Del vocabulario podemos pasar a una explicación. Al quererla precisar de un modo sistemático nos hallamos en presencia, no de dos términos, sino de tres. Entre los clérigos y los laicos_ descubrimos, en efecto, una tercera categoría, los monjes. Desde Clemente Romano, y sin duda desde los Apóstoles, existían en la comunidad cristiana ascetas «continentes» y vírgenes[7]; en cuanto, al monaquisino propiamente dicho, debió comenzar hacia la mitad del siglo ni, es decir, cuando Orígenes y Cipriano vivían aún, pues vemos que Antonio, al retirarse al desierto hacia 250-257, topó con un hombre que llevaba vida solitaria hacía muchos años.
Así, desde mediados del siglo 111, distinguimos en la Iglesia tres estados: separación patente en la práctica antes de ser formulada y codificada, aunque no tardó mucho tiempo en tener su reglamentación y, en un sentido más preciso, su existencia canónica. A partir de entonces, la Iglesia no sólo vive, cosa hecha desde que recibió el Espíritu en Pentecostés: no sólo tiene su estructura social: la recibe del Señor en diversos momentos de su caminar terreno; tiene su modo permanente. Ahora bien, si la estructura de la Iglesia implica distinción entre clérigos y laicos, su vida, mejor aún, su tipo de ser, pide una división entre tres estados o condiciones: laicos, clérigos y monjes[8] 8.
La condición laica no se halla apenas definida; es más bien un dato inmediato. Es la de los cristianos sacrificándose en la vida del siglo. La condición de los clérigos se define por el servicio del altar y el cuidado religioso del pueblo cristiano. La clerecía es, pues, en sí misma, un oficio, una función, no un estado de vida. Se constituye por la entrada en el ministerio, la diaconía, al servicio de las cosas sagradas; se ingresa al ser «ordenado» para ello, es decir, hablando con todo rigor, por las ordenaciones propiamente dichas. La condición del monje no se caracteriza por la asistencia de las cosas sagradas, ni tampoco por el servicio al altar: los primeros monjes de Oriente apenas tenían «vida litúrgica» (la «liturgia» es por definición servicio público, por tanto tarea de clérigo) y en ciertos monasterios de Occidente, durante la Edad Media, se confiará todavía a clérigos no monjes el cuidado de la iglesia monástica accesible a los laicos[9] 9. El monje no es de suyo un clérigo, aunque pueda llegar a serlo por la ordenación. Su condición no se define como un oficio, una función, sino como un estado o forma de vida consistente en no vivir para el mundo y según el mundo, sino al máximo según Dios y para Dios; en no vivir en el mundo, renunciar a él y, en la medida de lo posible, llevar una vida celestial o angélica, la del reino que no es de este mundo[10]
La distinción entre clérigos y monjes era así, en principio, muy clara: clérigo es un nombre de función, monje un nombre de estado o forma de vida. Se es clérigo por las ordenaciones al ministerio sagrado, monje por la renuncia personal al mundo. Ambas cosas, sin embargo, no dejan de relacionarse y estas relaciones fueron entendidas de tal modo, por lo menos en Occidente, que llegaron a producirse interferencias entre una y otra. Y esto por razones que podemos agrupar bajo tres aspectos.
- Siendo la vida monástica, en su forma más amplia, Una vida de completa consagración personal a Dio’s y de santidad, convenía que los clérigos entregados al servicio del altar v al ministerio sacro, tuviesen el espíritu y las virtudes del monje. Esta conveniencia se reglamentó• muy pronto en Occidente. Por una parte, vemos la fundación de comunidades de clérigos, agrupados en torno a su obispo y viviendo al estilo monástico (en se.ntido amplio): así, alrededor de Eusebio de Vercelis (2), de San Ambrosio, de San Martín y, sobre todo, de Sant Agustín (De vita et moribus clericorum y los textos que, bajo el título de Regula, lian ejercido hasta nuestros días tan gran influencia.) Por otra parte, se llega a formular todo un conjunto de ideas, podríamos decir toda una «espiritualidad», basada en la idea de vida clerical y en la etimología del nombre. Aquí no fue San Agustín el decisivo: la explicación que da, como de pasada, del término «clero», tomada de la idea de selección y de elección de Matías por sorteo al azar[11], no ha sido apenas aceptada. En cambio, el siguiente texto de San Jerónimo conoció gran éxito: «El clérigo que sirve a la Iglesia de Cristo debe primeramente considerar y traducir el nombre que lleva y, después de haberlo definido, esforzarse por ser lo que el título indica. El vocablo griego Kléros significa parte, porción sacada en suerte; y así, se llaman clero, bien porque son la parte del Señor, bien porque tienen al Señor por parte. Quien profese uno u otro sentido debe mostrar por su conducta que posee al Señor y es poseído por Él. Mas quien posee al Señor y dice con el Profeta: uel Señor es mi parte» (Sal. 15, 5; 72, 26) no puede tener nada fuera del Señor…»[12]. En una tradición secular, impresionante por su continua unidad, la idea de ser la parte del Señor y de poseerla en parte, ha sido como el alma de la condición clerical. El salmo 15 es el de la tonsura; y la consagración al servicio del altar y del pueblo fiel se expresa desde hace siglos con el versículo tierno y ferviente: Dominus pars haeredi- tatis meae et calicis mei. Tu es qui restitues haereditatem meam mihi.
En realidad, el hecho mismo de la tonsura, con el simbolismo espiritual que se le atribuía, se prestaba a atenuar una distinción demasiado tajante entre clérigo y monje. A partir del siglo iv, la tonsura, cualquiera que fuera su forma, fue la señal de monjes y clérigos. Que no tuviera exactamente el mismo sentido para unos y para otros — la tonsura monacal, se dirá a veces, no es sólo clerical sino penitencial — no impedía que materialmente fuera la misma. Desde el punto de vista de la colación de la tonsura, «clericum facere» y «monachum faceren» era idéntico[13] 13. No es extraño, pues, que confundieran sus coronillas[14] 14, signos de su institución y de su condición.
- En Occidente, aun más que en Oriente, los monjes, que en su mayoría fueron cenobitas, recibieron una regla de vida profundamente litúrgica. Cluny se edificó sobre la regla de San Benito y las orientaciones dadas a los monjes por el sínodo de Aix del año 817: no podemos negar que haya desarrollado un aspecto auténtico del espíritu benedictino. Estamos tentados de decir que en el fondo, en Occidente, apenas hubo monjes que no fueran clérigos o, por lo menos, que no estuvieran en la línea de la clerecía. El clérigo, como hemos visto/sé caracteriza por el servició del altar, en el ministerio de las cosas sagradas[15] 15. Y, desde luego, hablando en sentido estricto y canónico, los monjes sólo se hacían clérigos por la ordenación; ya sea por la ordenación propiamente sacramental del diaconado y del sacerdocio, ya por la consagración menor a cualquier menester litúrgico. Ahora bien, desde que la vida religiosa, digamos la vida monástica en sentido amplio, se orienta perfectamente hacia la liturgia, el monje se convierte en un hombre al servicio del altar. De hecho, en Occidente, los institutos de clérigos regulares o de canónigos regulares, no sólo se desarrollaron con profusión, sino que influyeron en instituciones de clérigos-monjes dedicados al oficio litúrgico y, a veces, incluso al ministerio[16] 16 Vemos también a menudo monjes igualados a clérigos al ejercer» actual o habitualmente, funciones litúrgicas[17] 17.
- Esta asimilación se hizo a menudo a tenor de las circunstancias o según las necesidades de la dialéctica. Bien porque se aplicaron a una categoría de textos que, en su sentido original, se referían a otra; evocado anteriormente, no se reconoció que, en el fondo, los monjes reivindicaron el título de clérigos, aunque fuera en favor de cierta distinción[18] 18; bien, en fin, porque partiendo quizás del estado de hecho evocado anteriormente, no se reconoció que en el fondo los monjes eran clérigos que añadían a la clerecía una forma de vida regular[19]19. Sea como sea, clericus y monachus se toman a veces pura y llanamente uno por otro[20] 20.
Eos detalles de esta historia no interesan a nuestro propósito. Eo que importa es que, en lugar de una distinción tripartita de laicos, clérigos y monjes, se llega, por esta aproximación de los clérigos a los monjes y viceversa, a una división bipartita entre hombres de culto y hombres de siglo. «Dúo sunt genera christianorum». dice Graciano (v. 1140) en un canon cuya paternidad atribuye a San Jerónimo: y, en el primer género, pone a la vez a los que están dedicados al culto de Dios, es decir, a los clérigos, y a los que simplemente persiguen la conversión de sus costumbres, o sea, los monjes[21] 21.
