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Historia de la salvación e itinerancia

Historia de la salvación e itinerancia

Autor: Raúl Lugo Rodríguez

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Mentiríamos si decimos que el problema de la inmigración es propiedad de los países del Primer Mundo. También en nuestras sociedades latinoamericanas podemos observar el renacimiento de los separatismos y el desprecio a quienes son distintos.

El rechazo a los inmigrantes es, precisamente, un signo de nuestro miedo a la diversidad. Rechazamos a los que vienen a vivir en medio de nosotros porque nos inquietan nuevas maneras de vivir y de ver las cosas. Los inmigrantes visten distinto, comen distinto, piensan distinto, celebran fiestas distintas de las nuestras, tienen modismos de lenguaje que no entendemos. Y aunque eso se manifiesta de manera especial en los extranjeros, es también un fenómeno que no tiene que ver con fronteras estatales y/o regionales, y sí, en todos los casos, con fronteras humanas.

La emigración, sin embargo, como fenómeno sociológico, es tan antigua como la humanidad misma. Incluso aquellos países que aprecian su identidad y remarcan sus diferencias de otros pueblos tienen que reconocer que, al menos en sus inicios, fueron pueblos compuestos de emigrados de otras partes. La Biblia no es la excepción en este vasto campo del peregrinaje humano. Ya desde sus inicios, como veremos a continuación, la historia de la salvación está marcada por la itinerancia.

La emigración en el Primer Testamento

Los relatos bíblicos iniciales son una reflexión sapiencial sobre los orígenes de Israel. Estos relatos incluyen en variadas ocasiones el fenómeno de la errancia. Adán y Eva, por ejemplo, son expulsados del paraíso y tienen que abandonarlo después de haber desobedecido las órdenes de Dios: El Señor Dios los expulsó del Paraíso… echó al ser humano y colocó a los querubines y la espada llameante que oscilaba para cerrar el camino del árbol de la vida (Gén 3,23-24). Caín es también condenado a la errancia después de que asesina a su hermano Abel: Si me expulsas hoy de la superficie de la tierra y tengo que ocultarme de tu presencia, andaré errante y vagando por el mundo; y cualquiera que me encuentre me matará (Gén 4,14). Y el Señor le marca la frente para evitar que fuera asesinado por otros, pero no le dispensa la errancia.

La prehistoria bíblica termina también con una imagen de emigración. Se trata del relato de la torre de Babel (Gén 11,1-9). La rebeldía contra Dios termina en un decreto divino: Confundamos su lenguaje, de modo que no se entiendan los unos a los otros. Así Yahvé los dispersó sobre la superficie de la tierra… (Gén 11,7-8). En la prehistoria bíblica, pues, la errancia aparece como fruto de un error humano, de una rebeldía contra Dios. El estado ideal perdido, en cambio, es el de un paraíso fijo, estable, tierra de felicidad.

Las narraciones del Génesis sobre la época patriarcal reflejan un ambiente de pueblos pastores nómadas, que se mueven a través de territorios organizados en ciudades-estado. El clan semita de Abrahán, que habita en tiendas, procede de Jarán (Gén 12,4) y, más remotamente de Ur de los Caldeos (Gén 11,31). La movilidad de Abrahán es digna de llamar la atención: Siquem, Betel, Négueb, Egipto, regreso a Betel, Hebrón, etc. todo el territorio israelita recorrido por este viajero incansable, de Dan (norte) a Bersheba (sur), pasando por Jerusalén, donde se encuentra con Melquisedec. Perpetuamente emigrante, Abrahán no encuentra reposo sino hasta que compra un pedazo de tierra para enterrar a su esposa (Gén 23), acción relatada en un texto de indudable significación simbólica, donde comienza a perfilarse entonces un elemento que tendrá después una carga teológica fundamental para Israel: el concepto de tierra de promisión.

El nomadismo es, pues, el ambiente en el que surgió la primitiva revelación de Dios según la Biblia (Dt 26,6-10).

