El debate teológico sobre la secularidad cristiana
El debate teológico sobre la secularidad cristiana
(1930-1990)
Josep-Ignasi SARANYANA
Resumen. Las enseñanzas de Pío XI sobre naturaleza de la Acción Católica abrieron un amplio debate sobre la condición teológica de los seglares o laicos y la distinción entre sacerdocio ministerial y sacerdocio común o real. Paul Dabin fue el máximo teórico de la cuestión. Después 1940 la reflexión se abrió a considerar si lo propio del laico es su relación con el mundo. Así, por ejemplo, Yves Congar y Gérard Philips. Karl Rahner dio otro giro a la discusión: la condición laical no se define exclusivamente por la inserción en el mundo. Esto sólo sería la condición material. Según Pedro Rodríguez quedaba por determinar lo característico y específico de la condición laical. Esto sería, siguiendo Lumen gentium, que: «a los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios». Aquí cabe recordar —con la predicación de San Josemaría Escrivá— que el Señor quiere entrar en comunión de amor con cada uno de sus hijos, en la trama de las ocupaciones de cada día, en el contexto ordinario en el que se desarrolla la existencia.
Palabras clave: Acción Católica, laicado, Yves Congar, Karl Rahner, Josemaría Escrivá, Vaticano II.
Abstract. The teachings of Pius XI on the nature of Catholic Action gave rise to a wide debate regarding the theological conditions of the laity and the distinction between the ministerial priesthood and common or royal priesthood. Paul Dabin was the foremost intellectual figure on this question. After 1940, the concern extended to the question on whether one’s relationship with the world is deemed to be what is most proper of the lay person. Examples of this line of thinking are Yves Congar and Gérard Philips. Karl Rahner gave a different twist to the debate claiming that the lay condition is not exclusively defined by one’s insertion in the world. The latter is but a material condition. Pedro Rodríguez points out that what is characteristic and specific of the lay condition remained unanswered, which in Lumen Gentium is articulated as follows: «by reason of their special vocation, it belongs to the laity to seek the kingdom of God by engaging in temporal affairs and directing them according to God’s will». This reminds us —echoing the preaching of St. Josemaria Escrivá— that God wants to enter into a communion of love with each one of his children, in the network of one’s daily occupations, in the ordinary context of one’s existence.
Key words: Catholic Action, laity, Yves Con- gar, Karl Rahner, Josemaría Escrivá, Vatican II.
1. Prenotandos y definiciones
Ya desde su primera encíclica Ubi arcano, de 23 de diciembre de 1922, Pío XI comenzó a tratar el tema de la Acción Católica. Al principio, como es bien sabido, se alineó con las directrices de León XIII y San Pío X. Seis años más tarde, sin embargo, en su exhortación apostólica Cum ex epistula, de 15 de agosto de 1928, el Pontífice ya había madurado sus ideas acerca de la Acción Católica, que describía como un compromiso personal, serio y exigente, una elección singular para una empresa que no distaba mucho del oficio sacerdotal. Pocas semanas después, el 13 de noviembre, en su exhortación apostólica Quae nobis dirigida al cardenal de Breslau, presentaba a los fieles adscritos en la Acción Católica como colaboradores del apostolado jerárquico. Estas precisiones técnicas pasaron a las normas concordatarias, recogidas en el Tratado de Letrán, de 11 de febrero de 1929, por las que el Reino de Italia, entonces bajo el régimen fascista, se comprometía a reconocer «las organizaciones de la Acción Católica italiana, en cuanto que, por decisión de la Santa Sede, habrían de desarrollar sus actividades […] bajo la dependencia inmediata de la Jerarquía eclesiástica».
Ya con anterioridad, en agosto de 1926, Pío XI había señalado que «desde los tiempos apostólicos [habían existido] colaboradores en el Apostolado»; y en la citada carta de 1928 al Cardenal de Breslau, el papa descubría los orígenes de la Acción Católica en la primitiva Iglesia: «A decir verdad, se trata de una obra que no fue desconocida en tiempos de los Apóstoles». Esta rápida evolución de las nociones teológico-canónicas, que acabo de recordar, es suficientemente conocida y no voy a detenerme más en ella. Las importantes intervenciones de Pío XII en 1951, precisando algunas cuestiones terminológicas, sólo llevarían a sus últimas consecuencias los conceptos acuñados por su antecesor en la sede romana.
Es conocido también que los documentos de Pío XI recién mencionados causaron una cierta perplejidad en los ambientes teológicos católicos más perspicaces, que detectaron una solución de continuidad entre el magisterio de León XIII y San
Pío X, por una parte, y las nuevas ideas de Pío XI. Un texto expresivo de la sorpresa que las directrices pontificias de Pío XI habían causado se publicaba el 20 de septiembre de 1928, en el semanario católico Autorité, editado en Bruselas. Ese artículo se titulaba: «Acción directa o indirecta». Tomo esta noticia de Paul Dabin, jesuita belga del que hablaremos ampliamente. El artículo bruselense resumía la cuestión con acierto y, por otra parte, con la prudencia que en aquellos años se requería a la hora de discrepar de las directrices pastorales vaticanas:
«Dos medios hay para combatir el socialismo antirreligioso. El uno indirecto, que fue el primero que se ensayó [se refiere a León XIII y Pío x], consistente en la creación de obras destinadas a enfrentarse con los socialistas, y cuya finalidad, que no es otra que la de poner coto a la propaganda del error socialista, está disimulada por el atractivo de las ventajas materiales [sic]. Ante los resultados bien poco satisfactorios de este método, se ha adoptado otro simultáneo y directo, que consiste en preservar a la juventud obrera por medio del movimiento jocísta. Este segundo sistema ha resultado excelente y ha obtenido pleno éxito. Cabe, por tanto, entrever y aun desear la desaparición de múltiples obras sociales cristianas. No serán ya necesarias las mutualidades, las cooperativas, las agrupaciones profesionales, porque todos sus servicios serán bien pronto absorbidos oficialmente por el Estado. No deben, por consiguiente, los católicos distraer sus actividades en tanto terrenos diversos; basta con el método directo, basta con la Acción Católica» .
Desde el punto de vista teológico, el texto bruselense pre-anunciaba un debate de gran alcance sobre la secularidad cristiana, al que procuraremos seguir la pista, en la medida en que el tiempo nos lo permita.
1. Antes de la Segunda Guerra Mundial
2. Los términos del problema según Paul Dabin
El jesuita belga Paul Dabin gozaba por aquellos años de Pío XI, y aun después de la segunda guerra mundial, de muy merecida fama. Había destacado ya en 1926 por sus posicionamientos contra Charles Maurras . Pero descollaría, sobre todo, como teólogo de la Acción Católica.