* * *
Aunque frente a la condición laica entendida como vida secular, la de los clérigos tiende a fundirse en un único estado de hombres de culto, la dualidad clerecía-monaquismo subsiste en la naturaleza de las cosas y en las definiciones canónicas. El carácter monástico se refiere a una forma de vida en una línea de perfección evangélica; la condición clerical, a una función, a un ministerio o servicio. Bajo el prisma canónico y hablando con propiedad, ni laico ni clérigo se oponen a monje, ya que es posible ser monje (forma de vida) siendo clérigo (ordenado para el servicio litúrgico), o laico. Canónicamente hablando, el laico sólo puede definirse en contraposición a clérigo; el modo de definirlo los PP. Vermeesch y Creusen no puede, en realidad, ser otro, puesto que dichos autores buscaban tan sólo una explicación canónica. Sin embargo, este punto de vista no puede darnos una visión positiva completa del estado laico, de modo que, teniendo un conocimiento global, es preciso alcanzar una más precisa.
De hecho, la tradición de la Iglesia nos ofrece tres nociones que, sin estar situadas en el mismo plano ni.oponerse en todo su rigor lógico, son distintas. En realidad, también la condición laica se ha definido en el curso de la Historia, tanto como forma de vida, por oposición a los monjes, a los hombres de Iglesia, entendiendo indistintamente a monjes y clérigos, como desde el punto de vista de la función o, más precisamente, de la competencia, para diferenciarlos de los clérigos. Son dos caminos diferentes que desembocan en dos nociones complementarias del laicado: la que llamaremos monástica, caracterizada por ser forma de vida, y canónica, especificada por la función y la competencia.
NOCIÓN MONÁSTICA. — Ea distinción se centra aquí en el estado de vida, en la forma o medios de santificación. Eos clérigos y los monjes son hombres dedicados a lo sagrado, moran en lo posible en un mundo divino. Los laicos viven en las cosas terrenas. Cierto que podemos encontrar entre ellos no sólo santos, sino verdaderos contemplativos: lo han reconocido siempre hasta los campeones de la vida solitaria[22] 22. Con frecuencia, eremitas ilustres por la austeridad de su vida recibieron de Dios el conocimiento de que tal ladrón comprobado, pero caritativo con las angustias del prójimo, que tal mujer casada, les igualaban ante Dios en santidad. A la inversa, ha habido siempre clérigos y monjes repletos de preocupaciones seculares y a veces roídos de vicios. Más esto son circunstancias personales. No afectan en nada a la diferenciación de estados de vida que la tradición cristiana, hasta la crítica protestante del siglo xvi, consideró como representando, de suyo, formas diferentes de santidad. Tenemos, pues, que el clérigo (y el monje) por estado, se hallan consagrados a las cosas de Dios; el laico, por estado, a las cosas humanas; et divisas est… (I Cor. 7, 33). No es éste el lugar de mostrar cómo estas grandes convicciones de la conciencia cristiana no son, si las comprendemos bien, ni una transposición de virtudes filosóficas, ni una. invención interesada de los hombres de Iglesia, sino la conclusión de una obediencia literal a los imperativos más profundos del Evangelio. Volveremos sobre esto, rápidamente, más adelante. Al definir laico como estado de vida, catalogamos entre los clérigos a personas que no lo son propia y rigurosamente, por no tener ningún grado jerárquico: monjes no ordenados, hermanos conversos y religiosos laicos, religiosas.
Parece que esta manera de concebir la condición laica tuvo un éxito especial en el siglo xn. En la centuria anterior se había realizado una gran renovación religiosa. Ya antes de la reforma gregoriana, y más después de ella, un movimiento de gran amplitud conducía a las almas hacia una vida evangélica, «apostólica», de pobreza, de caridad y de apostolado. Hubo movimientos laicos «apostólicos»[23] 23; hubo, sobre todo, numerosas iniciativas de acomodar la vida clerical, según el modelo de la primitiva Iglesia, mediante la práctica de la pobreza y de la castidad en un marco regular de vida común[24] 24. Hubo, en fin, la acción del papado para imponer a los clérigos la observancia del celibato. De esta manera, la vida clerical fue renovada en un sentido monástico. Parece que a este hecho se deba la división bipartita de cristianos en laicos por una parte, monjes y clérigos por otra[25] 25.
Hemos visto ya el texto de Graciano, Dúo sunt genera christianorum. He aquí la continuación de lo citado en la nota 21: «Hay otra clase de cristianos que son laicos. Aaoc, en efecto, significa pueblo. A ellos les está permitido poseer bienes temporales, pero sólo para las necesidades del uso, porque no hay nada más miserable que menospreciar a Dios por el dinero. Se les concede casarse, cultivar la tierra, dirimir las querellas, pleitear, depositar ofrendas ante al altar, pagar los diezmos: así pueden salvarse si evitan siempre los vicios y hacen el bien»[26] 26. Dos cosas nos parecen particularmente notables en este texto, desde nuestro punto de vista: 1º Se presenta la condición laica como una concesión. 2º El espíritu está orientado hacia la idea de que los laicos, consagrados a las tareas temporales, no tienen parte activa en el orden de las cosas sagradas.
- La condición laica se presenta como una concesión a la debilidad humana. «His licet… his concessum est» dice el texto de Graciano. Otros textos de la misma época reflejan idéntica idea. Así, por ejemplo, la bula por la que Urbano II aprobaba en 1092 la fundación de las canonjías de Raitenbach (Rettenbach): documento que, como dice el canónigo Petit, será reproducido e invocado muchas veces en lo sucesivo, v. gr., al confirmar Honorio II la Orden Premonstratense: «Desde el comienzo de la Iglesia se ofrecen a sus hijos dos géneros de vida: uno para sostener la flaqueza de los débiles, otro para corroborar la salud de los fuertes…», etc.[27] 27. Hay también un pasaje de Gerhoh de Reichersberg (1169), que es como un eco del inmenso deseo de volver al espíritu y a la letra de la Iglesia primitiva, anhelo que desde la mitad del siglo xi hasta mediados del XII tuvo en vilo a la cristiandad de Occidente: la práctica de la Iglesia primitiva, dice Gerlhoh, consistía en que los que se convertían del todo pusieran sus bienes en común para provecho de los pobres. «Así pues — describe —, excepto los que obligados por los lazos del matrimonio, usaban de este mundo como si no lo usaran, compraban como si no poseyeran, se alegraban como si no se alegrasen, gente que ocupaba el lugar de los imperfectos…; excepto, digo, aquellos que están colocados entre las mujeres que seguían al Señor de lejos, los únicos que se han adherido plenamente a Cristo con sus discípulos y merecen este título por excelencia son los que, sometidos a la ley de la continencia, han abandonado- para siempre todos sus bienes para el Señor»[28] 28. El estilo es torpe, incluso en latín, pero la idea es clara. Ea vida en el mundo, desde el ángulo cristiano, es un compromiso. Un cristiano plenamente consecuente con los principios evangélicos que profesa, debe normalmente abandonar el mundo para realizar la «vida apostólica», la vida según el ideal del Evangelio y según las leyes del Reino de Dios.
No podemos negar, a menos de ignorar toda la historia, que esta idea sea conforme con la tradición cristiana y con la misma naturaleza de las cosas. La vida cristiana llevada hasta las últimas exigencias, de forma integral y sin transigir, es lo que la tradición ha llamado vida angélica o vida apostólica, es decir, vida monástica (en sentido amplio)[29] 29. Sin embargo, no se puede evitar cierta insatisfacción ante un concepto del cristianismo dominado de manera tan exclusiva por la idea de renuncia, o malignidad del mundo; volveremos sobre ello en el capítulo IX. Cabe preguntar si han sido valorizados aquí todos los aspectos de los textos del Nuevo Testamento. Desde el punto de vista de una teología del laicado nos parece que se ha vuelto demasiado deprisa la página.
- El espíritu se orienta hacia la concepción de que los laicos dedicados a las tareas temporales no toman parte activa en el orden de las cosas sagradas. Duo genera christianorum. Ciertamente se sabía que los laicos y los clérigos formaban parte de una única-Iglesia: a su antiguo condiscípulo Speroni, a quien, con asombrosa precisión, remontan en el siglo xii muchas tesis de los reformadores del xvi, el maestro Vacario respondía que los laicos y los clérigos estaban unidos por la fe y que su disposición no implicaba ningún ataque a la unidad de la Iglesia[30] 30. Esto es cierto y esta unidad de fe llevaba consigo, para los espíritus de la Edad Media, un realismo y una profundidad de la que nosotros no podemos tener idea, sino a precio de un gran esfuerzo. Hacia finales del siglo, Esteban Tournai unía en el mismo texto la afirmación de la unidad y de la dualidad: «En la misma ciudad y bajo un único Rey, hay dos pueblos a cuya distinción corresponden dos vidas, dos principados, un doble orden de jurisdicción. La ciudad es la Iglesia, ■su Rey es Cristo, los dos pueblos son los órdenes de clérigos y laicos, las dos vidas son la espiritual y la carnal, los dos principados son el sacerdocio y la realeza, las dos jurisdicciones la divina y la humana»[31]31
Esta idea se ha expresado en una imagen que ha tenido éxito a partir de Hugo de San Víctor: la de los dos lados del cuerpo[32] 32. Hugo y sus seguidores creían afirmar de esta manera la unidad de la Iglesia, o más exactamente de la respublica Christiana (se decía más raramente corpus i hristianum, christianitas); Ea Iglesia y la sociedad formaban un solo cuerpo en el que se ejercían dos poderes y se vivían dos vidas, algo así como en el hombre hay un lado derecho y un lado izquierdo. Muy bien; pero, ¿ nos estará permitido señalar algunos inconvenientes de esta manera de concebir las cosas? ¿Cuáles?
