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Cap V Apostolado de la Iglesia

               CAPITULO V APOSTOLADO DE LA IGLESIA

P. CIRILO BERNARDO PAPALI, o.c.d.

Profesor en la Univ. Pontif. «de Prop. Fide»,
en la Facul. Teolog. O. C. D. y en el Inst.
«Regina Mundl». Miembro de la Com. Pontif. de
Apostolatum Laicorum poreparatoria del
Conc. Vaticano II

 

«Apóstoles» es una forma adjetival derivada del verbo griego «apostéllo» (enviar). Los griegos la empleaban antiguamente para designar una expedición, sobre todo si era naval, o una entera flota enviada con un fin determinado. De ahí pasó el término a significar misión en general. Poco a poco esta palabra se introdujo también en el lenguaje de los judíos, debido en primer lugar a la traducción de los Setenta, donde «Apostólos» aparece frecuentemente con el significado de enviado. Mas, entre los judíos, «apostólos» no se aplica exclusivamente a una misión religiosa. El Código de Teodosio (c. a. 436) dice que los judíos «llaman apóstoles a todos aquellos que, mandados por el patriarca, exigen a su debido tiempo el oro y la plata»[1]. A primeros del siglo cuarto escribía Eusebio de Cesárea: «Suelen todavía los judíos llamar apóstoles a los que distribuyen las cartas circulares de sus gobernantes»[2].

En los Evangelios es donde recibe esta palabra su sentido estrictamente religioso. No son apóstoles todos los «enviados», aunque hayan sido mandados por el mismo Cristo. No se les llama apóstoles, sino simplemente discípulos, a aquellos setenta y dos que el Señor envió a predicar. Para que alguien sea Apóstol es necesario que sea elegido y designado por Jesucristo personalmente. Los Evangelios presentan la elección de los Apóstoles como un acontecimiento de trascendental importancia: «Aconteció por aquellos días que salió El hacia la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando llegó el día, llamó a sí a los discípulos y escogió a doce de ellos, a quienes dio el nombre de Apóstoles»[3]. «Subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a El, y designó doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar, con poder de curar las enfermedades y expulsar a los demonios»[4]. La prolongada e íntima convivencia con Cristo es una de las condiciones indispensables para ser verdadero Apóstol. Cuando decidieron los Apóstoles poner a otro en lugar de Judas el traidor, fue precisamente ésa la primera cualidad que exigían en los candidatos antes de presentarlos a Dios: «Ahora, pues, conviene que de todos los varones que nos han acompañado todo el tiempo que vivió entre nosotros el Señor Jesús a partir del bautismo de Juan hasta el día en que fue tomado de entre nosotros, uno de ellos sea testigo con nosotros de su resurrección»[5]. De ahí se explica la preocupación continua de San Pablo por demostrar que ha visto muchas veces a Cristo y que ha recibido de El personalmente la doctrina y el Apostolado: «Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio por mí predicado no es de hombre, pues yo no lo recibí o aprendí de los hombres, sino por revelación de Jesucristo»[6]. «¿No soy libre yo? ¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús Nuestro Señor? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor? Si para otros no soy apóstol, al menos para vosotros lo soy, pues sois el sello de mi apostolado en el Señor»[7]. Entendiendo la palabra en este sentido estricto, los apóstoles son solamente los doce (incluyendo en esta fórmula a Pablo, que hace el número trece.

Mas no faltan en el Nuevo Testamento ocasiones en que «apóstol» se emplea en sentido amplio y menos propio. San Pablo, al enumerar los carismáticos cita entre ellos a los apóstoles: «Según la disposición de Dios en la iglesia, primero Apóstoles, luego Profetas, luego Doctores, etcétera»[8], casi lo mismo se dice en Ef. 4, 11. Leemos en la Carta a los Romanos: «Saludad a Andrónico y a Junia, mis parientes y compañeros de cautiverio, que son muy estimados entre los apóstoles y fueron en Cristo antes que yo»[9]. Probablemente en los dos primeros textos, y ciertamente en el tercero, «apóstol» no se emplea en sentido estricto, ampliado únicamente a los doce. Se refiere más bien a los que, dotados de gracias especiales, instruían y gobernaban a los fieles. El uso impropio de este vocablo fue reformado por la tradición, hasta el punto de que actualmente todos llaman apóstoles a los misioneros que evangelizan. Orígenes llega a dar el título de apóstola a la Samaritana, por haber anunciado Cristo a sus conciudadanos[10]. La misión y la predicación son dos elementos esenciales en el concepto de apóstol: el primero por su misma etimología, y el segundo por expresa voluntad de Cristo. Son, pues, verdaderos apóstoles aquellos a quienes la autoridad competente manda a predicar el Evangelio en pueblos de infieles o no cristianos.