Su libro titulado L’Action catholique. Essai de synthèse, aparecido en 1929, inauguró una trilogía monográfica completada con: L’Apostolat laïque y Principes d’Action Catholique. La segunda obra de esta trilogía fue particularmente alabada por L’Osservatore Romano . En ella, Dabin sostenía una tesis que convendrá no perder de vista: «Unidos a la jerarquía en su apostolado —decía—, los laicos están igualmente unidos a ella en su dignidad sacerdotal. Ellos tienen también, en un sentido que convendrá precisar, su sacerdocio» . Una dignidad, en definitiva, que confiere a sus adheridos una eminente condición que se compara a la dignidad misma del ministerio sacerdotal. En palabras del propio Pío XI, en la carta antes citada al cardenal de Breslau: «Cuantos procuran el incremento de la Acción Católica son llamados por una gracia enteramente singular de Dios a un ministerio que no dista mucho del sacerdotal, ya que la Acción Católica no es, al cabo, otra cosa que el apostolado de los fieles cristianos, los cuales, dirigidos por los Obispos, prestan su cooperación a la iglesia de Dios y completan en cierto modo su ministerio pastoral». «Los seglares —terminaba Dabin— se convierten de este modo en auxiliares irrecusables del clero» .
Esta definición de la Acción Católica era puesta en relación, por el mismo Pío XI, con el conocido texto de San Pedro (I Ptr 2, 9): «Sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa». La vinculación del citado pasaje petrino con la definición de la Acción Católica contenía en germen —según Dabin— «toda una teología sobre el estado seglar de los fieles, o para decirlo con un término apropiado, una laicología», que vendría a ser una parte del tratado De membris Ecclesiae .
Junto a la anterior tesis sobre el «ministerio cuasi-sacerdotal» de los fieles de la Acción Católica, conviene retener también otra: «El problema que plantea la Acción Católica —añadía Dabin— no es, pues, diferente del que plantea la religión. Se trata de la cuestión filosófico-teológica por excelencia: de la conciliación ortodoxa entre lo trascendente y lo inmanente por medio de la religión» .
Partiendo, además, de que no existen en concreto acciones indiferentes, puesto que toda acción humana roza de alguna forma con lo religioso y lo trascendente, Dabin se circunscribía a distinguir entre el objeto directo de la Acción Católica (sería lo religioso, es decir, el cuidado de la formación y de la santificación de sus adheridos) y lo indirectamente afectado por ella, o sea los esfuerzos particulares de cada uno de sus adheridos en los diferentes campos (social, económico, político, artístico, etc.). Pocas veces la Acción Católica debía actuar directamente en lo que era su objeto indirecto: en concreto, sólo en aquellas situaciones extremas en que se tratase de defender la libertad de la Iglesia y sus derechos. En todo lo demás, es decir, en el espacio indirecto, los miembros gozaban de la justa libertad, según había determinado Pío XI. En tales casos, evitarían comprometer indebidamente el nombre de la Acción Católica al expresar sus convicciones personales.
Así, pues, lo que prometía mucho quedó en muy poco. El análisis del ámbito afectado indirectamente por la Acción Católica se limitó a un puro recordatorio de la libertad que gozan los cristianos en las cuestiones temporales, es decir, a rememorar su justa autonomía, aunque en unos términos todavía bastante estrechos, si contemplamos tales planteamientos a la luz del Vaticano II. Con todo, suponía un paso notable con relación al non expeditde las décadas anteriores.
3. Los puntos de vista de Jacques Maritain
Siguiendo el orden cronológico, debemos decir algunas palabras de las posiciones de Jacques Maritain, que en 1934 había dictado en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander un ciclo célebre de conferencias, que publicó primeramente en castellano, en 1935, y posteriormente en francés, en 1936, con el título que haría famoso el libro: L ’humanisme intégral .
La tesis mariteniana tendría después una amplia acogida en el capítulo III de los Jalons de Congar, monografía de la que hablaremos, pero también suscitaría un amplio rechazo entre los capellanes de la Acción Católica especializada, como Chenu, entre otros.
Maritain parece sostener, simplificando un tanto los términos de su exposición, que el Reino y la edificación de la ciudad temporal van como en paralelo. Un párrafo suyo, si bien cuidadosamente matizado, parece confirmar esa interpretación un tanto reductiva del maritenismo:
«Al mismo tiempo [ha hablado antes de la aparición de los materialismos comunista y capitalista como formas que se imponían por doquier] aparece lo que puede llamarse misión propia de la actividad profana cristiana respecto al mundo y a la cultura; diríase que mientras la Iglesia, cuidadosa ante todo de no enfeudarse a ninguna forma temporal, se libera cada día más, no del cuidado de juzgar desde lo alto, sino del de administrar y gestionar lo temporal y el mundo, el cristiano se encuentra entregado a ello cada vez más, no en cuanto cristiano o miembro de la Iglesia, sino en cuanto miembro de la ciudad temporal, es decir, en cuanto miembro cristiano de esta ciudad, consciente de la tarea que le incumbe, de trabajar por la instauración de un nuevo orden temporal del mundo» .
Aplicando estos puntos de vista a la Acción Católica, expresaba su conocida tesis de que esa asociación debía limitarse a preparar a los laicos para la acción política y para la solución de los problemas temporales, y formulaba, en tal contexto, su pensamiento en torno a «las formaciones políticas concebidas como hermandades temporales [cristianas]», que «en un principio serían, evidentemente, formaciones minoritarias, que actuarían como fermentos y estarían sujetas a las iniciativas de un corto número de personas» .
La crítica de Marie-Dominque Chenu a Maritain, aunque bastante posterior, refleja bien el punto de vista de los primeros aumôniers franceses de la JOC. Chenu no podía aceptar que, en política, se hablase de «agir en chrétien» (político cristiano), mientras que en el terreno espiritual y apostólico se debía «agir en tant que chrétien» (cristiano político) . Ello implicaba, según su forma de ver las cosas, un claro extrinsecismo o separación entre naturaleza y gracia en el orden político y social. Suponía, a su entender, la primacía de lo espiritual, y, al cabo, un desenganche entre lo espiritual y lo temporal. La única salida al maritenismo sería, según Che- nu, un partido confesionalmente católico o cristiano, lo cual, evidentemente, rechazaba. Repudiaba la «sacralización de las ideologías», según expresión suya; y estimaba que había que repensar, por consiguiente, la estrecha relación de los dogmas de la creación y la Encarnación , y considerar que la historia del mundo es relevante para los designios de Dios .
* * *
Tenemos ya recapitulados los tres temas susceptibles de debate y profundización, que los buenos teólogos del momento no dejarían pasar en vano:
1) la analogía entre la acción apostólica primitiva y la Acción Católica;
2) la participación de los miembros de la Acción Católica en el sacerdocio de Cristo por su unión a la Jerarquía y su consiguiente asimilación, en algún sentido, al ministerio sacerdotal; y
3) la difícil conciliación entre lo trascendente y lo inmanente, es decir: lo religioso, lo espiritual, lo sobrenatural o el Reino, por una parte, y lo «profano», lo «secular» o el «mundo», por otra .