De manera esencial, el que ya hemos dicho, consistente en no asignar a los laicos un lugar propio en la edificación de la Iglesia, en la obra propiamente cristiana a realizar en la historia humana (y no por encima de ella, en no sé qué mundo platónico). El reclamo y los problemas tan vivamente sentidos hoy, aludidos en la introducción y a los cuales este libro, en el plano teológico, quisiera aportar algunos elementos de respuesta, apenas son concebibles en esta tranquila distribución de papeles entre lo espiritual y lo temporal, o como decía Esteban Tournai, lo carnal.
Ya en el siglo XI (miniatura de los rollos del Exultet de la Biblia Vaticana |Ms. Barberini] y del Britisli Muséum), más frecuentemente en el XV y XVI vemos’ representada a la Iglesia, conforme al esquema hugoniano, bajo la forma de dos pueblos: uno, en torno al Papa, compuesto de obispos, clérigos y monjes; otro, en torno al Emperador, formado por príncipes, caballeros, campesinos, hombres y mujeres. En realidad, en la Edad Media, el Emperador (o el Rey) era considerado como un personaje eclesiástico, por lo menos en cuanto la Iglesia era también respublica christiana[33] 33. Repito: para Hugo y Bonifacio VIII, el esquema de las dos partes pretendía afirmar la unidad. Pero la corriente crítica, antijerárquica, de los siglos XIV y XV que prepara a su vez el laicismo estático y c-clesiológicc de los Reformadores, lo interpreta en sentido completamente diverso. En lugar de dos lados, imagen de la unidad, los críticos del siglo xiv hablarán de dos cuerpos, cada uno de los cuales tienen su cabeza: por una parte el Emperador o el Rey; por otra, el Papa y, eventualmente, más tarde, una cabeza por nación[34] 34. Dos cuerpos, dos cabezas… El espíritu ama la unidad, la restablecerá por fuerza. A partir de este desastroso dualismo, muchos orientarán la Iglesia hacia una u otra parte. Veremos más adelante (Cap. 2) por qué proceso se llegará a concebir teológicamente a la Iglesia como cosa de clérigos, formada sólo por la jerarquía, aduciendo textos en los que se encuentra sugerida esta idea. Por otra parte, el unilateralismo será más catastrófico todavía, como veremos también luego el motivo. Sea que los príncipes reivindicaran la cualidad de jefes del cuerpo cristiano y, por tanto, de la Iglesia y que hubiera teólogos que se la reconocieran, e incluso que se la ofrecieran, como hizo un tal Nicolás de Dinkelsbíihl al rey Siegmund en el Concilio de Constanza ( I4 T4)[35] 35; sea que, siguiendo ciertos elementos de eclesiología medieval, se desarrolló una teología de la Iglesia concebida como pura asamblea de fieles, línea que seguirán los reformadores[36] 36. «Cristo no tiene dos cuerpos, ni dos clases de cuerpos, uno temporal, otro espiritual», escribe Putero[37] 37. De forma que mientras por una parte se tendía a ver la Iglesia realizada en un sacerdocio sin pueblo, se llegaba, por otra, a verla en un pueblo sin sacerdocio. Para los Reformadores del siglo xvi la Iglesia viene a ser sencillamente la ciudad laica en cuanto sometida a la ley de Dios[38] 38.
El desquite contra un desarrollo exagerado del aspecto de mediación jerárquica y de la unión de los clérigos fue la eliminación de este orden de cosas. Puede pensarse que el remedio fue peor que la enfermedad. Pero los protestantes dan gloria a sus Reformadores por haber llevado hasta la vida profana, la de todos los días, una santidad reservada hasta entonces al claustro; por haber denunciado la distinción entre una santidad o una moral ordinaria, suficiente lo justo para salvarse, y una moral superior, patrimonio de las gentes de Iglesia. Y en fin, por haber instituido a las diferentes actividades de la vida temporal, y singularmente a la profesión, su dignidad y su valor cristiano. No indicamos referencias que serían innumerables: estas ideas se encuentran por todas partes.
No emprenderemos una apología de la Edad Media católica, sino . sólo una exposición positiva acerca de la santidad en la vida laica: será objeto de varios capítulos del libro y de un desarrollo especial acerca de In idea medieval de los’«estados» o de las «órdenes» y el concepto cristiano de profesión.
NOCIÓN CANÓNICA. — No queremos decir que la precedente noción no sea de ninguna manera canónica, pero sí que está dominada por un inulto de vista moral. Ea que ahora vamos a exponer es más jurídica[39] 39.
Partamos de un texto de San Buenaventura. Trata de los caracteres itcramentales concedidos por el Bautismo, la Confirmación y el Orden 40. El carácter, dice el Doctor franciscano, es una señal que distingue a los fieles en el pueblo espiritual de la Nueva Alianza; discierne estados diferentes en relación a la fe; y así, pues, reúne en un mismo estado mediante la fe, a los que están sellados con idéntico carácter. Ahora bien, hay tres estados en relación a la fe, según que se la tenga simplemente, o que sea vigorosa, o que sea fecunda. El Bautismo distingue a los fieles de los infieles; entre los fieles, la Confirmación marca a los fuertes; por el Orden, «homo ut sanctus ad ministerium templi a laicis separatimi. De esta manera, el clérigo se distingue del laico porque tiene también, no sólo que vivir y defender la fe, sino también comunicarla. Que se dé aquí más importancia al aspecto profètico de la función clerical que a la faceta propiamente litúrgica, es una consecuencia del punto de vista según el cual San Buenaventura explicaba los caracteres sacramentales, normal en un doctor «mendicante. Resulta, y esto es lo que nos interesa, que la condición del laico se encuentra definida no por la’ forma de vida, sino por la condición.
Por otra parte, San Buenaventura nos dice que «renunciar a las cosas temporales en el que se consagra al servicio de la Iglesia o se hace clérigo, es de perfección, no de necesidad. Esto se ve en la Iglesia primitiva… y lo vemos todavía hoy en la perfección religiosa. Pero el clérigo no está obligado a ello ni por derecho divino ni por derecho humano. Sin embargo, es bueno y justo que los clérigos se inquieten menos por las cosas temporales que los laicos, los cuales deben pensar en su descendencia…; además, las preocupaciones temporales perjudican a las espirituales. Por eso, los textos invocados se expresan como si los clérigos debieran renunciar a todas las cosas temporales. No significan: en cuanto a la propiedad, sino sólo en cuanto al apego»[40] 41. Esta última glosa demuestra que se lia cambiado de perspectiva. Se abandona el punto de vista de forma de viua, según el cual los clérigos se aproximaban a los monjes, para tomar el de la actividad, del oficio, de la competencia. Se ha pasado de un mundo monástico a un mundo social y culturalmente mucho más cerca del nuestro.
Porque, tal es nuestra convicción, la profunda transformación operada entre fines del siglo XI y principios del XII ha tenido repercusiones hasta aquí. Pasamos de una intelectualidad sintética y simbólica, como era la de la época patrística y el mundo cultural monástico, a una analítica y dialéctica. De consideraciones predominantemente morales a consideraciones de predominio jurídico. Ea noción de fuero externo se desgaja de la del fuero interno, con lo que ésa implica para una teología de excomunión y, finalmente, para una eclesiología. En el estudio de la Iglesia tienden a desarrollarse los elementos jurídicos ¡y sociológicos y, frente a la característica más mística y sacramental de la edad precedente, llegan a hacerse casi preponderantes. De forma que podríamos decir que «en el siglo xi el acento incide sobre el monje, no sobre el sacerdote»[41] 42, tn el siglo xm amenaza colocarse sobre el prelado, sobre el poder eclesiástico. Pero, pbco importa después de todo para nuestro actual propósito. Nos basta tener una noción del estado laico diferente (y complementario) de la anterior: tomada no va de la forma de vida, sino de la función o de la competencia.
