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Laicado y misión de la Iglesia en el mundo de hoy, según el magisterio latinoamericano

Laicado y misión de la Iglesia en el mundo de hoy, según el magisterio latinoamericano.

Simón Pedro Arnold o.s.b.

Desde los conflictos ideológicos del siglo XIX entre la Iglesia y las diferentes corrientes del mundo moderno, los papas, los teólogos y los pastoralistas tienen la costumbre de operar una relectura cristiana de los conceptos en juego en la polémica histórica en cuestión.

Así, es indudable que los grandes avances de la Doctrina Social de la Iglesia encuentran su origen remoto en los cuestionamientos del socialismo. En nuestra América Latina, debemos reconocer que la “opción preferencial por los pobres” se enraíza, por una buena parte, en el pánico ocasionado por el avance del marxismo en el continente latinoamericano de los años 60.

Asimismo, creo que la teología del laicado, que es uno de los aportes más importantes de Vaticano II a la eclesiología contemporánea, tiene mucho que ver con los desafíos de la laicidad europea.

Por lo tanto, me parece esencial, al comenzar esta reflexión, hacer, previamente, un recorrido histórico de la evolución del concepto de “laicado” desde Vaticano II hasta hoy, y, particularmente, de su evolución específica en nuestro continente.

I La historia de un concepto.

Identidad eclesial y clericalización de la Iglesia.

El término laico viene de “laos” en griego, es decir “pueblo”, “asamblea” “Iglesia”. En este sentido amplio, no necesitaría un rubro particular en la reflexión teológica ya que designa simplemente la comunidad creyente.

En realidad, si hablamos de “laicado” como de un espacio especial de la Iglesia es, de hecho, porque la Iglesia, a lo largo de la Historia, se ha clericalizado. En los comienzos de la Iglesia, sólo existían los bautizados, es decir los “laicos”, hombres y mujeres, con carismas y ministerios específicos, todos surgidos de la misma identidad bautismal común.

Con el nacimiento de una clase sacerdotal explícita, como en el judaísmo y en las religiones paganas, la identidad eclesial perdió cada vez más su carácter exclusivamente bautismal. Poco a poco, asistimos a una estratificación jerárquica e institucional de la comunidad cristiana.

Esta aparición del clero implica separaciones radicales entre estamentos eclesiales, con clases privilegiadas, como son el presbiterio, los monjes y, más tarde, los religiosos y religiosas. En adelante, y durante muchos siglos, la Iglesia se confundirá prácticamente con esta estructura jerárquica clerical. Los que no eran parte de dichas clases, se llamaban, los fieles o los seglares, es decir, de cierta manera, los espectadores externos, aunque beneficiarios pasivos, del quehacer eclesial. Había comenzado el largo reino de lo “eclesiástico”, es decir lo clerical, y el largo letargo de lo “eclesial”.

Reivindicación política y ecos eclesiales.

El Antiguo Régimen se caracterizaba por una estrecha colusión entre la monarquía, la nobleza y el clero. No es de asombrarse, por lo tanto, que los movimientos revolucionarios del final del siglo XVIII rechazaran, en una misma protesta, estos tres componentes del sistema aborrecido. La crisis eclesiástica del momento revolucionario es, de hecho, una crisis del sistema clerical feudal.

Por otra parte, la gran reivindicación revolucionaria se proclama como la adultez de un pueblo llegado a madurez y liberado de la sumisión al antiguo sistema. Este formidable movimiento emancipatorio, tanto político como ideológico-religioso, inspirado en parte por el pensamiento masónico, se auto denominará la “laicidad”. Nacida en Francia y en los países de su era de influencia cultural, la laicidad se identificará, poco a poco, a nivel mundial, con la modernidad naciente, con su conciencia democrática y sus ideales sociales de justicia, fraternidad e igualdad.