II. Después de la Segunda Guerra Mundial
4. Congar se interesa por la Acción Católica
Finalizada la Segunda Guerra Mundial, que obligó a un cierto parón de las actividades de la Acción Católica, al menos en los países beligerantes, Yves-Marie Congar reanudó el análisis de los dos ámbitos (el directo y el indirecto), en una conferencia dictada en 1946 ante los capellanes de la Acción Católica Obrera . Las intervenciones de Congar parecen muy influidas por el jesuita francés Yves de Montcheuil, sacerdote de la resistencia, fusilado en 1944 por las tropas de ocupación nazis .
Congar distinguía dos tipos de actividad apostólica de los laicos católicos. Una actividad de «cristiandad», destinada a asegurar la influencia cristiana en la sociedad por medio de instituciones cristianas, en la línea de instaurar el reinado social de Cristo, que sería la propia de la Acción Católica; y otra actividad de evan- gelización, que remitiría a una actividad puramente individual, representada por el apostolado espontáneo de los laicos. La Acción Católica se encontraría en tensión entre estas dos actividades.
El propio Congar volvería dos años más tarde sobre la distinción entre actividad institucional y actividad de salvación o de evangelización. La primera, la de carácter institucional, supone el aporte de Cristo «desde arriba», en la que la Jerarquía eclesiástica aparece como mediadora de la gracia. Junto a ella, la actividad evangelizadora es ex spiritu. Ésta última depende de las particulares circunstancias en que el Espíritu Santo sitúa al laico cristiano. Su ámbito, no asumible directamente por la Jerarquía o iglesia institucional, es el «mundo». En el mundo, y con respecto a él, encuentra el laico su determinación apostólica inmediata, que debe entenderse como una vocación; no es, pues, misión de «estructuración», es decir, que no lo sitúa en la estructura eclesiástica.
La pregunta era, y sigue siendo, si tales actividades temporales no estructurantes tienen alguna relación positiva con el Reino de Dios. Aquí señalaba Congar que era preciso proceder con cautela y distinguir cuidadosamente. En efecto, es innegable que hay una discontinuidad entre esfuerzo humano y Reino; pero, al mismo tiempo, conviene subrayar que el trabajo humano aporta «algo» al acabamiento de la obra divina de la creación y de la salvación. Evidentemente, Congar tenía a la vista los pasajes de Aquino sobre las relaciones entre gracia y naturaleza (la gracia supone la naturaleza y la perfecciona). Por ello, sin participar de la actividad jerárquica, los laicos, por su condición sacerdotal, real y profética, según el Espíritu Santo que obra en ellos, construyen la sociedad de los servidores de Dios. Todo ello se realiza dentro de la historia y en clave cristológica, tomando análogamente las definiciones del Concilio de Calcedonia sobre las relaciones entre las dos naturalezas de Cristo (inconfuse, immutabiliter, indivise, inseparabiliter [DS 302]). Además, y según el conocido pasaje apocalíptico (Apoc 22, 13), tales actividades evangelizadoras se llevan a cabo en la historia, es decir, entre Alfa y Omega, el principio y el fin.
Según Congar, el tema del Reino, tan vinculado a la espiritualidad difundida por Pío XI con su encíclica Quasprimas, de 1925, aparecía aquí como una categoría teológica; muy explotada por la Acción Católica, replanteaba de forma novedosa las relaciones entre el más acá y el más allá, vertiendo nueva luz sobre una vexata quaestio luterana, relativa a los dos reinos o regímenes . En el campo católico, esa discusión había tomado otros derroteros, encaminándose, poco a poco, hacia la doctrina sobre la autonomía de las realidades terrenas , pero separando excesivamente los dos órdenes, quizá por precaución.
En efecto; en 1954, unos seis años después de los cortos ensayos que hemos estudiado de Congar, el tema del Reino se había transformado en el argumento central del famoso capítulo III de sus Jalons . En ese largo capítulo, el dominico pretendía estudiar la «posición [=lugar] del laicado», analizando las nociones de Reino, Iglesia, mundo, jerarquía y pueblo fiel. Él mismo era consciente de la dificultad, cuando se excusaba con las siguientes palabras: «Los conceptos que figuran en el título de este capítulo, como podrá verse, tienen tal amplitud que no es de extrañar debamos remontarnos muy alto si queremos comprenderlos convenientemente, examinando sus primeros principios» . Es, según los especialistas, en este capítulo III donde más se aprecia el influjo de Maritain en Congar, aun cuando no lo haya citado ni una sola vez explícitamente . Sin embargo, las referencias a la dualidad iglesia-mundo, en el tiempo histórico, muestran con relativa claridad su dependencia mariteniana: «El tiempo intermedio se caracteriza porque, aun teniendo Cristo poder sobre todo, deja que las leyes naturales jueguen por su cuenta, permitiendo a las Potencias del mal hacer daño y al “Príncipe de este mundo” ejercer todavía su dominio. Así, la realeza de Cristo admite ciertos límites durante el tiempo que separa la Ascensión de la Parusía, los cuales responden a los dos sentidos que la Biblia reconoce en la palabra “mundo”: el cosmos como orden de la naturaleza y el mundo como imperio del Demonio» .
Con los años, las relaciones Cristo-iglesia-Reino cobrarían una importancia capital, aunque en otro contexto, concretamente en algunos análisis de la teología de la liberación.
5. La cuestión del sacerdocio de los fieles según Dabin
La condición del adherente a la Acción Católica constituía un «ministerio» que, en definitiva, y según Pío XI, no distaba mucho del ministerio sacerdotal. La expresa referencia, por parte del pontífice, al pasaje petrino sobre el «sacerdocio real» abría nuevas puertas de reflexión, que Dabin procuró transitar durante varios años. Primero publicó un libro, en 1941, sobre el sacerdocio real en los «libros santos» , y, en 1950, y como monografía póstuma, un excelente estudio sobre el mismo tema en la tradición antigua y moderna . Evidentemente, los estudios de Dabin no fueron los únicos. Conviene mencionar dos trabajos que se adelantaron a Dabin: uno de Lionel Audet y otro de Lucien Cerfaux , y los dos estudios de Congar, que ya hemos comentado. La distinción entre sacerdocio ministerial y sacerdocio real o común de los fieles iba a constituir una vertiente muy fecunda para la laicología, porque, amén de establecer oportunas distinciones entre ambos sacerdocios, abriría las puertas a la índole organice exstructa de la Iglesia (cfr. Lumen gentium, 11) o las precisiones de Lumen gentium (n. 10), sobre la diferencia esencial y no sólo de grado entre ambos sacerdocios: el ministerial y el real o común de los fieles.