Los extranjeros y la tierra prometida

Dos consecuencias inmediatas tiene el problema de la emigración entre los judíos: la teología de la tierra prometida, y el trato debido a los extranjeros.

La tierra prometida

Podemos decir que existe una mística de la Tierra Santa1 al origen de la costumbre de las peregrinaciones. La posesión de la tierra se halla como hilo conductor de toda la historia bíblica. Para un seminómada como Abrahán, no existe meta más preciada que tener un suelo propio y defender sus derechos sobre esa tierra. Por eso es que el texto bíblico le da tanta importancia a la compra del primer terreno por parte de Abrahán: el campo de Makpelá, en Hebrón, donde su mujer habrá de ser enterrada (Gén 23,1-20; 25,9-10: 50,12-13). Este simbolismo toma mayor fuerza cuando se traslada a Jacob, después de muerto, para que sea enterrado en esa tierra y, más tarde, cuando el pueblo emigrado de Egipto toma posesión de la tierra. Por eso la adecuada repartición de la tierra va a convertirse en un símbolo del cumplimiento de la alianza con Dios que lleva a la construcción de un pueblo fraterno. Sólo la fidelidad del pueblo al proyecto de Dios le garantiza la posesión de la tierra. Por eso cuando el pueblo peca, Dios lo lleva al destierro.

La tierra aparece así como signo de felicidad. Es la tierra que mana leche y miel (Éx 3,8; Lv 20,24). La meta del bienestar consiste en poseer la tierra en tranquilidad (1Re 5,5). En el Nuevo Testamento esta simbolización se volverá trascendente: la Jerusalén celestial, meta del nuevo pueblo redimido que camina a través del desierto de este mundo (Ap 20-21).

El trato a los extranjeros

El tema de la posesión de la tierra viene junto con el reto del trato a los extranjeros inmigrantes. En los inicios del pueblo israelita había dos clases de extranjeros: los mokri, que eran extranjeros que se encontraban de paso por el país, viajeros o comerciantes. Eran protegidos por la Ley de Moisés y se tenía con ellos deber de hospitalidad, pero no podían entrar en el Templo (Ez 44,7.9), ni ofrecer sacrificios (Lv 22,25), ni comer la cena de pascua (Éx 12,43).

La segunda clase era el guer o extranjero residente. Era especialmente apreciado si se convertía al judaísmo. Abrahán había sido guer en Hebrón (Gén 23,24), Moisés lo fue en Madián (Éx 2,22), un hombre de Belén se va de guer a Moab y se casa con Rut (Rut 1,1), los israelitas fueron guerim en Egipto (Éx 22,20). Al llegar a Canaán, los hebreos eran guerim hasta que se convirtieron en los dueños del país y los extranjeros comenzaron a ser los otros. Había con ellos una especial obligación de hospitalidad.

En relación con estos inmigrantes, las leyes eran de defensa total (Lv 19,34): Dios no hace acepción de personas y proporciona pan y vestido al extranjero (Dt 10,18; Lev 19,33). El amor al extranjero está mandado a Israel, que sufrió la misma situación en Egipto (Dt 10,19). No puede violentarse el derecho del extranjero residente (Dt 27,19) y deben ser juzgados con equidad por los jueces locales (Dt 1,6).

Como recibían muchos desprecios y estaban en situación de desventaja, la Ley de Moisés colocaba a los inmigrantes en la categoría de marginados –por ello se les concedía ciertos privilegios–. Se les enumera junto con las viudas y los huérfanos (Jr 7,6), se les ofrece asilo en las ciudades de refugio (Núm 35,15); se les concede el derecho de rebuscar en el terreno de cosecha (Lv 19,10) y de comer de la cosecha del año sabático (Lv 25,6), etc. Sin embargo, el extranjero no es tratado igual que el judío, porque al extranjero sí se le puede exigir interés en los préstamos (Dt 23,20) y estaban obligados a hacer ciertos trabajos (cfr. 1Cr 22,2). Normalmente, aunque eran libres, no podían tener propiedades (Dt 24,14). Si se circuncidaban, adquirían obligaciones y derechos religiosos (Éx 12,48) y los profetas anuncian que entrarían a formar parte del pueblo de Dios en el reino del Mesías (Is 14,1; Ez 47,22)2.