En la perspectiva canónica, la segunda noción es la formal y rigurosa. En el plano vital, laico es quien vive en el siglo, como opuesto a monje. Desde el ángulo canónico, el laico puede ser monje; se define por contraposición a clérigo, como «el que carece de toda participación en el poder, sea de jurisdicción, sea sobre todo de orden»[42] 43. Eos principales cánones del código que hablan de manera general sobre los laicos los presentan como quienes tienen que recibir, quienes tienen derecho a recibir, de los clérigos, los bienes espirituales y, sobre todo, los auxilios necesarios para la salvación[43] 44. Que esto sea lo normal lo veremos al definir teológicamente la posición del laicado. Podríamos mostrarlo también aquí arguyendo por la naturaleza misma del derecho canónico.
Este, en efecto, es ante todo un derecho de los sacramentos. Es esto una verdad histórica que. Sin adherirnos por eso a su sistema, creemos poder considerar establecida .por Sohm y su escuela[44] 45. El análisis teológico del contenido del derecho canónico conduce a una conclusión parecida[45] 46. Nada más fácil para fundamentar en eclesiología, pero no es éste el lugar.
Evidentemente, si nos paramos aquí, tendremos un concepto más bien negativo del laicado; al pasar de una definición a otra no hemos- ganado mucho. Considerados desde el punto de vista monástico, los laicos sólo vivían merced a una concesión; considerados desde el ángulo canónico se definen negativamente… Siempre el mismo escándalo, al que la presente obra pretende responder.
No es necesario pensar, sin embargo, que la distinción entre clérigos y laicos por un lado (prisma canónico), laicos y monjes por otro (proyección monástica), coincida con una división entre hombres que no tienen más que actividad profana y hombres que tienen actividad sagrada o santa. También los laicos ejercen acciones sagradas. En ningún momento hemos de tener de ellos una idea que contradiga su pertenencia al pueblo de Dios, como atestigua la misma etimología de su nombre. Repetimos una vez más, el objeto de este libro es precisamente estudiar, primero en su conjunto, luego en el detalle de la substancia, la situación sagrada del laicado cristiano.
* * *
Indudablemente podemos intentar, si no dar una definición, al menos bosquejar una caracterización del estado laico. Adivinamos que en último término ambas nociones conducen a un mismo punto que trataremos de precisar por dos aproximaciones sucesivas.
Primera aproximación. — Como miembros del pueblo de Dios, los laicos tienen, igual que los clérigos y los monjes, por estado y de forma directa, acceso a las realidades celestes. Unos y otros han sido hechos capaces para tomar parte en la herencia de los santos en la luz (Col. r, 12). Sin embargo, no todos toman parte de la misma manera. Así como sería bíblica, dogmática y realmente inexacto decir: los clérigos y los monjes tienen, por estado y de forma directa, acceso a las realidades celestes; los laicos, por estado y forma directa, aunque no exclusiva, acceso a las realidades terrestres; sería cierto afirmar que: primero, los laicos no viven exclusivamente para las realidades del cielo, lo cual es, en la medida en que la vida presente lo permite, la situación de los monjes. Segundo, los laicos, siendo plenamente cristianos en cuanto a la vida de Cristo, no tienen competencia, o sólo tienen una competencia restringida, en orden a los medios propiamente eclesiásticos de la vida en Cristo: medios que competen a los clérigos.
Los laicos están llamados al mismo fin que los clérigos y los monjes:— a saber: el goce de la herencia de hijos de Dios —, pero su condición es la de perseguir y obtener este fin comprometidos en la marcha del mundo, en las realidades de la primera creación, en las circunstancias, etapas y medios de la historia. Los laicos están llamados a realizar la obra de Dios en el mundo, no sólo en el sentido de que les es necesario, luchando denodadamente, contra viento y marea, trasplantar y hacer en el siglo lo que los religiosos en el claustro; ni siquiera en el sentido de que antes de hacer obras y tener la forma de santidad religiosa deberían además cumplir la obra del mundo, cosa que los religiosos no deben hacer. Es posible que cierta hagiografía, presente hasta en las «leyendas» del breviario, oriente el espíritu en este sentido. Además, hay demasiada verdad y profundidad para que se hable a la ligera. Pero más de un signo parece indicar que Dios quiere todavía otra cosa. Los laicos están en el mundo para cumplir allí como cristianos el designio de Dios en cuanto debe hacerse en y por obra del mundo. Que esto sea necesario conforme al plan divino, que su obra no pueda efectuarse como Él quiere si no es por el pleno ejercicio de un verdadero compromiso en la generación del Mundo, es lo que nosotros creemos: es lo que vamos a ver en el capítulo tercero: Posición del lateado. Reino. Iglesia y mundo. Para que la Iglesia pueda alcanzar la plenitud de su misión, según los designios de Dios vivo, debe abarcar a los laicos, es decir, a los fieles que realicen la obra del Mundo y consigan su último fin estando consagrados a la obra del Mundo. Esto es lo esencial. Es preciso que algunos, dentro de la Iglesia, se consagren directa y exclusivamente a la obra del Reino de Dios y que, por ello mismo, se desentiendan del quehacer mundano. Tal es la condición de los monjes y sacerdotes. Así, en Israel/los levitas no recibían parte en la distribución de las tierras. Por la misión total de la Iglesia, conforme a los planes divinos, exige que el reinado del Señor sea preparado en y por medio de esta creación, para cuya plenitud debe cooperar el hombre. Por tanto, el designo de Dios y la misión de la Iglesia reclama la existencia de fieles laicos. Es necesario un laicado que, en su conjunto, tenga por vocación glorificar a Dios sin renunciar a su compromiso en medio del mundo. Da relación de los laicos al único fin último es, quizás, menos inmediato, en todo caso menos exclusivo, que el de los clérigos y monjes. Pero es esencial en otro aspecto, en cuanto que todo el pueblo de Dios está en marcha liacia la Tierra prometida.
Segunda aproximación. — El laico será, pues, aquel para el cual en la obra de Dios que se le ha confiado, la sustancia de las cosas existe y es interesante por sí misma. El clérigo, y más aún el monje, es un hombre para quien las cosas no interesan por ellas mismas, sino por algo distinto, a saber, por la relación que hacen a Dios, a quien hacen conocer y ayudan a servir. Podríamos prolongar este paralelismo utilizando los textos donde Santo Tomás de Aquino muestra la distinta concepción del filósofo y del fiel[46] 47: al filósofo, nosotros diríamos al sabio, le interesa la naturaleza misma de las cosas; al fiel su relación trascendente. El sabio busca la explicación de las cosas; el fiel, su significado. Se podrían continuar estas reflexiones investigando en la historia de los tipos o las corrientes representativas, respectivamente, de la actitud del fiel y del sabio, es decir, en una palabra, del clérigo y del laico. Nos detendríamos principalmente — así lo creemos — en dos grandes momentos: por una parte, en lo que se ha llamado revolución albertino-tomista[47] 48; por otra en el nacimiento del laicismo moderno, es decir, según entiendo y explicaré en seguida, en la reconquista por parte de la razón de los dominios que indebidamente, se encontraban bajo la tutela clerical.
Da condición de los clérigos, tal como la hemos caracterizado, está ciertamente repleta de peligros. Y, sobre todo, en un mundo enamorado de la sinceridad como es el nuestro, tal actitud de desapego frente al complejo de las cosas terrenas como tales, sólo es respetable cuando es verdadera y totalmente pura.’Todo el mundo se postrará ante el P. de Foucauld. Pero existe el riesgo de que una postura impuesta en razón del estado o de la profesión resulte demasiado teórica, reivindicando para sí el honor y las ventajas sin tener el espíritu ni cargar con las responsabilidades. Y cuán grande sería el escándalo si, protestando un desinterés hacia las cosas de la historia y del mundo, se buscara realmente la influencia, la riqueza (bajo cualquiera de sus formas, que son muchas), las palancas del mundo de los poderes seculares…
El peligro mayor, sin embargo, no es éste. Es el de perder el respeto hacia la verdad interna de las cosas. Al tener que mirar la relación trascendente de las cosas a su principio y a su fin, el fiel, y más especialmente el clérigo, se expone a olvidar que las cosas existen en sí mismas con una naturaleza y unas exigencias propias. Está predispuesto a ver én las cosas simples ocasiones o puntos de partida para conseguir la soberanía del Príncipe o, incluso, hacer de ellas unos simples medios para el logro de su programa religioso. Cuando el desprendimiento de las cosas terrenas es total, cuando se trata verdaderamente de una pura referencia religiosa, tal modo de actuar, penoso sin duda, tiene algo de sagrado e indiscutible. Pero esta religación tiene lugar en una Iglesia concreta, por el ministerio de hombres de Iglesia. La Iglesia y los hombres de Iglesia tienen una existencia sociológica e histórica, empleando para sus objetivos religiosos medios sacados de la vida social e histórica. El peligro reside entonces en no respetar plenamente las realidades terrenas, en nombre de una referencia trascendente, sino, concretamente, refiriéndolas de un modo puramente utilitario al juego de los medios sociológicos e históricos de la Iglesia. Es decir, refiriéndolas y sometiéndolas más a «prejuicios» que a la fe; más a «conveniencias» del mundo cristiano que a las exigencias del cristianismo; a la «política» del cristianismo más que a su mística. Desde el momento que la Iglesia (histórica) se reconozca asi se pasará insensible e indistintamente de aquí allá en el plano de los compromisos temporales. ¿Falta de trascendencia de la Iglesia? Tal vez; pero también, indudablemente, peligro de que el compromiso temporal no sea más serio y de que las cosas terrenas, que constituyen su objeto, no sean respetadas plenamente en su propia naturaleza y verdad. El hecho es más grave al tratarse no ya de la acción práctica, donde la verdad se halla menos precisada, sino de verdad objetiva: todo artificio «para la causa del bien» es entonces una traición que ninguna utilidad apologética o teológica puede excusar.