Más no se reduce a esto el oficio apostólico. Apóstoles son también los que gobiernan la Iglesia; y en este sentido, los Obispos son propiamente apóstoles por sucesión. Una vez que apostolado se entiende en sentido amplio, no hay razón para restringirlo a la tarea evangelizadora de los apóstoles, y no extenderlo igualmente a su oficio pastoral. Hoy existe la tendencia a llamar apostolado a toda actividad de la Iglesia, ya se dirija a propagar el evangelio entre los infieles, ya se ordene a intensificar la vida espiritual entre los fieles. Al decir actividad de la Iglesia, no se entiende solamente la de la jerarquía, que obra en nombre de la Iglesia; incluimos también a los fieles que, por su propia cuenta, siempre en conformidad con las normas de la Iglesia, trabajan por la prosperidad del reino de Cristo. Es este sentido amplio el que damos a la palabra en el presente estudio sobre el apostolado de los Seglares. Podríamos definirlo del modo siguiente: Toda actividad del Cuerpo Místico de Cristo ordenada a continuar la obra de Cristo aplicando progresivamente los frutos de la redención. Después de lo dicho anteriormente, la definición no necesita comentario. Tal vez resulte oscura la última cláusula. La hemos añadido para que se advierta que la Iglesia perpetúa la obra de Cristo aplicando sus frutos, y no siendo causa de ella, como lo fue Cristo.

Antes de que pasemos a estudiar el apostolado de los seglares, es necesario determinar bien el ámbito del apostolado eclesiástico en general, del que forma parte el apostolado seglar.

                   Extensión del apostolado de la Iglesia

Siendo la misión de la Iglesia llevar adelante la obra de la Redención, debe su actividad extenderse a todo aquello que sea capaz de ser redimido. Doble es el sujeto de la Redención.

                        a) Sujeto directo de la Redención

Son las almas humanas, para cuya salvación fue fundada la Iglesia. Por tanto, pertenece a ésta todo lo que directa o indirectamente se refiere al fin último del hombre. Debe consiguientemente disponer no solamente de medios espirituales, sino que también tiene derecho a los medios temporales, y aun materiales, sin los cuales no puede el hombre, en las actuales circunstancias, conseguir su fin sobrenatural. Se equivocan, pues, los que usando de una fórmula simplista, pretenden limitar la actividad de la Iglesia a lo puramente espiritual. Decía Pío XII: «Contra tales errores hay que defender abiertamente y con tesón que la actividad de la Iglesia no se circunscribe en modo alguno a las «cosas estrictamente religiosas», como suelen decir, sino que abarca al mismo tiempo todo lo que se refiere a la ley natural y su institución; interpretarla y aplicarla, bajo el aspecto moral. La observancia de la ley natural, por explícita ordenación divina, forma parte del camino por donde el hombre debe dirigirse hacia su fin sobrenatural. Pues bien: única guía y protección, en lo que toca al fin sobrenatural, es en este camino la Iglesia (…). Hay muchas y muy graves cuestiones en sociología, ya sociales, ya político-sociales, que afectan a la ética, a las conciencias, al bien de las almas. No puede jamás decirse que éstas caen fuera de la autoridad y del cuidado de la Iglesia. Aun fuera del orden social existen cuestiones, no estrictamente religiosas, sobre materias políticas de cada nación en particular o de todas juntas, que entran ya dentro del orden moral, inquietan a las conciencias y pueden además, cosa que sucede con frecuencia, exponer la consecución del fin a gravísimo riesgo. He aquí como ejemplo algunas de esas cuestiones: finalidad y límites del poder civil; relaciones entre los individuos y la sociedad; la existencia de lo que llaman «Estados Absolutistas», nacidos de cualquier principio; el laicismo total del Estado, de la vida pública y de la enseñanza; aspecto moral de la guerra; si es o no legítima, tal como se hace en nuestros días, y si un hombre auténticamente cristiano puede tomar parte en ella; los lazos y motivos morales con que las naciones se hallan mutuamente unidas y obligadas»[11].

Por lo dicho se ve claramente que la autoridad y la acción de la Iglesia se extiende a todo lo espiritual, y aun a lo material y temporal, en cuanto es esto un medio para alcanzar el fin sobrenatural, o pone en juego principios religiosos o morales. Esta es su extensión y éstos son al mismo tiempo sus límites.