En efecto: el libro de Dabin sobre el sacerdocio, publicado en 1950, había alcanzado una calidad sorprendente, para su época, demostrando cuánto se había desarrollado, en sólo dos décadas, la teología del laicado. Dabin sostenía ocho tesis fundamentales, 1 sacerdocio real de los fieles y sacerdocio del orden o ministerial, difieren radicalmente; el sacerdocio real y profético de los fieles no se aplica sólo a la colectividad de los fieles, sino a cada fiel individualmente;
2 la tradición es casi unánime en desechar, como término de comparación del sacerdocio real, el sacerdocio del orden o ministerial;
3 la gran mayoría de los Padres y teólogos descarta que la noción de sacerdocio real tenga sólo carácter metafórico: muchos textos patrísticos, teológicos y litúrgicos refieren tal sacerdocio a la Eucaristía (tema cultual), pero más todavía lo relacionan con la incorporación a Cristo y la consiguiente participación en los tres oficios o munera de Cristo;
4 la mayoría de los teólogos, sobre todo desde la polémica antiluterana, identifican el sacerdocio real con el carácter sacramental, que, siguiendo la definición de Santo Tomás (completada por Domingo de Soto), nos sitúa en la participación del sacerdocio de Cristo (Cristo fue ungido sacerdote para siempre por la gracia de unión);
5 por ello, y esto sería la conclusión más interesante, el sacerdocio real se vincula a los caracteres de los sacramentos del bautismo y de la confirmación (Dabin pensaba que esta doctrina es católica y que, en algunos puntos, puede ser de fe).
Hasta aquí la teología sobre el sacerdocio real, ya madura para las últimas precisiones del Vaticano II.
Es obvio que los tres temas enunciados por Dabin en 1929 (relación de los fieles de la Acción Católica con el sacerdocio ministerial, relaciones entre inmanencia y trascendencia en la historia, y analogía entre la acción de los Apóstoles y la Acción Católica) comenzaban a tomar forma. Congar ya había tratado las relaciones entre la acción intrahistórica y el advenimiento del Reino, en sus dos pequeños ensayos sobre la Acción Católica, de 1946 y 1948. El propio Dabin había ana- lizado las relaciones entre sacerdocio real y ministerial. Quedaba todavía el tercer tema: la analogía entre la acción apostólica y la Acción Católica.
Mientras tanto iba a tener lugar el primer «Congrès mondial pour l’apostolat des laïques», en 1951, cuyas actas se publicaron en Roma, en dos volúmenes, en 1952. Los intentos de homogeneización que se discutieron en el congreso, fueron objeto de prolongados debates, que suscitaron importantes críticas.
6. Misiones jerárquicas y subjerárquicas
Raimondo Spiazzi, en un estudio primerizo de 1951, continuado en 1957, desarrolló el tema de la continuidad/discontinuidad entre la misión canónica, única e irrepetible de los Apóstoles, y la misión de los laicos (concretamente de los adheridos a la Acción Católica) . A los fieles que participan del apostolado jerárquico (como colaboradores, sin poderes directos) les asignaba una acción subjerárquica, movida por el impulso del Espíritu. Sin embargo, y esto nos parece importante, Spiazzi reconocía también un apostolado no jerárquico de los fieles (extrajerárqui- co o parajerárquico), movidos también por el Espíritu, no determinado por formas fijas, ni por esquemas bien delineados. Esto es importante y en ello se advierte cierta influencia de los planteamientos de Congar.
Con todo, Spiazzi parecía circunscribir la participación privilegiada en los tres munera sólo a los fieles que son llamados por la jerarquía a una colaboración oficial con ella. La propuesta de Dabin se había encogido y casi cerrado. Es más: según Spiazzi, que creía seguir en esto a Santo Tomás, el carácter sacramental sería el fundamento de la acción «oficial» de los seglares en la Iglesia. En definitiva, la confirmación constituiría oficialmente a los fieles en soldados y cooperadores de la jerarquía .
La espontaneidad ex spiritu, propuesta por Congar, para la dimensión evan- gelizadora no estructurante de los laicos, habría sido reconducida a la actividad institucional de la Iglesia.
7. Las críticas de Philips a los «Jalones» de Congar
Siguiendo el hilo cronológico de la discusión (Congar, Dabin, Spiazzi) debemos tratar las aportaciones de Gérard Philips, tan vinculadas a los Jalons de Congar. Es muy interesante repasar cómo Philips resumía las dos principales conclusiones del teólogo dominico , a los pocos meses de la aparición de Jalons . Su crítica es relevante, porque tenía lugar a tres escasos años del Primer Congreso Mundial del Apostolado de los Laicos, celebrado en Roma en 1951.
Según Philips, Jalons se podría recapitular en dos tesis fundamentales:
«1°. Los laicos no viven exclusivamente para las realidades celestes; lo que es, en la medida que la condición presente lo permite, la condición de los religiosos. En otros términos: el laico es radicalmente un cristiano comprometido en las estructuras creacionales con vistas a la plenitud de la misión de la iglesia. El laico se inserta en el mundo fundamentalmente por su trabajo y por el matrimonio.
2°. Los laicos, aun siendo cristianos en pleno ejercicio en cuanto a la vida en Cristo, no tienen competencia o no tienen más que una competencia restringida en cuanto a los medios propiamente eclesiásticos de la vida de Cristo, medios que son de la competencia de los clérigos».
Conviene advertir, ante todo, que Philips había descubierto dónde radica el meollo de la cuestión: concretamente en la palabra insertar. La cuestión fundamental es si el laico se inserta o el laico está en el mundo. He aquí su crítica:
«Estaríamos de acuerdo con Congar con un ligero retoque. El religioso no vive solamente para, sino también dentro de las realidades celestiales, cualquiera que sea su ocupación material. El laico, a su vez, puede y debe obrar en vista de los valores eternos, por lo menos como fin último de su actividad, pero no puede [obrar] fuera de las condiciones de la vida ordinaria. Ni material ni espiritualmente entra en el claustro [está legalmente “encuadrado en la vida del mundo”]. A fin de cuentas, es la “situación” la que determina las clasificaciones mayores. Los laicos tienen que santificarse en y por el trabajo del siglo» .
Philips advirtió, en su crítica, que la noción congariana de laico era un tanto rígida, porque resultaba excesivamente laico y poco fiel, dicho en términos un tanto simplistas . Seguidamente, Congar no avanzaría tanto por el estudio de las relaciones entre naturaleza y gracia, sino, sobre todo, por el estudio de las relaciones iglesia- mundo, es decir, la dinámica de la creación y la redención, en la cual intervienen los sacramentos, que son los medios o caminos que Cristo dejó a la iglesia para el perfeccionamiento de los miembros de su cuerpo místico. De todas formas, por su insistencia en el carácter «carismático» de la vida laical, Congar abriría una puerta importante a la posterior investigación, que, siguiendo el Vaticano II (Lumen gentium, 31), se referirá a la índole secular propia de los laicos como una vocación particular (particu- laris vocatio), encuadrando la definición de laico en el binomio «misión-vocación».