Desde el punto de vista histórico, el régimen de cristiandad de Occidente desde la caída del imperio romano y, sobre todo, desde Carlomag- no, hasta la llegada del mundo moderno — el cual, comenzando en el último tercio del siglo XII, tuvo sus mejores tiempos, en el terreno espiritual, durante el Renacimiento, en el campo político, después de la Revolución francesa, y no ha terminado todavía —, el régimen de cristiandad, repetimos, caracterizado por ser una organización de toda la vida temporal bajo la guía soberana y dentro del marco de la Iglesia, llevó consigo la tutela de todas las realidades relativas. No pertenece a nuestro propósito ni el decir los beneficios que la sociedad humana reportó de esa situación, ni el tratar la cuestión teórica acerca de las relaciones entre lo temporal y lo espiritual. Observamos solamente estas dos cosas: 1º En esta regulación de las cosas terrenas — tanto las ciencias, como los negocios de la ciudad — por parte de la autoridad eclesiástica, intérprete de lo absoluto, había una cierta confiscación o, hablando en términos marxistas, una alienación. Cierto que las cosas terrenas gozaron siempre de una autonomía relativa; la alienación no fue nunca total. Pero, tomada al servicio de la fe, apenas fueron consideradas y desarrolladas por sí mismas. 2º La tutela, buena en la infancia, se prolongó indebidamente hasta campos en que los hombres, como se dice hoy día, habían alcanzado su mayoría de edad. El caso más típico, sobre el que los clérigos nunca reflexionarán lo suficiente, es el de Galileo, amenazado a los setenta años de tortura, y obligado a retractarse en materia de ciencia, a pesar de tener razón, en nombre de la Revelación — en realidad, en nombre de ciertos «prejuicios» considerados como verdad revelada y como sana filosofía.
Contra la confiscación de la verdad interna de las causas segundas, por parte de la Causa primera, se levantó el laicismo moderno que, en el fondo, quiso reconquistar los derechos sobre aquéllas, es decir, sobre las cosas terrenas. Contra la alienación de su dominio en manos del sacerdocio de la Causa Primera, se levantaron los diferentes sacerdocios de las causas segundas. Que’ tal sea el sentido verdadero y profundo del movimiento laico — y, en definitiva, del mundo moderno — se podría demostrar con superabundancia de pruebas. Pero, ¿son acaso necesarias donde la evidencia es tan manifiesta? Entre las declaraciones de los que fueron pontífices en ios sacerdocios de las causas segundas — políticos, filósofos, sabios, médicos, filántropos… — sólo se nos plantearía el problema de la elección. El siguiente texto de Eavisse ha sido citado con frecuencia: «Ser laico no es aceptar ninguna ignorancia. Es creer que la vida vale la pena vivirse, amar esta vida, rehusar la definición de la tierra como «vahe de lágrimas», no admitir que las lágrimas sean necesarias y bienhechoras, ni que el sufrimiento sea providencial; es no tomar partido en ninguna miseria. Es no recurrir a un juez que dirija más allá de la vida el deber de saciar al hambriento, dar de beber al sediento, reparar las injusticias y consolar al que llora; es librar la batalla contra el mal en nombre de la justicia»[48]49 . Olvidemos el contenido burlón y sacrilego de este texto; al lado del sentido y de la intención que lo anima, esto es, al fin y al cabo, accidental y periférico. Ea afirmación verdadera es ésta: Ser laico consiste en correr, con todos los recursos que tenemos, la aventura de la búsqueda de justicia y verdad, cuya hambre nos devora y que es la esencia misma de la existencia humana.
¿No preguntábamos en este capítulo: qué es un laico? ¿Era, acaso para acabar definiéndolo en sentido laicista? Contesto con un no rotundo; pero, en cierto sentido, podría responder también con un si. Porque hay laicismo y laicado, conforme _ la distinción, hecha clásica por una Declaración de nuestros cardenales y arzobispos, algo así como hay erudición y ciencia, «mundo moderno» según el concepto del Sylla- bus y «mundo moderno» del que formamos parte, o, incluso, como hay clericalismo e Iglesia… Hubo y hay todavía un laicismo cuya base es una afirmación doctrinal, metafísica, según la cual no existe Dios como quiere la revelación positiva judeo-cristiana; y en ningún caso, lo sobrenatural en el sentido que quiere la Iglesia. Pero hay también una posición laica que no excluye lo sobrenatural y se contenta con desear que lo absoluto no anule lo relativo hasta volatilizarlo; que la relación a la Causa primera no anule la realidad de las causas segundas y la realidad interna de cuanto ha hecho el Mundo y la Historia de los hombres. Esta laicidad — arriesgamos este término bárbaro — no rehúsa creer en Dios; pide solamente también creer en las cosas. Quiere respetar su naturaleza, sus leyes, sus exigencias. Piensa que si son necesarios hombres entregados por completo al Absoluto, a lo único necesario, la mayoría de los hombres deben caminar hacia Dios sin abreviar y sin renunciar a pasar por las cosas del Mundo y de la Historia.
Nuestros contemporáneos, por ser del Mundo y de su siglo, se han hecho hipersensibles al reproche dirigido con tanta frecuencia a los creyentes de no interesarse por las cosas, de contentarse con purificar su intención en orden a la ley de Dios, y no creer en el bien o en el mal de las cosas[49] 50. Una gran mayoría de cristianos, casi podríamos decir, al menos en Francia, el conjunto de los cristianos, ha llegado a tener conciencia de este problema decisivo, lo ha demostrado a menudo en textos de autocrítica, abundantes en los años de postguerra[50] 51. Ven en él una de las mayores cuestiones pendientes de solución y el elemento quizás más importante para saber cuál es su función de laicos cristianos o de cristianos laicos.
Hemos evocado más arriba a Santo Tomás. Este genio cristiano vivió providencialmente en el cruce del mundo antiguo, sacral y monástico — pero también feudal — que acababa, y del mundo científico y positivo, sirviendo de pauta al segundo respetando lo que el primero conserva de eternamente válido. El mismo había comenzado como oblato de gran familia en Monte Casino, pero sus primeros pasos personales en el terreno intelectual fueron filosóficos y naturalistas, de forma que los estudiantes en Artes de París lo considerarán de tal manera suyo que, a su muerte, reclamarán su cuerpo, como también los retratos que les había prometido. Tomás de Aquino lia sabido como nadie respetar a la vez la unidad ordenada de las cosas — la idea más fundamental y universal de la Edad Media — y la propiedad de su naturaleza, cada cual según su nota específica y su tenor de verdad. En un mundo enamorado de tecnicismo y de explicaciones propias, pero manco en lo referente a unidad, y que sufre, Santo Tomás es un modelo y un guía incomparable. Podríamos decir que ha sido, aun’ siendo clérigo, auténticamente laico.
¿Es esto, acaso, algo común a su posteridad espiritual? Entre otros muchos, el gran Teófilo Foisset, amigo y biógrafo del P. Eacordaire, observa_ acerca de éste que se adivinaba en él al laico. Por ejemplo, a propósito de la carta que Eacordaire escribe a Mons. Quelen inmediatamente después de la interrupción de las conferencias de Stanislas: «Pido a la Iglesia, en la persona de mi obispo, que me otorgue confianza, rinda honor a mi sacerdocio… Reivindico solamente el bien del sacerdocio, únicamente la honra del sacerdocio, la libertad de predicar a Jesucristo…» Y añade Foisset: «Hay un hombre, hay un laico en esta manera de hablar»[51] 52. Esta reflexión es significativa. Da la impresión de que, en la opinión humana, se es «laico» cuando se reivindica el respeto de lo que es humano y natural; que en el sacerdote, por el contrario, la función debe absorber enteramente al hombre; no sólo en lo que tiene de puramente espiritual y divino, sino también en lo que implica sumisión a un complejo cuyo régimen es el de la autoridad y la sujeción. Puede dudarse de que esto sea verdadero en todos sus puntos, pero no es este el lugar de discutirlo. Baste saber que, una vez más, hemos llegado por un sencillo detalle a la idea siguiente: un laico es un hombre para quien las cosas tienen valor; para quien su verdad no está absorbida y abolida por una referencia superior. Porque para él, cristianamente hablando, lo (pie se trata de orientar hacia lo absoluto es la realidad misma de los elementos mundanos cuya figura es transitoria.