Desgraciadamente, la Iglesia del siglo XIX, y hasta los años del Concilio Vaticano II, no supo interpretar el momento histórico que le tocaba vivir. Se instaló, por más de un siglo, en una postura reaccionaria y de oposición cegada a la modernidad.

Esta oposición suscitará lo que llamaremos aquí el “laicismo”, es decir una ideología anticlerical laica, afirmando la incompatibilidad de la modernidad con el pensamiento y las instituciones religiosas. El ideal laico se instala, entonces, y para rato, tanto en las mentes de sus defensores como en la de sus opositores eclesiásticos, en una resistencia casi siempre estéril y mezquina, por parte de ambos protagonistas de la polémica.

Una toma de conciencia tardía.

En el último tercio del siglo XX, con la sorpresa de una personalidad profética, como fue Juan XXIII, la Iglesia toma conciencia de su aislamiento histórico y de su agonía. Es el momento providencial del Concilio Vaticano II, donde, después de abrir las ventanas de una institución que se asfixiaba, los Padres conciliares emprenden un largo proceso de reconciliación con los ideales de la Modernidad.

Es en este contexto que se inicia una nueva configuración del mapa eclesial. Tomando acto de que la crisis eclesiástica era una crisis clerical, cuya solución había sido indebidamente postergada, el Concilio se interesa a esta masa de creyentes excluidos, de hecho, del manejo de la Iglesia, y mantenidos en postura infantil durante siglos por el clero.

Se empieza a hablar ya no de fieles o seglares, sino de “laicos” o “laicado” como de un estamento específico de la vida eclesial, con carismas propios. Ya no se trataba de los espectadores o beneficiarios pasivos del quehacer clerical, sino de una vocación de igual importancia y tan necesaria a la vida de la Iglesia como las demás.

De la Acción Católica a Vaticano II.

Esta nueva conciencia había sido preparada largo tiempo atrás, primero por algunos profetas franco-tiradores, muchas veces condenados por la jerarquía, y en los años precediendo el Concilio, por el formidable movimiento de la Acción Católica, con sus diferentes estamentos (JOC., JEC, MOC., Profesionales Cristianos, Acción femenina etc).

Pero los intentos de este movimiento seguían muy enfeudados al clero. Con el sistema de la capellanía, el laicado seguía bajo el firme liderazgo del sacerdote. El contexto en que surge el Concilio, en cambio, coincide con una profunda crisis del clero, crisis que el post-concilio acentuará dramáticamente.

Si, bien es cierto, la teología del laicado en el Concilio se inspira de la Acción Católica, propone, al contrario, una plena emancipación de dicho laicado del estrecho liderazgo clerical. Los laicos se forman y asumen plenamente su autonomía en el concierto plural de la Iglesia.

Laicado y crisis de la fe.

Pero la Historia no se detiene. Los años postconciliares corresponden, en la sociedad occidental, a una profunda evolución de las mentalidades. Poco a poco, los movimientos eclesiales laicos, influenciados por la nueva cultura en germen, van a tomar distancia, no sólo de las estructuras clericales de su Iglesia, sino hasta del propio discurso religioso.

Es la época, que dura hasta hoy, del cuestionamiento de la “C “, es decir de la propia identidad cristiana o católica, de estos movimientos e instituciones. Un ateísmo sutil se insinúa en los grupos y todo se da como si estuviéramos ante un verdadero “laicismo” cristiano.

Esta crisis imprevista de la teología de Vaticano II suscitó, en los últimos años, una vigorosísima reacción clerical  y el surgimiento de “nuevos” movimientos laicales, muchas veces más clericales que el propio clero. Esta coyuntura acelera, desgraciadamente, la ruptura entre estructuras eclesiales y laicado, el cual empieza a pensar en una dinámica cada vez más independiente de las referencias eclesiales visibles[1].