Al referir ejemplos concretos de vida laical y de apostolado de los laicos, Philips tomó la precaución de citar algunos casos nada ambiguos con respecto a su propia tesis, con oportunos comentarios: aludió a Blaise Pascal, Léon Bloy, Jacques Maritain, Maurice Blondel, Paul Claudel, Charles Péguy, Ernest Psichari, Emmanuel Mounier, Johann Joseph von Gorres, Ludwig von Pastor, Christian Dawson, Gilbert Keith Chesterton, Giuseppe Toniolo, Contardo Ferrini, Giorgio Lapira, etc. (¡ningún español en su lista!). Philips, por tanto, se inscribe —como ha señalado acertadamente Illanes— en la corriente teológica que describía la condición laical por su referencia al mundo, entendido éste como tarea: el laico era, pues, el cristiano llamado por Dios a santificar el mundo en y desde las estructuras y actividades temporales . Este enfoque tenía ventajas innegables, pero exigía todavía una larga reflexión, que finalmente llegaría a término con el Vaticano II, especialmente con Lumen gentium, 31 y 41.
Philips recapitulaba su pensamiento sobre esta compleja cuestión, que quizá ya no tenga ahora demasiada actualidad, pero que entonces era motivo de amplias discusiones, en los siguientes términos:
«Quizá se haya preocupado la Acción Católica demasiado exclusivamente, a veces, de añadir a la vida profana cierto adorno religioso, así como las almas piadosas intercalan oraciones jaculatorias en medio de su trabajo. Más importante es santificar el trabajo mismo, trabajo que ha de ser de calidad y escrupulosamente honrado. Educar una familia, regular la producción, gobernar el país con vistas al bienestar temporal, todo esto no incumbe a los curas, sino a los padres de familia, a los industriales y a las instituciones civiles. Hay que tener en cuenta la parte de Dios y la del César. No quiere decir que el príncipe nada tenga que ver con Dios, ni que, a fin de cuentas, Dios no haya de juzgar al príncipe; pero entre tanto es necesario reconocer los derechos del príncipe y obedecerlos» .
Al hilo del largo párrafo que acabo de transcribir, que tiene un contexto cul- tural-religioso bien determinado, se comprenderá la sintonía de Mons. Philips, años más tarde, con la homilía de San Josemaría Escrivá, pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra, el 7 octubre de 1967, titulada Amar al mundo apasionadamente. La reseña de Philips fue una de las más entusiastas e inmediatas . San Josemaría, que desde 1928 insistía, de una forma u otra, en la santificación del fiel cristiano en la vida corriente, había hallado, en la citada homilía, fórmulas muy expresivas y de gran calado teológico, que fueron detectadas por la fina sensibilidad teológica de Philips.
Volvamos al libro de Philips de 1954. El teólogo belga se distanciaba de las expresiones acuñadas por Raimondo Spiazzi en 1951, quien había distinguido, por una parte, entre apostolado jerárquico (los seglares de Acción Católica) y apostolado laical extrajerárquico o parajerárquico; y, por otra, la actividad «ex missione» o «ex officio», propia del clero. Además, Philips se manifestaba receptivo con un aspecto de las tesis de Hans Urs von Balthasar, para quien la Acción Católica sería una «tentativa suprema y desesperada de clericalización»; y, al mismo tiempo, se mostraba muy crítico con la segunda parte de la tesis balthasariana, según la cual la salvación sólo podría venir de los laicos encuadrados en los institutos seculares . Finalmente, no comprendía las críticas que Karl Rahner formulaba a la condición estrictamente laical del seglar implicado en el apostolado jerárquico.
8. Karl Rahner entra en el debate
En 1954, Rahner decidió intervenir en la discusión acerca de la «secularidad» de los miembros de la Acción Católica. Lo hizo en un breve artículo publicado en una revista poco conocida por los teólogos profesionales. Pero, cuando en 1956 el artículo fue traducido del alemán al francés, provocó un gran escándalo , que aumentó al año siguiente, es decir, en 1957, cuando tuvo lugar el segundo Congreso Mundial sobre el apostolado de los laicos, que está vez giró, sobre todo, en torno a la noción de «consecratio mundi» .
El revuelo armado por la tesis del jesuita se refleja en la versión de ese artículo incluida en sus obras completas, donde, con una pizca de humor, cuenta lo siguiente: «De las declaraciones posteriores de Pío XII [en buena medida provocadas por el propio Rahner] se deduce que los cristianos [los miembros de Acción Católica], que según este artículo [el que reproduce en sus obras completas] ya no deberían contarse entre los seglares, deben con todo llamarse seglares. Hemos, pues, de atenernos a la nomenclatura deseada por el Ministerio eclesiástico, aunque, por otra parte, tampoco podemos negar que existen dos clases de seglares entre sí muy distantes: los seglares corrientes y los íntimos colaboradores de la jerarquía» . Esta era precisamente la tesis de Spiazzi, Congar y Philips, sólo que Rahner aceptaba de mala gana la verdadera condición laical de los «íntimos colaboradores de la jerarquía».
Para Rahner, por tanto, «la verdadera condición de seglar cesa allí donde se participa en sentido propio y de manera habitual en los poderes propios de la jerarquía, de modo que el ejercicio de tales poderes imprima, por así decirlo, carácter a la vida del interesado; es decir, modifique su puesto en el mundo. En esto es insignificante, desde el punto de vista teológico, el que en la práctica real de la Iglesia tales poderes se transmitan o sean transmisibles mediante ordenación o sin ella» . Aquí, como se habrá ya advertido, Rahner pensaba en las órdenes menores, que fueron posteriormente suprimidas por Pablo vi y sustituidas por unos «ministerios laicales», y quizá también en la Acción Católica. Y concluía: «Ese puesto [que entronca al seglar con el mundo] es constitutivo material y límite de su condición de cristiano en cuanto contradistinta de la de clérigo [y del religioso]». Es más: lo que caracteriza el ser cristiano del seglar es su entronque con el mundo; seglar es el que está situado, como miembro de la Iglesia, donde hay mundo .
Con su habitual perspicacia y su estilo provocativo, Rahner había comprendido que la condición laical no se define exclusivamente por la inserción en el mundo. Esto implicaría sólo el aspecto material de la definición. Faltaría, pues, la vertiente formal, la específica y esencial, que tendría aspecto positivo.