                        b) Sujeto indirecto de la Redención

Es a las almas humanas, a quienes primaria y principalmente se ordena la Redención. Pero también el mundo material puede ser redimido. Ya se comprende que tal Redención debe entenderse en sentido amplio y analógico. La creatura irracional no es susceptible de elevación al orden sobrenatural, y, por consiguiente, no puede tampoco haber sido privada de él. No obstante, habiendo sido el mundo material creado por causa del hombro, cuando éste fue elevado al orden sobrenatural, también el mundo se dignifica y eleva por medio de él; y pierde nuevamente esa «ordenación», al desviarse el hombre de su finalidad. El mundo cayó por el hombre y con el hombre, y en este sentido necesita redención. «Porque el continuo anhelar de las criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sola ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo»[12]. ¿De qué creaturas habla aquí San Pablo? San Agustín piensa que se refiere al hombre, en quien, como verdadero microcosmos, está compendiada toda la creación. Mas confiesa al mismo tiempo la dificultad de este pasaje: «Este capítulo resulta oscuro porque no se sabe qué es lo que llama creatura. Según la fe católica, llamamos creatura todo lo que Dios Padre ha hecho por medio de su Hijo Unigénito en unión con el Espíritu Santo. Con el nombre de creatura no se designa, pues, solamente los cuerpos, sino también nuestras almas y espíritus. Dice el Apóstol que las criaturas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios; como indicando que nosotros no somos creaturas, sino hijos de Dios, y para participar en la libertad de nuestra gloria es liberada la creatura de su servidumbre. Continúa San Pablo: sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sólo ella, sino también nosotros; parece decir que uno cosa somos nosotros y otra distinta la creatura»[13]. Mas según la mayoría de los Santos Padres, por ej., San Juan Cristóstomo, San Cirilo de Alejandría, San Juan Damasceno, a los que se unen casi todos los exégetas modernos, la «creatura» de que habla el Apóstol es el mundo material, aunque no mirado en sí mismo, sino en la relación íntima que tiene en el hombre[14]. Por tanto, la creatura «fracasada» y «necesitada de redención» no son las cosas materiales sin más, sino en cuanto están sujetas al dominio y al uso del hombre. Este, como pontífice de la creación, debe dirigir hacia Dios las creaturas irracionales y hacerlas conseguir el fin de su existencia, haciendo uso de ellas para gloria de Dios. Si el hombre no lo hace, la creación queda frustrada en su tendencia. Necesita, por tanto, redención, en un sentido analógico por cierto, pero no puramente metafórico. Adviértase que también el cuerpo y todas las perfecciones naturales del cuerpo y alma del hombre quedan comprendidas en este objeto secundario de la redención. Por eso el Apóstol añade, en el texto que hemos citado antes, que también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos aún esperando la redención de nuestro cuerpo.

Cristo es, pues, Redentor no solamente de las almas, sino también de toda la creación material. El rey del reino espiritual, y además de todo el orden temporal: «Tiene sobre su manto y sobre su muslo escrito su nombre: Rey de reyes, Señor de señores»[15]. Escribía Pío XI: «Se equivoca radicalmente quien crea estar exenta del imperio de Cristo hombre, las cosas civiles. Ha recibido del Padre tan absoluto dominio de la creación, que todas las cosas le obedecen a su arbitrio»[16]. Este derecho le tiene Cristo no sólo en cuanto Dios, sino también como Redentor: «¿Qué otra cosa podríamos imaginar mas consoladora y dulce para nuestra reflexión que ésta: Cristo nos gobierna por derecho hereditario, y además por un título adquirido: el de la redención?»[17]. Dice Santo Tomás: «Con la victoria de la cruz Jesucristo mereció la potestad y el dominio sobre las naciones»[18] (78).

Jesucristo encomendó también a su Iglesia este fin secundario de la Redención: el de llevar de nuevo el mundo material a Dios. Mas no lo hizo en el mismo grado que el ñn primario. Comunicó a la Iglesia una potestad absoluta en su reino espiritual, de manera que pueda ella tratar por sí misma y con toda autoridad las cosas que se refieren a la salvación de las almas. En lo tocante al reino temporal. Cristo no dio a la Iglesia potestad alguna, como tampoco él había ejercido dominio temporal durante su vida sobre la tierra. Dice Santo Tomás: «Todas las cosas están sujetas a Cristo, según la potestad que recibió del Padre sobre todas ellas, conforme a las palabras de San Mateo: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Mas no le están todas sujetas, si lo entendemos de la ejecución de su dominio. Esto sucederá en el futuro, cuando se cumpla en toda su voluntad, salvando a unos y castigando a otros»[19]. Diríamos más exactamente que, pudiendo ejercer libremente su autoridad, con infinita sabiduría prefirió no hacerlo. Escribe a este propósito Pío XI en la Encíclica antes citada: «Pues en más de una ocasión, cuando los Judíos y aun los mismos Apóstoles pensaban erróneamente que el Mesías iba a devolver la libertad al pueblo y restablecer el reino de Israel, cuidó bien de quitarles esta vana esperanza… Ante el Presidente romano confesó públicamente que su reino no es de este mundo… Por otra parte, se equivoca radicalmente quien crea estar exentas del imperio de Cristo hombre las cosas civiles. Ha recibido del Padre un dominio tan absoluto en la creación, que todas las cosas le obedecen a su arbitrio. Mas no quiso en modo alguno ejercer este dominio mientras vivió sobre la tierra. Y, a pesar de que El rehusó la posesión y el cuidado de las cosas humanas, permitió entonces y sigue permitiéndolas a los que las poseen. Dice muy bien el verso: «No quita los reinos de la tierra quien viene a darnos los celestiales»[20]. Jesucristo entregó a la Iglesia plenos poderes en su reino espiritual, dejando a las legítimas autoridades civiles el gobierno y la administración de este reino, que depende ciertamente de El, ya que toda potestad deriva de El (*). Continuará tal dualidad en el reino de Cristo hasta que en su última Tenida (parousía) sean creados cielos y tierras nuevos, y entonces todo formará un único reino de Dios’. «Después será el fin cuando entregue a Dios Padre el reino, cuando haya reducido a la nada todo principado, toda potestad, todo poder. Pues preciso es que El reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies. Cuando dice que todas las cosas están sometidas, evidentemente no incluyó a Aquel que todas se las sometió; antes cuando le queden sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo se sujetará a quien a El todo se lo sometió, para que sea Dios todo en todas las cosas»[21]. Esto sucederá en la Parousía.