En esta coyuntura, el Magisterio latinoamericano siguió un camino bastante distinto de sus homólogos europeos o norteamericanos. Veremos, en los puntos siguientes, cómo la teología del laicado, elaborada en este continente, inspirada por diferentes factores, como son el contexto de Cristiandad, la Teología de La liberación, el rol del CELAM y el surgimiento de las recientes reivindicaciones de las culturas indígenas, ha seguido un rumbo original en el tema.

II La Teología de la Liberación: una nueva mirada.

Una revalorización de la categoría “pueblo”.

En el imaginario latinoamericano, la categoría “pueblo” evoca, desde muchos años, todo un universo de solidaridad, de acción y de esperanza. Inserta en dicho imaginario, la Teología de la Liberación se apropió, a su vez, este concepto, interpretándolo como una experiencia histórica amplia y englobante, con dimensiones políticas, culturales y sociales, tanto como religiosas. Tal amalgama sólo se entiende, es verdad, en el contexto de fin de Cristiandad de nuestro continente, que abordaremos más allá.

En este sentido, el lema de la Iglesia surandina, “Somos pueblo, somos Iglesia”, expresaba, de manera sintética, el salto cualitativo latinoamericano en cuanto a la teología del laicado heredada del Concilio.

La unidad de la Historia y la Historia de la Salvación.

Con esta ampliación e identificación, se supera la noción muy eclesiocéntrica de “Pueblo de Dios”, revalorada por el Concilio, para proponer una sola Historia, a la vez profana y sagrada, que es, toda ella, Historia de Salvación.

En dicha visión, el laicado deja de ser uno de los estamentos de la estructura eclesiástica. Se confunde con la Iglesia entera, como tal, y esta Iglesia con el “pueblo” que hace Historia desde la fe.

La eclesiología aquí propuesta asume la Historia humana, en sus diferentes dimensiones señaladas más arriba, como el verdadero lugar teológico desde donde se reformula la misión, el kerigma y la pastoral.

La “opción por los pobres” como encarnación de la categoría “pueblo”.

La originalidad de la Teología de la Liberación consiste en hacer aterrizar lo teológico en el terreno práctico de la pastoral y, más ampliamente, de lo “político” en su acepción más noble.

En este sentido, los teólogos latinoamericanos, confirmados por sus episcopados en las conferencias de Medellín y Puebla principalmente, y últimamente en Aparecida, traducen inmediatamente su eclesiología en una opción preferencial por los más pobres. En efecto, en un continente como el nuestro, es imposible abordar la categoría “pueblo” sin partir de su realidad mayoritaria de pobreza y marginación.

Así, no solamente se amplia la idea de laicado al espacio público del pueblo en sí, sino que se visualiza este pueblo desde su situación histórica concreta de pobreza. Lejos de enfocar la temática del laicado desde un solo ángulo, la opción preferencial por los pobres logra integrar las diferentes instancias del laicado eclesial (obreros, profesionales, mujeres, jóvenes, campesinos etc.). Dentro de una sola realidad englobante y definitoria, les proporciona a cada una un eje común donde se encuentran y hacen Iglesia, haciéndose pueblo.

En esta perspectiva, aún los sectores laicales de clase media o alta encuentran, necesariamente, su clave de lectura evangélica en esta opción común de toda una Iglesia, no sólo a nivel continental sino, como lo afirmó Juan Pablo II, de la Iglesia universal.

Finalmente, esta clave no se contenta con ser una definición latinoamericana del laico, sino que abre la puerta a un espacio de militancia y compromiso histórico común a todas las instancias: las comunidades eclesiales de base. De esta manera, el círculo se viene cerrando armoniosamente: el laicado es la Iglesia y no sólo uno de sus estamentos; cómo pueblo de Dios, se inserta en la Historia común, que es Historia de la Salvación, siendo simplemente la porción creyente del “pueblo”; lo que lo caracteriza en el seno de esta Historia única es, precisamente, la opción por los pobres que da sentido teológico evangélico a su vocación, cualquier sea el estrato social donde se desempeña; por fin, esta clave teológica integradora desemboca necesariamente en un compromiso histórico, de carácter a la vez pastoral y político, las comunidades eclesiales de base.