Por consiguiente, vistas las diferencias, según Rahner, entre la condición clerical y la del seglar o laico, pasaba a considerar la caracterización positiva de éste. He aquí la parte más creativa de sus aportaciones, que brevemente podemos recapitular en unos pocos puntos, propiamente eclesiológicos, pues la caracterización del laico debía hacerse en el marco de una «eclesiología total», como ya había intuido Congar.
El seglar está llamado a la santidad por la gracia de Jesucristo. «El seglar está bautizado sacramentalmente; es participante activo en el sacrificio de la santa Iglesia; está destinado a su “función mundana” por un encargo comprobable, propio, expreso y sacramental en la confirmación» , contribuyendo, de esta manera, a la epifanía de la Iglesia. El laico puede ser portador de carismas, que son, por su propia índole, dones libres de Dios, no organizables, no calculables de antemano y, por tanto, ni administrables ni algo que pueda servir de fundamento para un «estado», como lo son las funciones jerárquicas o los consejos evangélicos; son caris- mas que, por otra parte, no deben confundirse con una forma eventual entusiástica de manifestación de los mismos. El laico toma parte, pues, en la misión y tarea de la Iglesia, lo cual no quiere decir, ni con mucho, que tome parte en la misión de la jerarquía, o sea, del clero. Por todo ello, las funciones eclesiásticas sólo pueden imponerse al laico con el libre consentimiento de éste. En consecuencia, el llamamiento de los laicos por derecho eclesiástico positivo a cooperar en las tareas de la Iglesia tiene sus límites intrínsecos.
Quien haya leído Jalons, que se había publicado pocas semanas antes que el original de Rahner, advertirá las concomitancias entre ambos autores. Quizá el tono más contundente del teutón, por contraposición al estilo más complejo y matizado del francés, y la brevedad del ensayo publicado en alemán, frente a la amplitud y el desbordante aparato crítico de Congar, hicieron más «digerible» los puntos de vista de Congar que los de Rahner. Sin embargo, entre los dos mediaban dos diferencias no pequeñas: una distinta perspectiva con respecto a los seglares comprometidos con el apostolado jerárquico; y un diferente encuadramiento eclesiológico (Congar lo había situado sobre todo en el marco Iglesia-mundo; Rahner se inclinaba por ubicarlo en el marco naturaleza-gracia o, si se prefiere, en el encuadre histo- ria-escatología).
III. Después del Concilio Vaticano II
9. Hacia una tipificación positiva del laico
Rahner había advertido que la inserción en el mundo era la materia de la definición de laico. Faltaba determinar lo positivo, lo que Pedro Rodríguez ha denominado lo proprium del laico.
Conviene aquí que recordemos algunos acontecimientos, antes de proseguir con nuestro análisis. Como se sabe, en otoño de 1987 tuvo lugar en Roma la reunión ordinaria del Sínodo de los Obispos, para reflexionar sobre la «Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo veinte años después del Concilio Vaticano II». Con tal motivo, y conociendo ya los lineamenta, se celebró en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, del 22 al 24 de abril de 1987, un simposio internacional de teología, concebido como una aportación científica a petición de la Secretaría General del Sínodo.
De particular relieve resultó, a mi entender, la ponencia de Pedro Rodríguez , que resumiré en alguno de sus puntos principales, concretamente en sus reflexiones en torno a lo que él denominó entonces lo proprium del laico, es decir, lo característico y específico de la condición laical, algo que había quedado pendiente en la discusión preconciliar —aunque Rahner la había rozado— y que ahora ya podía abordarse a la luz de los documentos conciliares.
Pedro Rodríguez partía del capítulo iv de Lumen gentium (n. 31/b), donde se leen las siguientes palabras: «El carácter secular es propio y peculiar de los laicos [laicis indoles saecularispropria etpeculiaris est]»). Y añadía: «La cuestión es ésta: esa nota que “se da” como propia del laico, la “secularidad”, ¿es una realidad teológica o es un dato sociológico?». Después de determinar que es un dato teológico, basándose en una afirmación de Juan Pablo II , continuaba: «Mi respuesta [al problema] es: a) que el Concilio entiende la secularidad como una realidad humana que por vocación divina adquiere carácter escatológico; b) que esa “vocación” debe ser entendida como la donación de un carisma del Espíritu, que configura en consecuencia una posición estructural en la Iglesia» . Y para ello se remitía a la siguiente afirmación del Concilio, en el mismo párrafo citado de Lumen gentium: «A los laicos corresponde, por propia vocación (ex vocatione propria), tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios».
Rodríguez evitaba expresamente la discusión con la canonística y con la sociología; por ello insistía en situar su análisis en el plano teológico, consciente de que cada disciplina tiene su objeto formal quod y su objeto formal quo o motivo. Y una vez situado en el plano en el que se sentía más cómodo, sobre todo con el respaldo de la autoridad de Juan Pablo II, podía hablar de una verdadera vocación laical, para lo cual echaba mano de la doctrina acerca de los carismas, que venía desarrollándose desde la inmediata postguerra mundial, sobre todo por obra de Yves-Marie Congar, aunque con algunas matizaciones por parte del magisterio, que había denun
ciado algunos «falsos misticismos» . Era, como se recordará, la cuestión del apostolado laical no jerárquico, que Congar había denominado espontáneo o ex spiritu. Por otra parte, Rodríguez superaba la visión congariana, adhiriéndose a las intuiciones rahnerianas. Rahner, en efecto, había advertido que el estar-en-el-mundo sólo constituía lo material de la definición de la secularidad o de la laicidad.
La vocación laical se inscribía, en consecuencia, en el ámbito del advenimiento del Reino, es decir, en un nuevo contexto eclesiológico (como Congar había intuido), pero en el plano salvífico-escatológico, como ya habían sospechado Dabin, Rahner y los teólogos más perspicaces de la liberación, como el malogrado Ignacio Ellacuría. Se recuperaba, así, el binomio vocación-misión sobre bases más sólidas. Según las distintas vocaciones ex spiritu, los cristianos o christifideles desarrollan en la Iglesia distintas funciones de servicio, perfectamente coordinadas: la Iglesia se ofrece, pues, como una comunidad sacerdotal organice exstructa (Lumen gentium, 11). En tal contexto: «[el laico] por propia vocación, trata de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (Lumen gentium, 31/b).
Pero quedaba todavía una cuestión pendiente, porque —y esto me parece obvio— ni estar en el mundo, ni gestionar las cosas temporales determinan, en sentido estricto, los caracteres definitorios de la secularidad. La secularidad exige que esas dos coordenadas (estar en el mundo y gestionar lo temporal con vistas a la vida eterna) constituyan la profesión, es decir, lo asumido como profesado, por contraposición a lo asumido como algo accesorio, complementario o circunstancial. A lo largo de la historia, en efecto, hallamos muchos ejemplos de eclesiásticos que han asumido tareas relevantes de carácter secular. Basta recordar la lucha por las investiduras, que tuvo, como substrato histórico, la invención y difusión de las Decretales pseudo-isidorianas y la leyenda de la Donatio Constantini. Por otra parte, qué duda cabe que los monjes trabajan en el mundo, donde realizan su ideal de «ora et labora», y que los mendicantes viven en las ciudades.