La multiplicación de leyes para el trato a los extranjeros demuestra que el número de ellos se multiplicó después de la monarquía y comenzaron a ser problemáticos. Muchos fueron los que se convirtieron y comenzaron a llevar el nombre de prosélitos3.

Jesucristo, emigrante que muere fuera de la ciudad

El Nuevo Testamento nos muestra a Jesús compartiendo la suerte de los emigrantes. Nace fuera de su hogar, al amparo de la caridad de una familia, lejos de su casa y su parentela (Lc 2). Más tarde, el mismo Jesús decide por una vida itinerante, sin residencia propia, al punto que se proclama sin lugar en donde reposar la cabeza (Lc 9,58). Sabemos que, mientras ejerció su  ministerio en Cafarnaúm, Jesús se alojaba en la casa de Pedro (Mc 1,29; 2,1) y que cuando visitaba Jerusalén, le gustaba hospedarse en casa de Marta, María y Lázaro (Lc 10,38-42). No es extraño, por ello, que la virtud de la hospitalidad fuera altamente apreciada también entre la primitiva comunidad cristiana (Heb 13,2).

Jesús rompe con muchas de las costumbres de su tiempo en su trato con los extranjeros, sean samaritanos o paganos de otras regiones. Cura al siervo de un soldado romano (7,2-10), libera al endemoniado geraseno (Mc 5,1-20), aprende la lección de la universalidad de una mujer cananea (Mt 15,21-28). En su parábola del juicio final, conocida como “la parábola de las ovejas y los cabritos”, Jesús va a señalar como uno de los gestos de amor la ayuda a los forasteros y se identifica con ellos (Mt 25,35).

Para la Carta a los Hebreos es un dato muy significativo la muerte de Jesús fuera de la ciudad, como señal de desprecio (Heb 13,12-14) y la considera una invitación a la ciudad permanente. No es tampoco menor el hecho de que Marcos, el evangelio de la revelación del Mesías crucificado, no reconozca a Jesús como Hijo de Dios sino como un extranjero (Mc 15,39).

La Iglesia, casa para los que no tienen casa

Uno de los puntos culminantes en la reflexión bíblica acerca de la emigración es la Primera Carta de Pedro. Sus destinatarios están descritos desde el inicio: son los que viven dispersos como extranjeros en las provincias romanas del Asia Menor. Las comunidades mencionadas: Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, son comunidades, a excepción de Asia, formadas por pequeños poblados, no por grandes ciudades. El ser extranjero en nuestra Carta, es mucho más que una postura existencial de las comunidades. De hecho, las reflexiones posteriores que ven la vida cristiana como un camino hacia el cielo, se basan en una experiencia concreta de destierro (1,17). El texto parece hablar de una condición de no-ciudadanía. La mención de los cristianos de estas ciudades como forasteros y emigrantes (1Pe 2,11) nos habla también de su condición social de pobreza y de su lugar en la sociedad.

Recientes estudios4 muestran que la expresión forasteros de 1Pe 2,11, en griego paroikoi, literalmente traducida quiere decir extranjeros residentes. Esa expresión era usada para describir a los extranjeros que habían adquirido el derecho de residencia, pero que no disfrutaban del derecho de ciudadanía. Podían vivir y trabajar en un país, pero no tenían derechos plenos. Entre sus deberes estaban: pagar tributos, tasas y cuotas de producción. Entre los derechos de los que estaban excluidos se cuentan: voto, posesión de la tierra, matrimonio con ciudadanos, herencia y transferencia de bienes.