El fin de la Cristiandad latinoamericana.

Se ha dicho algunas veces que los movimientos laicales latinoamericanos constituían una especie de Iglesia “episcopaliana” o “presbiteriana”. Esta caracterización, que creo válida tanto para los sectores de la Teología de la Liberación como, más aún, para los nuevos movimientos neo-conservadores, apunta al liderazgo indiscutido, en dichos movimientos y comunidades, de los obispos y del clero.

Esta situación sólo se explica por la resistencia de las estructuras mentales e institucionales de Cristiandad en el contexto continental. Los grandes teólogos de la liberación son casi todos sacerdotes y, en su gran mayoría, varones, y los principales profetas de la Historia de esta Iglesia fueron, hasta hace poco, grandes figuras de obispos. Esta observación, por cierto, no pone en tela de juicio la santidad, la calidad espiritual, pastoral e intelectual de este liderazgo.

Sin embargo, uno puede preguntarse si este hecho, ligado a una prolongada situación de Cristiandad premoderna, con rasgos feudales, no pocas veces racistas y antidemocráticos, de nuestras sociedades e Iglesias latinoamericanas, es todavía viable en la actual coyuntura latinoamericana.

En efecto, desde unos quince años, más o menos, estamos presenciando una rápida transformación de las estructuras y de las mentalidades. Nos acercamos cada vez más, especialmente en el caso de la juventud, a los paradigmas agnósticos, científicos, materialistas y democráticos europeos.

Indudablemente, una “neo-laicidad” civil latinoamericana está naciendo, dejando sin respuesta convincente las instituciones eclesiales premodernas que fueron nuestras tanto tiempo. Retomaremos esta hipótesis más tarde en esta reflexión.

III Religiones originarias y resistencia cultural ancestral.

A pesar de todo lo rico de la experiencia acunada por el movimiento de la opción preferencial por los pobres en América Latina, tenemos que constatar, sin embargo, que esta aventura alcanzó a tocar sólo a una minoría. Esta se sitúa principalmente en los sectores urbanos y, mayoritariamente, blancos o mestizos de nuestro continente.

La actual debacle de la propuesta demuestra que las grandes mayorías, campesinas e indígenas, no se sintieron muy representadas por esta corriente, aunque la hayan mirado siempre (desde afuera) con simpatía, por su real solidaridad activa con sus reivindicaciones (acordémonos de las diversas tomas de posición de la Iglesia Surandina a lo largo de sus más o menos 40 años de historia). Los intereses inmediatos y las referencias ideológicas y culturales de dichas grandes mayorías iban por otro camino, incluyendo el mesianismo mágico[2], tan alejado de los análisis sociológicos occidentales.

Arraigo colonial y neo-colonial recalcitrante del Cristianismo latinoamericano.

El teólogo judío americano Mark Ellis denuncia, en una de sus obras[3], lo que llama las religiones de la “atrocidad”, hablando principalmente del imperialismo religioso de las tres grandes religiones del libro, el Judaísmo, el Islam y el Cristianismo.

A propósito de este último, el autor cuestiona particularmente la legitimidad del discurso de la Teología de la Liberación. ¿Con qué derecho esta pretende remediar los abusos inmorales del sistema colonial y neo-colonial,  sin verdaderamente poner en tela de juicio la legitimidad de su propia presencia histórica en el continente?

En la misma línea, los nuevos sectores emergentes del mundo indígena latinoamericano cuestionan radicalmente este arraigo colonial. Se habla mucho, en estos tiempos, de la urgencia de “descolonizar” las mentes y las estructuras sociales y políticas, pero también la teología y el discurso cristiano en su globalidad[4].