10. La santidad en la vida ordinaria
En 1928 había venido al mundo el Opus Dei. Desde el primer momento, San Josemaría Escrivá se sintió impulsado por Dios a promover la santificación de los cristianos en el trabajo y en la vida ordinaria. Para encontrar a Dios y unirse con Él, decía, no es necesario abandonar el mundo y la condición de vida que, dentro del mundo, a cada uno le es propia, ya que cabe encontrar a Dios y amarle en el mundo, y a partir del mundo y de las cosas del mundo. Aunque el tema fue enseñado incansablemente por el Fundador del Opus Dei desde los comienzos de la Obra, permítasenos ahora referirnos a un escrito suyo más tardío, que constituye, a nuestro entender, uno de los hitos destacados de su predicación sobre este punto: la homilía pronunciada en la Universidad de Navarra en 1967, que se publicó con el título Amar al mundo apasionadamente.
Illanes glosó un conocido pasaje de esa homilía , con las siguientes palabras: «La luz de la fe y la fuerza de la gracia nos hacen, en efecto, reconocer al mundo como venido de Dios y nos permiten orientarlo y conducirlo hacia él» . Las condiciones o circunstancias de vida no constituyen sólo el marco y la ocasión o materia donde el laico busca la santidad; «la santidad no se edifica al margen de la realidad creada, sino en ella». Y remitiendo al capítulo capítulo iv de Lumen gentium, donde se trata acerca de la vocación universal a la santidad en la Iglesia, subrayaba la importancia de un inciso de esa constitución (Lumen gentium, 41g). Allí dice el Concilio, refiriéndose a los laicos: «per illa omnia, in dies magis sanc- tificabuntur [a través de todas esas cosas se santificarán de día en día]» . Añadiendo el Concilio un detalle a continuación, que no debe pasarse por alto: «[se santificarán de día en día] si lo aceptan todo con fe [venido] de la mano del Padre celestial y colaboran con la voluntad divina, haciendo manifiesta a todos, en su dedicación a las tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo» .
Algunos años más tarde, en 1982, Álvaro del Portillo, el primero de los sucesores de san Josemaría Escrivá al frente del Opus Dei, expresaba de forma muy neta que la secularidad cristiana no es un revestimiento exterior que se yuxtapone a la condición cristiana. La secularidad cristiana —decía, dirigiéndose a los fieles de la Prelatura— no consiste «en un camuflaje con el fin de lograr una determinada eficacia; no se queda en una táctica pastoral o apostólica; es concretamente el lugar donde nos coloca el Señor […] para santificar este mundo, en el que compartimos las alegrías y tristezas, los trabajos y las distracciones, las esperanzas y las faenas cotidianas de los demás ciudadanos, nuestros iguales» .
Con ocasión del congreso de 1992, promovido para conmemorar el centenario del fundador del Opus Dei, y aludiendo a esa misma homilía de 1967, ya citada, Juan Pablo II decía:
«Desde los comienzos de su ministerio sacerdotal, el Beato Josemaría Escri- vá puso en el centro de su predicación la verdad de que todos los bautizados están llamados a la plenitud de la caridad, y que el modo más inmediato de alcanzar esta meta común se encuentra en la normalidad diaria. El Señor quiere entrar en comunión de amor con cada uno de sus hijos, en la trama de las ocupaciones de cada día, en el contexto ordinario en el que se desarrolla la existencia. A la luz de estas consideraciones, las actividades diarias se presentan como un valioso medio de unión con
Cristo, pudiendo transformarse en ámbito y materia de santificación, en terreno de ejercicio de las virtudes y en diálogo de amor que se realiza en las obras. El espíritu de oración transfigura el trabajo y así es posible permanecer en la contemplación de Dios, incluso mientras se realizan diversas ocupaciones. Para cada bautizado que quiera seguir fielmente a Cristo, la fábrica, la oficina, la biblioteca, el laboratorio, el taller y el hogar pueden transformarse en lugares de encuentro con el Señor, que eligió vivir durante treinta años una vida oculta. ¿Se podría poner en duda que el período que Jesús pasó en Nazareth ya formaba parte de su misión salvífica? Por tanto, también para nosotros la vida diaria, en apariencia gris, con su monotonía hecha de gestos que parecen repetirse siempre iguales, puede adquirir el relieve de una dimensión sobrenatural, transfigurándose así» .
La clave se halla, pues, en el valor sotereológico de la vida oculta de Cristo en Nazaret. Dicho brevemente y con ánimo provocativo: o los años galileanos de Cristo carecieron de sentido salvífico, siendo inútiles los treinta años de vida oculta; o tuvieron valor redentor, en cuyo caso también tiene valor correndentor toda vida oculta y aparentemente anónima, aunque carezca de brillo y de reconocimiento social.
Puesto que el trabajo profesional (es decir, el que caracteriza la actividad laboral y la inserción social de una persona) constituye normalmente la principal de las tareas cotidianas, no puede extrañarnos que el trabajo constituya el quicio en torno al cual gira el espíritu del Opus Dei, según aquella máxima, tantas veces repetida por Escrivá: santificarse en el trabajo (vocación), santificar a los demás con el trabajo (misión), santificar el trabajo (creación-redención). Tal trabajo debe ejecutarse según las normas deontológicas propias y armónicamente impregnadas por la práctica cristiana, es decir, en perfecta unidad de vida.
En este contexto se inscribe la consideración de la Misa «como centro y raíz de la vida cristiana». No me resisto a copiar un texto de San Josemaría, de 24 de octubre de 1966, en que se ejemplifica perfectamente cómo vivía él la celebración eucarística y deseaba que se viviera: «A mis sesenta y cinco años, he hecho un descubrimiento maravilloso [alude aquí a una experiencia mística, después de muchos años de esfuerzo]. Me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera Misa: la Cruz. Vi que el oficio del sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino» .
Recapitulando cuanto hemos dicho a propósito del espíritu del Opus Dei, resulta expresivo un texto de San Josemaría muy tempranero, en el que se señala la unión, en la vida cristiana, del aspecto ascético con el apostólico y secular: «Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación —cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria para contribuir a reconciliar el mundo con Dios—, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No es este un ideal noble y grande, por el que vale la pena dar la vida?» .