[1] . A excepción de un pasaje o dos en las versiones de Aquila, Teodoción y Symmaco. Cfr. la concordancia de Hatch y Redpath.
[2] 2. Ejemplos: en el Antiguo Testamento: Ex. 19, 4-7; Dt. 7, 6-12. En el Nuevo Testamento, aplicado a la comunidad cristiana, que es el nuevo y verdadero Israel: Le. 2, 32; Rom. 9, 23; II Cor. 6, 14; Cfr. los art. lOvog (K- L. Schmidt) en Wdrtcrbuch de Kittel, 3G2-370, y Xaó<; IV, 29-57, principalmente las páginas 32-37 y 53-57 {Stratb- MANN).
[3] 3. En Justino: Dial. 123, Xao<; = el pueblo de la Nueva Alianza; en la I Apol 67, \oió~ se refiere al que preside.
Dom. Gr. DIX (The Shape of the Liturgy, Westminster, 1945, p. 480) y Apostolic
Ministry, Londres, J946, p. 285, dice, sin aducir pruebas, que la palabra laicos significa todavía hacia el año 300, en Oriente, un miembro del pueblo de Dios; hacia el 450 ha pasado a significar profano por oposición a sagrado. Lo cual estaría ligado a un conjunto de ideas, que, en liturgia, condujo a separar al celebrante del pueblo (iconostasio), etc.
En Oriente se usaban también otros nombres para designar a los laicos: iBtojxai (San Juan Crisòstomo) que corresponde al laicus = idiota = iletrado de la Edad Media; pttuxtxot que corresponde a los saeculares del latín (Nomokanon); cfr. N. MITASCH: Das kirchenrecht der Morgenldndischen Kirche, 2.a ed., Mostar, 1905, p. 216, n. 8; P. G. CARONI, I peteri giuridici del laicato nella Chiesa primitiva Milan, 1948, p. 40.
[4] 4 CLEMENTE, XL, 5: Al gran Sacerdote re han sido conferidas funciones particulares; a los presbíteros se les ha asignado lugares especiales; a los levitas incumben servicios propios; los laicos están ligados por preceptos propios de los laicos» (HEM- MER, en nota, remite a Jer. 34, 19, uno de los textos del A. T.—el N. T. presentará muchos más — donde \aó$ designa al pueblo en cuanto distinto de sus jefes: sacerdotes, levitas y escribas).
Es preciso observar aquí que, al designar un miembro de la comunidad por distinción a los sacerdotes y a los levitas, este texto de Clemente da a los fieles un nombre que expresa directamente su pertenencia al pueblo consagrado. La traducción latina de la carta de Clemente^ que trata de la primera mitad del siglo segundo, transcribe Xocíxóc por plebeius, aquel que es de la plebs, es decir, de la comunidad cristiana. Plebs tiene constantemente este sentido en Tertuliano y San Cipriano e incluso mucho tiempo después de ellos…
[5] 5. Falsas y verdaderas reformas de la Iglesia. Ed. 1. E. P. Madrid. 1953.
[6] 6. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA (f 211-16): «$1 (San Pablo) admite el matrimonio de un hombre con una sola mujer, tanto para el presbítero como para el diácono, como para el laico:» (Strom. III, c. 12 (P. G. 8, 1189 C). ORÍGENES (+254-55), comentando a Jer., 12, 13, dice: «Otros antes qüe yo han comentado este pasaje y, pues admito su interpretación, os propongo la misma… Nosotros que pensamos ser algo, por estar constituidos como presidentes vuestros en razón de nuestra condición de cléfigos, de suerte que muchos desean obtener esta condición: sabed que no por ser clérigos nos salvaremos necesariamente pues más de un sacerdote se condenará y más de un laico será proclamado bienaventurado. Precisamente porque hay entre los clérigos quienes viven sin aprovecharse de su condición y sin honrarla, aseguran los expositores que se dice en el texto: su hieres no les fue de ningún provecho» (In Jerem. hom. XI, 3; P. G. 13, 369).
TERTULIANO (t 217-22) antes de ser montañista, frente a los herejes: «alius hodie episcopus, eras alius; hodie diaconus, qui eras lector; hodie presbyter, qui eras laicus; nam et laicis sacerdotalis muñera injungunt» (Praeser., 41, 8). Una vez montañista (en 205) escribe: «Differentiam inter ordinem et plebem constituit Ecclesiae auctoritas) {De exhort. castitatis, 7) «Si non omnes monogamiae tenentur, unde monogami in cleruni ? An ordo aliquis seorsum debebit institui monogamorum, de qua adlectio fiat in clerum ? Sed cum extollimur et inflamur adversus clerum, tune unum omnes sumus, tune omnes sacerdotes.. », etc. {De monogamia, 12, P. L. 2, 948: texto evidentemente mediocre).
San CIPRIANO (f 258): «clero et plebi» Ep. 45, 2 (HARTEL 602); «qui se a cleri ejus et plebis societate secernit», De unitate, c. 17 (HARTEL, 226), etc.
[7] 7. St. SCHIWIETZ: Vorgeschichte des Monchlums oder das Asketentum in den ersten chistlichen Jahrhnnderten, en Archiv. f. kathei. Kirchenrecht 78 (1898) p. 2-23;
305-322; M. VILEER y K. RAHNER: Aszese und Mystik in der Väterzeit. Friburgo-enB., 1939, p. 42 s. La mejor exposición francesa de la historia del monaquisino primitivo es, según nuestros conocimientos, la de P. DE LABRIOLLE, en L’Hist. de l’Église, de Fliehe Martin, t. III, 193G, p. 299 s.
Cfr. igualmente la Const. Provida Mater de 2 febrero 1947: A.A.S., 1947, p. 115.
[8] 8. Me explicaré en otra parte, y ya un poco en este libro, sobre la distinción entre estructura, vida y tipo permanente de la Iglesia (siendo este último intermedio entre la estructura y la vida, algo así como el temperamento entre la naturaleza humana esencial y las actividades ordinarias).
El lugar donde hemos situado aquí el monaquisino puede deducirse expresamente de la Provida Mater, o. c.. p. 11G.
[9] 9. Cfr. U. Berühre : La «familia-» dans les monastères bénédictins dit moyen-âge, en Mémoires de la Classe des Lettres. Académie de Belgique, 29 (1931). Hubo pocos sacerdotes entre los monjes de Oriente y estos pocos apenas se dedicaron al cuidado de las almas: VIU.ER y R.AHXER o. e., p. 282-283, inspirándose en Ch. BAUR; Der welífliietige und ivelttälige Gedanke in der Entwicklung des Mönchtums, en Bonner Zeitschrift 7 (1930), p. 113-123. San Jétónimo, monje, no quería ser sacerdote y, una vez ordenado, hizo consagrar a su hermano Paulino para asegurarse los servicios del monasterio (F. CAVALI.ERA: 5. Jérôme, t. I, p. 5G, 210-13). Cfr. también el estudio de Dom E. DEKKKRS : Les anciens moines cultivaient-ils la liturgie?, en Vom Christi. Mysterium. Gesam. Arbeiten z. Gedächtnis von O. Casel. Düsseldorf, 1951, p. 97-114.
[10] 10. He aquí algunas referencias para todo este apartado. No pretenden de ningún modo, claro está, suministrar ni siquiera de un modo elemental la documentación del problema, sino simplemente justificar la presente exposición.
En Oriente: Pl. de Meester: De Monachico statu juxta disciplinant Byzanlinam, Vaticano, 1942, p. 3 y los correspondientes justificantes documentales, p. 67-68, en particular los textos de Justiniano (nov. 133. 10 marzo 589) y Teodoro Baesamon (can. 77, Conc. in Trullo). Cfr. También N. Milasch: o. ti., p. 216-217. Añadir esta definición de clero: «qui divino cultu ministeria religionis impendunt» (Código Teod. (ib. 16, t. II, leg. 2).