Esta crítica abarca no sólo el catolicismo histórico, sino también las Iglesias protestantes y evangélicas, más recientes en nuestro medio, profundamente enraizadas en el esquema neo-colonial norteamericano.

Una resistencia secular.

Ante este inconsciente colonial de nuestros discursos religiosos, el mundo indígena y afro del continente opuso, desde un inicio, una resistencia extrema. En la clandestinización de sus costumbres y de sus ritos, los pueblos originarios y afro-americanos ocultaron sus verdaderas convicciones y sus utopías.

Esta resistencia secular se encarna, hasta hoy, en una profunda desconfianza ante todo lo que viene del mundo blanco o mestizo, incluyendo, por cierto, las Iglesias. Esta negación silenciosa se manifiesta tanto en mitos, que hoy conservan toda su profunda fuerza de convencimiento, como también en el folklore de nuestros pueblos.

La paradoja de esta oposición, sin embargo, es la capacidad increíble de nuestros pueblos indígenas y afro de seleccionar, entre los mensajes occidentales, lo que les conviene, rechazar lo que los amenaza, y recrear a su medida cultural todo discurso así procesado.

Es indudable, por ejemplo, que el pueblo indígena acogió el mensaje evangélico y lo recreó en categorías muy alejadas de la catequesis oficial. Asimismo, en cuanto a la modernidad: ¡qué capacidad de acoger y asimilar las tecnologías y las mentalidades que estas vehiculan, sin perder, sin embargo, su propia ideosincracia originaria!

Inculturación y teologías emergentes.

La constatación de este fenómeno de resistencia cultural y religiosa no es nueva. Muchos pastores proféticos, a lo largo y ancho del continente, y especialmente en nuestro Sur-Andino, tuvieron conciencia aguda de este drama y tomaron su bastón de peregrino para ir al encuentro de estas culturas y religiones. ¿Cómo no recordar aquí a Monseñor Proaño, en Ecuador, y a Monseñor Dalle en nuestra Iglesia surandina?

Esta actitud humilde y profética buscaba comprender, apreciar, y sobre todo, acercarse al mundo del “otro”. Sin embargo, en esta primera y valiosísima etapa (en la que la familia Maryknoll tuvo un rol fundador), el inconsciente colonial de la Iglesia no podía, todavía, ponerse en tela de juicio. El objetivo sincero era la “inculturación”, es decir un diálogo afín de mejorar la efectividad de la pastoral eclesial.

En el último decenio, esta postura reveló, poco a poco, sus límites y ambigüedades. Surge, por entonces, una nueva manera de plantear la reflexión teológica en nuestro continente, desde espacios específicos y marginados de la sociedad y de la Iglesia.

Son las llamadas “teologías emergentes”, que, nacidas del tronco común de la Teología de la Liberación, elaboran un nuevo discurso particular desde el mundo indígena, afro, femenino etc. Ya no se trata de “inculturación eclesiocéntrica”, sino de la eclosión de una pluralidad teológica desde fundamentos culturales, históricos y mentales diversos.

Un nuevo acercamiento: el diálogo intercultural e interreligioso.

La actual coyuntura social y política de nuestra región ha puesto en primera plana una nueva propuesta política global, salida de los pueblos originarios. Esta propuesta alternativa se inspira de las tradiciones de los pueblos y cuestiona radicalmente el trasfondo colonial y neo-colonial de las estructuras y del pensamiento de nuestras naciones.

Ante este surgimiento, hay que reconocer la impotencia de las instituciones eclesiales para acoger y buscar acompañar estos movimientos. En vez de la necesaria toma de conciencia de nuestros prejuicios coloniales, y de un arrepentimiento sincero ante nuestras prácticas ingenuamente paternalistas, la Iglesia se asusta e intenta defender sus privilegios amenazados (ver la polémica peruana a propósito de la pluralidad religiosa en la Educación Nacional, propia de todo Estado “laico” moderno).