El espíritu secular del Opus Dei, unidad orgánica de sacerdotes y laicos, ha advertido que, con la ayuda de la gracia, todos pueden santificarse en la vida cotidiana particularmente en su trabajo (en su ministerio, en el caso de los sacerdotes). El descubrimiento de ese «quid divinum» que se halla escondido en la vida corriente, ha sido una de las aportaciones más destacadas al capítulo quinto de Lumen gentium, en la que se vierte la enseñanza que desde los comienzos de la Obra, San Josemaría Escrivá predicó incansablemente .
11. Todavía algo más sobre la secularidad
Hemos visto, a lo largo de nuestra exposición cómo confluían distintos temas teológicos en la cuestión que nos ocupa, es decir, la especificación del seglar (como antes se decía) o fiel laico.
Por una parte, se señaló que el fiel laico se inserta en el mundo. Esto puso a punto una importante reflexión sobre las relaciones Iglesia-mundo. Es evidente que el fiel laico está en el mundo y vive inmerso en las estructuras temporales; pero, el estar en el mundo no lo define, porque, en última instancia todos los hombres y mujeres están en el mundo. Algunas expresiones de Cristo en su discurso sacerdotal son inequívocas: «No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal» (Ioan. 17, 15). En todo caso, la larga discusión sobre la definición de la categoría «mundo» no ha ayudado mucho a la solución del problema, aunque nunca puede decirse que una discusión teológica generosa y de alto nivel pueda considerarse tiempo perdido.
En segundo lugar, la promoción de la Acción Católica abrió insospechados campos de análisis, al plantear por vez primera la colaboración orgánica entre el sacerdocio ministerial y el laicado encuadrado en el apostolado jerárquico. La posterior discusión sobre el sacerdocio real o común de los fieles, culminada en el Vaticano II, ha permitido precisar la naturaleza de ambos sacerdocios (el ministerial y el real) y poner de relieve el significado y trascendencia de los caracteres bautismal y de la confirmación, aunque este último es todavía asignatura pendiente de la teología. La relación entre ambos sacerdocios ha permitido, en última instancia, comprender, bajo la perspectiva de mutua ayuda y servicio complementario, ambos sacerdocios.
En tercer lugar, la mayor atención a la teología de los carismas ha abierto puertas para una mejor comprensión del binomio vocación-misión, de modo que, desde el Vaticano II, se puede situar lo propio o específico del fiel laico en gestionar las cosas temporales en orden a Dios. Esto nos sitúa también en el plano del binomio historia-escatología.
En cuarto lugar, el Concilio ha insistido que el lugar de los laicos son las circunstancias ordinarias: «ibi a Deo vocantur». Y también ha señalado que por medio de esas cosas debe encontrar a Dios: «et per illa omnia». Lo cotidiano ha pasado a ser el lugar de encuentro de la naturaleza y la gracia, aunque habrá que hacer todavía unas matizaciones sobre el significado de lo cotidiano.
En todo caso, hemos llegado al meollo de la cuestión. Pedro Rodríguez ha ensayado algunas soluciones en un reciente trabajo publicado en la revista Nuestro Tiempo . Como se sabe, y Matthias Joseph Scheeben recordó ampliamente en su famosa primera monografía titulada Natur und Gnade (de 1861), el tema central de la reflexión teológica de la Edad Moderna, desde Lutero a nuestros días, ha sido la relación entre naturaleza y gracia. Es cierto que este tema ha revestido distintas modalidades: naturaleza y salvación, libertad y gracia, historia y escatología, etc., por citar algunos de los más significativos. Es destacable que el mismo Scheeben escribiera otro ensayo, al año siguiente, con el siguiente título: Quid esthomo, sive de statu naturae purae (1862). Pues bien; en tal contexto se inscribe la cuestión de la secularidad cristiana, al menos según nuestra forma de entender las cosas, que, además, no fue ajena a la terrible discusión sobre la naturaleza pura, desatada con motivo de la publicación de algunos escritos de Henri de Lubac, estimulada por una lectura un tanto interesada de la encíclica Humani generis, en 1950, y continuada en los años siguientes.
El analogado principal es la Unión hipostática. Pero no pueden obviarse algunas cuestiones del tratado de creatione. Cuando Álvaro Huerga, en su pequeño pero importante opúsculo titulado La espiritualidad seglar , insistía en que sólo son sujetos de elevación el alma y sus potencias, tenía razón. Pero olvidaba algo fundamental: que también la naturaleza se salvará por el hombre.
Huerga acertaba, porque el cosmos, en sí mismo considerado, carece de alma: no tiene libertad, no puede, por ello, ser sujeto de la gracia. En consecuencia, ni la mera inserción en el mundo, ni la comunión con Dios en la cotidianidad son, en cuanto tales, suficiente especificación de la secularidad cristiana. Se precisa todavía algo más: tomar en cuenta la misión vocacional de santificarse en la gestión de los asuntos temporales, ordenándolos a Dios. Se trata, por ende, de restaurar el orden primigenio, preparando el advenimiento del Reino. Y ello se puede conseguir sólo con una ocupación profesional que imite y reproduzca, en la medida de lo posible, el trabajo del Adán íntegro, tal como por partida doble nos lo presenta el Pentateuco: en la tradición yahvista más antigua (Gen 2, 5-25) y en la fuente sacerdotal más moderna (Gen 1, 1-2, 4ª).
Un ejemplo quizá facilite la comprensión de esta hipótesis de trabajo. Se salva el hombre entero, pero por el alma. El alma subsiste después de la muerte. Recuperará su cuerpo en la resurrección de la carne, transformado según sea su condición en ese momento: glorioso, si ella gozaba de la bienaventuranza; oscuro, si padecía la definitiva condenación. Esto no es romper una lanza a favor de la dualidad platónica, ni mucho menos; es sólo recordar que el dualismo antropológico tiene de algún modo su correlato también en el orden sobrenatural.
El recordatorio de Gaudium et spes (n. 22), de que el hombre sólo se reconoce contemplando a Cristo, nos lleva a una conclusión importante: la secularidad cristiana exige la conjugación simultánea de cuatro tratados teológicos: cristología, gratología, De Deo creante y escatología. Sólo el hombre «cristificado», llamado por vocación a ordenar el mundo a Dios por medio de un trabajo que le asemeje al del Adán íntegro —que laboraba una tierra buena puesta a su servicio— puede redimir la creación con vistas a los «cielos nuevos y la nueva tierra» (Apc 21, 1; II Ptr 3, 13). Tal es la tarea específica del laico.
Convendría, pues, releer despacio la encíclica Redemptor hominis, de 4 de marzo de 1979, en particular su segundo capítulo sobre el misterio de la Redención. Las sugerencias de Juan Pablo II ofrecen pistas interesantísimas para continuar nuestras pesquisas en este tema capital de la secularidad cristiana y de la determinación de la condición laical.
Josep-Ignasi Saranyana Instituto de Historia de la Iglesia Universidad de Navarra E-31080 Pamplona saranyana@unav.es