En Occidente no se hallará una definición tan precisa, tan canónicamente formulada, pero la distinción entre clérigos y monjes se encuentra en S. AMBROSIO (Ep. 63, n. 66 y 82; P L. 16, 1207 y 1211), en S. SiRicio (Ep. 1, 17 de fecha 10 febrero 385 a Himerio; P. L. 13, 1144; en INOCENCIO I; en S. JERÓNIMO, cuyos textos ejercieron gran influencia en la Edad Media sobre el particular (Ep. 52, ad Nepotianum, P. L. 22, 527 s.-; Ep. 60 a Heliodoro, n. 11, P. L. 22, 595; y cfr. P. ANTIN: Le monachisme selon s. Jérôme en Mélanges Bénédictins. Saint-Wandrille, 1947, p. 69-113). Cfr. J. WINANDY: Les moine.; et le sacerdoce, en Vie Spir. 80 (1949) p. 23-3.6; obsérvese entre nttos textos de S. GREGORIO, p. 26, 27. I.a distinción, implicando la idea de que el monje llega a ser eventualmente clérigo por las ordenaciones que hacen de él un ministro de culto, se mantiene presente por largo tiempo y, en el fondo, qúeda como totalmente válida en Occidente, a pesar de la apariencia de reflujo de la idea clerical sobre la idea monástica, de que hablamos más adelante. RABANO MAURO ( ?) formula claramente la distinción tripartita»: monjes, clérigos, populares (= laicos) (Adv. Jndaeos, c. 55. en MARTENE y DURAND: Thésaurus, V, 521); numerosos textos del siglo x:i a causa del movimiento canonical y de la necesidad de establecer el estatuto de los canónigos regulares: los Premonstratenses en particular tienen una visión muy clara de las cosas imuclias referencias en Ph. DEUIAYE: L’organisation scolaire au XIIe siècle, en Traditio, V (1947)i p. 213 s. Añádase HUPERTO DE DEUTZ: Epist., P. L. 170, 543; Dialogus inter Cluniacensem et Cisterciensem Mo- nachitm, en MARTENE y DURAND, V, 1620). En cuanto al Derecho actual, cfr. Cedex Juris can. c. 10S, 111, 487, 948, etc.; Const. Provida Mater, AAS 1947, 116.
[11] 11. «Cleros et clericos hinc appellatos puto, qui sunt de ecclesiastici ministerii gradibus ordinati, quia Mathias sorte electus est.»Enar. in Sal. 67, n. 19 (P. L. 30, 824). El texto del Decreto citado en el n. 21 y el de Isidoro citado en el n. 15 son un vestigio del punto de vista de Agustín.
[12] 12. Epist. 52, 5, a Nepociano (P. L. 22, 531). Jerónimo arguye de modo parecido acerca del nombre de monje ( = interpretare vocabulum monachi, hoc est nomen tuum; quid facis in turba, qui solus es? Ep. 14, 6: P. L. 22, 350).
El texto de Jerónimo no es desconocido en Oriente (cfr. Milasch: Kirchenrecht, p. 215, n. 7); en Occidente se lia repetido incansablemente. Para no decir nada de los escritos privados, he aquí alguif&s referencias a la tradición canónica. Yves de Chartres (Decr. VI, 1); La Caesaraugustana (VIII, 1), el Decreto de Graciano (c. 5, XII, q. 1; Friedberg, I, 677) que cita además otro texto que atribuye también a San Jerónimo aunque no lo es (cfr. infra. n. 21); Las Decretales de Gregorio XI; c. 16, X, II, 5 (Friedberg, II, 469; sin referencia expresa a San Jerónimo)i, etc.
[13] . 13 Cfr. por ejemplo el texto del Pontifical de Siena citado por Du Cange, Ij 393, 1.a col., ed. de 1842.
[14] 14. Cfr. el texto de GRACIANO citado infra, n. 21
En el Dialogas ínter Cluniacensem et Cisterciensetn Monachum (MARTÍINE-DURAND V. 1644), el Cisterciense dice: «Monaclius est nomen perfectionis et clericus est nomen officii, quod non debent habere nisi perfecti, idcirco clericatus proprie pertinet ad monachos: ipsi enim sunt… imitatores Apostolorum… Hunc est quod quando fiunt monachi, insigniuntur perfectionis signo, id est clericali, quod est corona, quia tune intrant sortem Dei et fiunt liaereditas Dei.»
[15] 15. Añadir a las referencias dadas en el n. 10: Isidoro: Étymol., lib. VII, c. 12 {P. E. 82, 290): «Generaliter clerici nuncupantur onines qui in Ecclesia Cliristi deser- viunt» y De eocles offic., lib. II, c. 1 (83, 777): «Omnes qui in ecclesiastici ministerii gradibus ordinati sunt, generaliter clerici nominantur.» Cfr. también Du Cange, Ij 392, 1.a col. Por el contrario, volvemos a encontrar un pensamiento monástico antiguo en Arbon de Fleury, según el cual clérigo significa orden sagrado y no puede aplicarse a los grados inferiores a quienes el matrimonio les está permitido, como a los laicos, ex indulgentia (Apologéticas: P. L. 139, 464).
[16] 16. Cfr. O. ROUSSEAU: Deux importantes publications monastiques, en Questioris sur VÉglise et son unite, Gembloux, 1943, p. 50 s. A. M. HENRY, Moines et chanoines, en Vie Spir., 80 (1949) p. 50-69
[17] 17. Du CANGE cita en este sentido (II, 392, 3.a col.) un texto de SOZOMENE, H. E., VIII 18 y otro de ORDERICO VITAL, según el cual los monjes de Molesmes decían: «Nos autem et ordine et officio clerici sumus et clericale servitium Sümmo Pontifici, qui penetravit coelos, offerimus.»
[18] 18. Cfr. el tan curioso Dialogas Inter Cluniacensem et Cisterciensem Monachum,, en MARTÉNE y DURAND, V, 1020-1626 y 1641-1647. Los religiosos premonstratenses pretendían ser clérigos «ex debito», mientras que los monjes, incluso sacerdotes, no lo eran más que «ex indulgentia». El Cistenciense reivindica tener la clerecía por regla, no «ex indulgentia». Requerido por el Cluniacense, define perfectamente la clerecía: «Officium altaris, quod non facit sanctam vitam, sed requirit sanctam vitam.» Para acabar (col. 1647), el Cisterciense distingue tres significaciones de «clérigo»: en sentido amplio, «omnis cotonatus per sacerdotis benedictionem»; en sentido estricto, «episcopi et eorum cooperatores quibus est commissa cura animarum in populo Dei»; en sentido medio: «officium altaris» que los monjes ejercen en el monasterio.
[19] 19. Por ejemplo, HUGO D’AMIENS (alias de Rouen, o de Heading, f 1164}: Dial. seu Quacst. ítheolog. libri VII: VI, interr. 4 (en MARTENE y DURAND, V, 972-973).
[20] 20. Cfr. p. ej. Du Cange, II, 392, 3.a col ; Vita S. Cungari, n. 8 Acta SS. Nov., t. III, Bruselas, 1910, p. 406)
[21] 21. «Dúo suut genera christianorum. Est autem genus unum, quod mancipatum divino officio, et deditum contemplationi et orationi, ab omni strepitu temporalium, cessare couvenit, ut sunt clerici, et ¿Seo devoti, videlicet conversi. KX^poí enim graece, latine sors. Inde hujusmodi nomines vocantur clerici, id est sorte electi. Omnes enim Deus in suos elegit. Hi namque sunt reges, id est se et alios regentes virtutibus, et ita in Deo regnum liabent. Et hoc designat corona in capite…» C. 7, C. XII q. 1 (KRIEDERG, I, 678). (La continuación del texto, infra, n. 26.)
[22] 22 Cfr. VlLLER y Rahner, o. c., p. 278.
[23] 23. Sobre los cuales cfr. Iv. Spatlino: De Apostolicis, Pseudoapostolis, Apostc- lm$s, Munich, 1947.
[24] 24. Acerca de la amplitud y complejidad de este movimiento, conocido ya por muchos trabajos y publicaciones, los buenos estudios publicados en los últimos años por Ch. DEREINE (en particular en la Rev. Hist. Eccl.) han comenzado y prometen todavía proyectar nueva luz.
[25] 25. Kn la Vita Ronwaldi de S. PEDRO DAMIANO (P. L. 144, T86; citado por DEREINE, R. Hist. cccl , 1946, p. 3G8) Communiter vivere se opone a saeculariter habitare. Esto merece señalarse.
[26] 26. (…) Aliud vero est genu christianorum ut sunt laici. Aaoc; enima est po- pulus. His Hcet temporalia possidere, sed nisi ad usum. Nihil enim miserius est quam propter nummum Deum contemnere. His concessum est uxorem ducete, terram colere, inter virum ea virum judicare, causas agere, oblationes super altaría ponere, décimas reddere, et ita salvari poterunt, si vitia tamen benefaciendo evi- íaverint». C. 7, c. XII, q. 1 (FRIEDBERG, I, 678).
[27] 27. «Dúo enim ab Ecclesia sanctae primortiis vitae ejus filiis sunt instituta; una qua infírtnorum debilitas retinetur, altera qua fortiorum vita beata perficitur; una remanens in Segor párvula, altera ad montis altiora conscendens una lacryiiiis et eleemosynis quotidiana peccata redimens, altera quotidiana instantia merita aetema conquirens; alteram tenentes, inferiorem terrenis bonis utuntur; alteram sequentes superiorem, bona terrena despiciunt ac reliquunt. Haec auteni quae a terrenis divino favore divertitutr in duas unius pene ejusde proepositi dividuntur portiones, canonieorum scilicet atque monachorum… (la vida de los canónigos es non minoris meriti que la vida de los monjes)». P. I,. 151, 338. Reproducción de la Bula en la primera confirmación de los Premonstratenses (28 junio 1124) por los legados PEDRO DE LEÓN y GREGORIO DE SANTANGEE: P. L., 198, 36.