Sin embargo, el desafío, hoy, no es ya incorporar la cosmovisión indígena, y algunos signos anecdóticos de las culturas y religiones del otro, en un discurso y una celebración eclesiástica no cuestionados. Se trata, por el contrario, de reconocer la plena vigencia de un “cristianismo originario” en la polifonía eclesial, sin afán de asimilación alguna. Este reconocimiento implica, a su vez, una nueva manera de dialogar entre iguales diferentes. Hay que dejar atrás los reflejos paternalistas, sutilmente racistas e infantilizantes,  para adoptar una actitud de interacción permanente, con aportes recíprocos[5].

Pueblo de Dios y marginación cultural en la Iglesia.

La evolución de conciencia a la que asistimos en nuestro continente desde algunos años, nos lleva a reconocer que, en el seno mismo del “pueblo de Dios”, hemos establecido, inconscientemente, categorías y clases.

La nueva y sorprendente madurez de los pueblos originarios, reconocida a nivel mundial en diferentes documentos históricos[6], nos revela cruelmente hasta qué punto hemos mantenido a estas culturas en una postura de minoría de edad eclesial. Las hemos visto como simples objetos de protección en su vulnerabilidad. Es hora de una conversión copernicana de nuestra mentalidad, para acoger una cultura indígena moderna y adulta, con pleno derecho. Para nosotros, cristianos, es hora de reconocer un cristianismo originario con reivindicación de ser acogido en un concierto eclesial verdaderamente plural.

IV Una nueva “laicidad” latinoamericana.

Volvamos, ahora, por un momento a lo que señalamos, más arriba, como el “fin de la Cristiandad latinoamericana”. En efecto, asistimos, en los últimos años, a una aceleración vertiginosa de la evolución mental de nuestros pueblos. Estamos pasando, en poco tiempo, de un mundo semi feudal y premoderno a formas de sociedad postmoderna cada vez más sofisticadas. Este cambio es particularmente sensible en la juventud, por una parte, pero también, sorprendentemente, una vez más, en los pueblos originarios en su nuevo despertar.

Urbanización y laicismo.

El fenómeno de migración masiva a la ciudad no es nuevo en nuestro continente. Pero, en vez de ralentizarse, el proceso sigue creciendo hasta multiplicar a lo largo y ancho de nuestras naciones mega polis cada vez más incontrolables.

Desde los años 50 hasta hace poco, estos movimientos migratorios constituían procesos culturales complejos, incluyendo mecanismos tanto de asimilación como de resistencia cultural, de parte de los migrantes.

Con la segunda y las siguientes generaciones de hijos  de migrantes, el espectro cultural evolucionó, con fuertes empujes de identificación a los modelos occidentales y recreación modernizante de expresiones culturales provincianas (por ejemplo la vestimenta y la música vernácula urbana).

Pero, últimamente, fenómenos típicamente “laicos”, en el sentido ideológico trabajado en el primer capítulo de estas reflexiones, están apareciendo en nuestras sociedades neo-urbanas. Podemos hablar del nacimiento de una “neo-laicidad” tardía con su corolario  ideológico que llamamos antes el “laicismo”.

La globalización de las expectativas y la mundialización de los modelos culturales ayudan mucho a esta evolución. Indudablemente el mundo virtual de Internet, con su privatización de los criterios éticos y sus redes múltiples, así como también el escenario comunicacional de las modas y del espectáculo, adquieren una influencia casi monopolística sobre las mentes de nuestros conciudadanos.

Este fenómeno no toca solamente la ciudad. Podemos hablar también hoy, gracias al progreso de todas las comunicaciones, de una “urbanización mental” del campo. Lo que explica que esta neo-laicidad se extienda prácticamente sobre el conjunto de la población de nuestros países y condicione todos sus comportamientos y pensamientos.

Crisis eclesial y reacción clerical-colonial.