Otro grupo referido en 2,11 es el de los peregrinos, en griego parepidémoi: eran extranjeros que no tenían ni siquiera derecho de permanencia en el país. Eran los extraños y no poseían ningún derecho. No podemos decir que todos los cristianos a los que va dirigida la Carta fueran extranjeros, pero sí que a una buena parte de la comunidad le correspondía esta descripción y caracterizaba a la comunidad como un todo5.

La aportación mayor de la Primera Carta de Pedro en el tema que hoy tratamos estriba en la introducción de la fórmula forasteros y peregrinos como título de los cristianos. Queda así expresado uno de los principios básicos de la existencia cristiana: el cristiano necesita de libertad frente a los antivalores del mundo en que está inmerso, de manera que pueda ser testigo de la genuina vida plena que ha recibido y que lo distingue de los demás. Dándose cuenta, con un inteligente análisis, que la sociedad mantiene una serie de ideas y costumbres extrañas y opuestas a la nueva vida que trae el evangelio y a la visión de ser humano que de él se desprende. El autor de la Carta apuesta, no obstante todo, en favor de una espiritualidad en el mundo, en lugar de refugiarse en una espiritualidad alienante6. La exhortación de Pedro está concebida como un auxilio a los cristianos en la salvaguarda de su identidad en medio de un mundo de valores opuestos a los criterios evangélicos. La fórmula forasteros y peregrinos manifiesta una idea teológica característica: los cristianos deben considerar su existencia como una permanencia transitoria en un mundo al cual no pertenecen.

Los destinatarios de la Carta, es decir los cristianos, trabajan como personas sin techo y sin tierra, en un lugar que no les pertenece, pagan tributos en un país que no es el suyo y que no les otorga derecho alguno. El espacio afectivo de familia era, pues, muy importante. La Primera Carta de Pedro ofrece a estos desabrigados una casa, un abrigo, una referencia de familia: es la comunidad. Los que no tienen casa, son abrigados por la casa de Dios, los que no tienen derecho de ciudadanos, pueden llamar padre a Dios. La comunidad es lugar de refugio y resistencia para no dejar, con su testimonio, de denunciar las injusticias de la sociedad7.

También el texto de 1Pe 4,7-11 es clave en el argumento que nos interesamos. Su contenido nos lleva a responder a la pregunta: ¿qué tipo de comunidad deben formar los extranjeros en resistencia? Una comunidad de amor (4,8), que se traduce en solidaridad con los hermanos para no desmayar. Se recomienda también la práctica de la hospitalidad (4,9) como apreciada práctica del mandamiento del amor: que consiste en recibir bajo el propio techo a personas que no tienen dónde ir ni dónde vivir; hacer del techo un abrigo para el hermano.

Desde esta perspectiva, la Primera Carta de Pedro parece recordarnos que cada intento por fortalecer los lazos afectivos de los inmigrantes, por promover su organización y participación en la sociedad, por luchar por la conservación de su identidad cultural, son intentos que, aun navegando contra la corriente, permiten a los inmigrantes no desmayar en la búsqueda de vida plena para ellos y sus familias.

Conclusión

Al igual como ha sucedido en la historia de salvación, hoy día somos testigos de una gran comunidad forastera y emigrante. Son el tipo de gente que no sufren solamente la falta de tierra y de arraigo, sino también la falta de familia y de afecto, porque se han roto muchos lazos de solidaridad y no poseen ni siquiera un espacio cultural propio. Ellos también, como las comunidades petrinas, son calumniados y combatidos por su forma de ser y de vivir. A pesar de construir ciudades con sus propias manos, son vistos como bandidos, como gente peligrosa y sus manifestaciones culturales son ridiculizadas.

Ante la creciente ola de intolerancia anti-inmigrante, la Iglesia está llamada a convertirse en una ciudad de refugio, en un espacio de socialización fraterna donde no haya distinciones de origen geográfico. En el interior de la comunidad los extranjeros tienen que encontrar, además de acogida, un espacio donde resistir estos tiempos malos en la práctica de la solidaridad y del amor. Al hacerlo así, la Iglesia desafiará las estructuras que los oprimen y anunciará un nuevo tipo de sociedad, en la que todos tengamos derecho de vivir como hermanos.