[28] 28. Liber de aedificio Dei, c. 30; P. I,., 194, 1271.
[29] 29. Este punto ha sido explicado con fortuna por Dom G. MORIN: L’idéal nic- nastique et la vie chrétienne des premiers jours. Maredsous, 1912. Cfr. también Dom J. EKCLFRQ; La vie parfaite. Poinis de vue sur l’essence de la vie rellgieuse, Turnhout y París, 1946; I. H. DALMAIS: Sacerdoce et Monachisme dans VOrient Chrétien, en Vie spir., 80 (1949) p. 37, 49, etc.
[30] 30. VACARIO: Líber contra multíplices haereses, § 28, en ILARINO DE MIIÁN; L’ercsia di Ugo Speroni nella Confulazione del Maestro Vacario, Vaticano, 1945, p. 658 s.
[31] 31. Prólogo de la Summa supe* Decreta, en MJRBT: Quellen zur Geschichte des Papsttums, n. 318.
[32] 32. HUGO DE SAN VÍCTOR: De sacramentis, lib. II, parte 2. c. 3 (P. L., 176, 417 s.). La idea aparece ya en WALAFRID STRABON: De exordiis et incrementis rerum ecclesiast. c. 32 (Mon. Germ. reg. Franc., II, 515; citada por Sohm: Kirchen- recht, II, 217). Lo hemos descubierto también, después de Hugo, por ejemplo en VICENTE DE BEAUVAIS (Spéculum doctr., lib. VII, c. 31), SANTIAGO DE VITERBO (De rcgimine christiano, II, c. 10, ed. ARQUILLIÉRE, p. 280), BONIFACIO VIII, que depende muy estrechamente de Hugo (Bula Unam Sanctam: Denz, n. 469).
[33] 33. Cfr. sobre esto a J. H\shaoen: Staat und Kirche voy der Refonnation, Ussen, 1931, p. 481, s., 505 s.
[34] 34. Songé du Vergier, c. 307 (GOLDAST: Monarchia, t. I, p. 200)\; GUILLERMO’ D*OCCAM: Octo quaestiones, c. 1 (GOLDAST: II, 314 y 319); citados por H. DE LUBAC: Corpus mysticum, París, 1944, p. 133. A decir verdad, en el Songe du Vergier, la tesis del soldado en que hay «dúo capita diversorum corporum, scilieet clericorum et laicorum» (c. 307), pero el clérigo responde: «Quamvis sint dúo genera honri- íuim cîerici et Jayci, tamen usum corpus sunt…» (c. 308, ibid).
- I’ICHET (Histoire du laical dans l’Église, eu Le rôle des laïcs dans l’Église. Carrefour, 1951, Montréal, 1952, p. 20, escribe así: «Grégoire VII avait voulu distinguer le spirituel et le temporel pour mieux les unir. Au lieu de cela, les passions ayant irrité le débat, 011 opposa spirituel á temporel et 011 les sépala l’un de l’autre»; y, en nota, cita este texto del cardenal Humberto: Adv. Simcmiacos, III, 9: «Laici sua tantum, id est saecularia, clerici autem sua tantum, id est ecclesias- tica negotia, disponant et provideant… Sicut clerici saecularia negotia sic et laici ecclesiastica praesuniere prohibeantur» (=Mon. Germ. Hist. Libelli de Lite, t. I, p. 208). Se ve aquí el peligro que había de reducir los laicos a sus ocupaciones seculares y no ver que también a ellos compete, de alguna manera, hacer la Iglesia…
[35] 35. Cfr. MANSI, XXVIII, 516 s., y A. HAUCK: Gegensiitze im Kirchenbegriff des spateren Mittelalters, en Luthertum, 1938, p. 225-240.
[36] 36. Cfr. la 2.a- parte de Vraie et fausse Reforme dans l’Église, París, 1950.
[37] 37. Appel á la Noblesse de Naticn Germanique: ed. Weimar, VI, 408.
[38] 38. Tal fue, finalmente, la tendencia de Lutero (cfr. E. FOERSTER: Fragcn zu Luthers Kirchenbegriff aus der Gedankenwelt seins Alters, en Festgabe /. Kaftan, Tubinga, 1920, p. 87-102). Tal fue, cada vez más claramente, el pensamiento de Zwinglio (cfr. A. FARNER: Die Lehre von Kirche und Staat bel Zwingli. Ttibinga, 1930, p. 7 s.).
En este aspecto había ciertos puntos de contacto entre el pensamiento medieval y los predicadores alemanes del siglo xiv (cfr. W. SCHWER: Stand und Siánde- ordnung im Weltbild des Mitteraliers… Paderborn, 1934, p. 38, 78-79). En este sentido, los Reformadores se dejaron llevar por la lógica más profunda de sus opciones doctrinales (supra, n. 36). Pero no habría que subestimar la importancia de los factores de orden sociológico, incluso económico: cfr. infra, c. 2, n. 33.
[39] 39. Que el punto de vista canónico sea el de una distinción en razón de un ixxler sagrado se ve, con el relieve que da el unilateralismo, en una exposición ‘ «ino la de A. Hacen: Prlnzipien des katholischen Kirchevrechts (Wurtzbttrg, 1940); el autor llega a decir que los religiosos no pueden constituir ningún «estado» especial dentro de la Iglesia (p. 102).
[40] 41. Scnt. lib. d. 24, p. 1, a. 2, q. 3 (Ed. Quaraclii, 4.o G12).
[41] 42. G. Scíirriber: Gemcinsfyaften des Mittelalters. Muuster, 1948, p. 365.
[42] 43. Vbrmerrsch y Creeesen: Epítome Jnris canonüci, 19*27, t. J, n, 199 (5 cd., 1933, n. 231).
[43] 44. Cfr. en particular los cánones 682 y 948.
[44] 45. Cír. también, recientemente, W. MtüRKR: Bekenntnis und Sakrament… Berlín, 1939.
[45] 46. Cfr., por ejemplo, H. KEltER: Lihirgie und Kirchenrecht, Zur Klarüng und ‘Veytiefung des Begriffs Liturgie, en Scholastih, 17 (1942) p. 342-884.
[46] 47. Cfr. prólogo en II Sent.: C. Gentiles, lib. II, c. 4.
[47] 48. La expresión es del P. Chenu, siguiendo un esquema del P. Mandonnet, Cfr. nuestro artículo Téologie en el Dict. de Théol. Cathol., col. 386 ss.
[48] 49. Annales de la Jeunesse laïque, 1902; citado por L. Capéran: Foi laïque et foi chrétienne. La question du surnaturel, Paris y Tournai, 1.937, p. 10.
Añadiré solamente un texto de PROUDHON:
«J’admets l’absolu en métaphysique; j’admets par conséquent Dieu, mais en métaphysique aussi, à la condition qu’il ne sorte pas de l’absolu… Celui qui inventa le paratonnerre, tout religieux qu’il était du reste, se prosternait-il en temps d’orage, pour demander à Dieu de ne pas le foudroyer… Je crois que le recours à l’absolu, aux puissances invisibles, est le moyen d’anéantir en nous le fruit de la connaissance.» Justice, Septième étude, c. 2 (en La Pensée vivante de Proudhon. Textos escogidos e introducciones de L,. MAURY, Paris, 1942, t. I, p. 155).
[49] 50. Expresión clásica de este reproche: la critica de la caridad. Expresión más técnica: la crítica de una «moral de intención» y la teoría de la eficacia. Expresión literaria: la escena de Prélude à Verdun, en la que J. Romains coloca dos conciencias, la de un cristiano, Brimont, y la de un «laico», Clanricard, ante una orden de ataque estúpida por la que solamente se logrará matar a más gente, pero que dará ■ocasión a una mención de la Unidad en el comunicado., «…Non, Brimont; tu ne m’as pas bien compris. Ce n’est pas d’avoir ma conscience en repos qui me preocupe. C’est — y separa las sílabas, acentuándolas—…d’empêcher un crime» (Hommes de bonne volonté, XV, 235).
[50] 51. Solamente dos testimonios; uno breve, aunque significativo (Dr. Jouvenroux; Témoignages sur la spiritualité moderne, París, 1946, p. 46-47 y sobre todo 79); el otro, doloroso y profundo (L. DOUVY, en Esprit, agosto-septiembre 1946, p. 274-282J.
[51] 52. Vie du R. P. Lacordaire, París, 1870, t. I, p. 315.