Este “laicismo” latinoamericano, que tuvo sus primicias en algunos países nuestros más  occidentalizados, como son Argentina, Uruguay y Chile, implica una forma de agnosticismo creciente y un anticlericalismo cada vez más agresivo (como fue el caso en los países de mucho arraigo católico en Europa en los años pasados).

Al ver lo que pasó en Italia, España e Irlanda en tiempos recientes, podemos prever, sin mucho riesgo de equivocarnos, evoluciones parecidas en las sociedades, tradicionalmente católicas, latinoamericanas.

Este cambio mental está favorecido, es evidente, por la crisis ética de la Iglesia a nivel planetario y por la grave división de las Iglesias latinoamericanas. En efecto, ante la amenaza interna y externa, las instituciones eclesiales están regresando a un eclesiocentrismo férreo, olvidándose dramáticamente de la opción por lo pobres y de sus nuevos proyectos políticos, culturales y sociales. Se adopta una lógica pre-Vaticano II de oposición y de confrontación, al mismo tiempo que se resucitan viejos mecanismos trasnochados de Cristiandad política, como el intervensionismo descarado de los prelados en el quehacer político, supuestamente democrático y laico.

Tal situación explica la enorme perplejidad de los cristianos, formados en la teología del laicado de Vaticano II e impregnados de la opción preferencial por los pobres enseñada por sus Iglesias. ¿Dónde debe estar la Iglesia hoy en nuestro continente y cómo debería actuar? No son pocos, entre los laicos, los que se desaniman y están tentados o bien de repliego sectario (los sectores conservadores), o de abandono puro y simple de las estructuras visibles de la Institución.

V Nuevos retos de la sociedades latinoamericanas para la Iglesia.

A modo de conclusión, quisiera aquí retomar en perspectiva lo que me parece más importante para el futuro de los cristianos laicos y de la Iglesia en este continente.

Vigencia y nuevas dimensiones de la opción por los pobres.

En primer lugar, es importante reafirmar la vigencia de la opción por los pobres como clave integradora de lectura de la vocación laical en América Latina. Aún si, desde algunos años, la situación de los pobres ha mejorado notablemente en muchos países de la región, la pobreza está lejos de haber desaparecido.

Pero, sobre todo, la brecha entre ricos y pobres no cesa de profundizarse, especialmente en el Perú. Además, la globalización implica, para los pobres, nuevas vulnerabilidades como la violencia extrema, la precariedad creciente del empleo y de sus remuneraciones y las condiciones casi concentracionarias de muchos empleos medios o bajos.

Lo que el episcopado latinoamericano llama, en Aparecida,  “los nuevos rostros de los pobres” en América Latina, tiene que ver con estas realidades inéditas de una sociedad en crecimiento económico acelerado.

Esta de moda hoy, en nuestro medio, hablar de “crecimiento con inclusión”. Esta preocupación de los nuevos líderes políticos es ya un inmenso progreso comparado con el capitalismo salvaje y desreglamentado de los regímenes anteriores. Pero este nuevo concepto nos es poco ambiguo. Les corresponderá a los líderes cristianos, en un futuro cercano, confrontar esta manera de ver la democracia con las recomendaciones más radicales de la Doctrina Social de la Iglesia.

En efecto, el riesgo de este planteamiento es concebir la política social desde los intereses del sistema capitalista vigente, sin cuestionar sus presupuestos, antihumanos en muchas de sus acepciones. La inclusión podría no ser más que una tímida humanización del sistema, sin tocar para nada sus fundamentos anti-evangélicos.

Por lo tanto, será en este contexto nuevo, interesante pero ambiguo que le tocará al laicado latino ensanchar su visión de la opción por los pobres y adecuarla a los cambios coyunturales en curso.

El nuevo rol de las culturas.

Nadie se atrevería hoy, como lo hacía todavía hace poco Alan García, a negar el carácter profundamente multiétnico y multicultural del Perú y de muchas naciones latinoamericanas.