Acerca del autor

El P. Raúl Lugo Rodríguez es discípulo de Jesús y presbítero católico (en ese orden). Le gusta la literatura y, en ocasiones, hasta ha cometido versos y cuentos. Es un apasionado de la justicia. Estudió la Biblia y, actualmente, junto con un grupo de maravillosas mujeres trabaja en la defensa de los derechos humanos desde 1991. Vive y trabaja, junto con otros dos presbíteros, compañeros de sueños, en contacto con campesinos y campesinas mayas de Yucatán. Es autor de varios libros: Las trampas del poder (Dabar, 1994), Flor que nace de la muerte (UPM, 1995), La biblia es verde (Comisión Episcopal de Pastoral Bíblica, 1998), Los primeros profetas cristianos (UPM, 1999), Mujeres de la biblia, mujeres para hoy (UPM, 2005), La Iglesia católica y la homosexualidad (Nueva Utopía, Madrid 2006), además de numerosos artículos en revistas especializadas y de divulgación.

 

Nota de comunicación

¿Qué necesitamos saber sobre la comunicación intercultural que nos ayude a relacionarnos con los otros de mejor manera? Lo que sigue son una serie de pautas para maximizar el encuentro con personas de distinta cultura:

a). Reconocer que cada individuo tiene emociones, necesidades y sentimientos, y que son tan importantes como los nuestros.

b). Intentar comprender y respetar la gran diversidad de normas culturales existentes.

c). Escuchar activamente en un encuentro de comunicación con aquellos de distinta cultura.

d). Aprender a lidiar con la incertidumbre y la anciedad que se produce en la comunicación con personas ajenas a nuestra cultura.

e). No estereotipar a la gente que es distinta de nosotros.

f). Tener conciencia de nuestro propio etnocentrismo, es decir: reconocer que, como humanos, tendemos a creer que nuestra cultura es la mejor.

 

Citas Bibliográficas

1.  Cfr. A.A.V.V. La Biblia en su entorno, en la colección Introducción al estudio de la Biblia, Verbo Divino, Estella 1990, pp. 67-69.

2.  Cfr. A.A.V.V. Enciclopedia de la Biblia, Voz Peregrinaciones, Barcelona 1969, p. 396.

3.  Cfr. De Vaux Roland, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1976, pp. 117-119.

4.  Cfr. Paulo de Souza Nogueira, O Evangelho dos sem teto, Río de Janeiro, São Paulo 1993.

5.  Un aspecto que puede resultar interesante en el tratamiento de nuestro tema en esta Carta es el de la fuerte presión que parecía existir en contra de los cristianos de parte de quienes los rodeaban. Los motivos de esta presión social en el exilio, era que los cristianos llevaban una vida separada de los demás (4,3-4) y eran acusados de no participar en el culto a las divinidades paganas. Los cristianos, así, son perseguidos porque incomodan al sistema: afectaban todo el sistema comercial construido en orden a las necesidades del culto –como aparece en la carta de Plinio al emperador Trajano–. Esta es una de las razones que inició el proceso de discriminación y calumnia a que fueron sometidos los extranjeros cristianos. En este sentido, es esta alternatividad de la Iglesia en medio del mundo la que queda de manifiesto. La comunidad cristiana es una sociedad de contraste  y, como tal, tendrá que sufrir marginación y desprecio.

6.  Cfr. Senior-Donald, 1 & 2 Peter, Delaware 1980, p.40.

7.  Un estudio de John Elliot subraya la relación directa que hay entre el término forastero (paroikos) y el término casa (oikos). Cfr. John H. Elliot, Un hogar para los que no tienen patria ni hogar. Estudio crítico social de la Carta Primera de Pedro y de su situación y estrategia, Verbo Divino, Estella 1995.

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