Pero este reconocimiento no basta. Hay que ir más allá y tomar acto del nuevo rol de los grupos étnicos en la elaboración de un proyecto nacional inédito, inspirado de las culturas originarias y de su sabiduría.

El pensamiento laical de la Iglesia post Vaticano II y de la Teología de la Liberación no dio mucha cabida a este ítem cultural en la construcción de un mundo más justo y más conforme al sueño de Dios, que llamamos el Reino. Considerar las culturas como actores e interlocutores privilegiados implica, para la teología del laicado una nueva mirada sobre la Historia que es Historia de la Salvación.

La crisis ambiental y sus desafíos espirituales.

Otro gran ausente del pensamiento cristiano de estos 40 últimos años en América Latina es la cuestión ecológica y los problemas ambientales que atraviesan tanto el planeta entero como nuestro continente y nuestras naciones.

En esta problemática, indudablemente, las cosmovisiones originarias tienen mucho que aportar a la reflexión y a la búsqueda de alternativas políticas pragmáticas viables para el futuro de nuestro mundo. Creemos que, en esta temática, tan poco desarrollada en la Teología de la Liberación, se impone un urgente diálogo con los pueblos indígenas.

Es prioritario suscitar una conciencia más profunda de los derechos de la Madre Tierra y del Cosmos, considerándolos como parte integrante de todo proyecto democrático, de una cultura y una espiritualidad de paz y respeto.

Orfandad espiritual de los cristianos latinoamericanos postmodernos.

Frente a estos desafíos apasionantes y graves, sin embargo, la Iglesia prefiere debatir sobre temas irrelevantes y obsoletos y dialogar con viejos fantasmas nostálgicos de Cristiandad difunta. Tal actitud es propiamente suicida y deja a los discípulos y discípulas de Jesús de este tiempo sin verdadero acompañamiento espiritual y sin referencias éticas convincentes ante los nuevos paradigmas de la sociedad de hoy.

Urgentísimo, a nuestros ojos, es el deber de acompañar los procesos históricos en curso, particularmente los dos más serios: la interculturalidad y la atención a la neo-laicidad continental. Este acompañamiento sacará del magnífico tesoro de su tradición reciente y antigua, y de la sabiduría teológica de nuestros pueblos, energías modestas pero preciosas para vislumbrar con esperanza la aurora incierta del mundo que viene.

En esta perspectiva, es importante “refundar” nuestra teología y nuestra pastoral y sanar, de una vez, los rezagos recalcitrantes de la colonización, que perturban todavía nuestra mente y nuestras acciones. Sin descolonización de la Iglesia latinoamericana, no veo cómo la Buena Noticia de Jesucristo podrá seguir resonando en nuestra querida América.

Simón Pedro Arnold o.s.b.

bajar en DOC: Simón Pedro Arnold – Laicado y misión de la Iglesia


[1] La polémica entre el Cardenal Cipriani y la Pontificia Universidad Católica del Perú no es sino uno de estos lamentables síntomas del quiebre del que hablamos. En años recientes, la misma polémica se vivió entre la Universidad Católica de Lovaina y el Vaticano, con la amenaza de renunciar a la identidad católica, de parte de las autoridades universitarias, laicas en su casi totalidad.

[2] Ver los trabajos de Flores Galindo al respecto.

[3] Mark H. Ellis, Unholly Alliance. Religion and atrocity in our times. Mineapolis, 1997.

[4] Ver al respecto: Simón Pedro Arnold o.s.b.: Descolonización e interculturalidad: el punto de vista teológico, ponencia magistral en el marco de la segunda semana Domingo Llanque, Puno, octubre 2011.

[5] Ver Simón Pedro Arnold: Interculturalidad en el Perú. Revista Diálogos A número 1, 2011.

[6] Ver, en particular, los pronunciamientos de la OIT y de la ONU sobre los derechos de los pueblos indígenas.

Categorías: Laicos
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