Mientras tanto, estos dos reinos, el espiritual y el temporal, permanecen en su mutua distinción. Ambos independientes en su propio campo (aunque el temporal tenga su fin subordinado al del espiritual), ambos autónomos, deben, sin embargo, colaborar a fin de que el reino de Cristo adquiera su pleno desarrollo. La dualidad lleva inherentes algunos problemas que tocan a la conciencia cristiana. Por eso decía San Agustín : «Como estamos compuestos de alma y cuerpo, y hemos de usar de las dos cosas temporales para el sustento de nuestra vida mortal, es necesario que, en cuanto a esta vida se refiere, estemos sujetos a las autoridades, es decir, a los hombres que administran en justicia los negocios de este mundo. Mas tenemos, por otra parte, la facultad de creer en Dios y caminar hacia su reino. Bajo este aspecto, no podemos someternos a nadie que intente privarnos de aquello precisamente que Dios nos ha dado para conseguir la vida eterna. Sé halla en gran erró? quien, por el hecho de ser cristiano, se cree dispensado de pagar el tributo o los impuestos y de respetar debidamente a las autoridades que lo exijan. Sería, por el contrario, aún más grave el error del que creyese que su fe está también bajo el poder de los administradores de los bienes temporales. Hay que guardar la norma ordenada por el Señor: dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. En aquel reino a que hemos sido llamados no existe algún poder temporal. Pero mientras estemos de camino, mientras llega’ el tiempo en que será destruido todo principado y toda potestad, sobrellevemos la situación en que nos coloca el orden actual de la sociedad humana, obrando siempre con sinceridad, pues más que a los hombres obedecemos a Dios que nos lo manda»[22] .

La Iglesia no ejerce por sí misma el apostolado en torno al objeto secundario de la redención, sino por medio de los fieles. A éstos -pertenece renovar el mundo y conquistarlo para Cristo: habiendo sido el hombre quien destruyó la ordenación del mundo irracional, apartándolo de Dios, ha determinado Jesucristo que sea de nuevo ordenado hacia Dios por medio del hombre redimido. Trataremos de esto más adelante, al hablar del apostolado de los seglares en particular.

                   Diversas formas del Apostolado eclesiástico

Existen dentro de la Iglesia dos formas de actividad: la de Cristo Cabeza y la de sus miembros. Jesucristo obra visiblemente en su Iglesia por medio de la Jerarquía El apostolado jerárquico es, por tanto, autoritario, oficial, efectuado públicamente y en nombre de la Iglesia. La actividad de la jerarquía se llama misión institucional, por haber sido fundada con carácter permanente por Jesucristo, de donde le nace continuamente toda su autoridad y todos los medios de que dispone para dilatar el reino de Cristo.

El apostolado de los fieles se basa también en el carácter sacramental, como antes dijimos; mas su ejercicio actual obedece a la inspiración del Espíritu Santo. Suele por esto llamarse misión de parte del Espíritu. Tal inspiración del Espíritu Santo, siendo como es una gracia actual, no proporciona al apostolado la continuidad y regularidad que le otorga la anterior. Se concede a los fieles según la exigencia de las necesidades de la Iglesia. Es frecuente, pero siempre transitoria. Además le falta autoridad, ya que los fieles no obran en persona de Cristo. Su apostolado no es oficial, o público, ni hecho en nombre de la Iglesia (a no ser que se trate de un encargo especial de la jerarquía, cosa del todo innecesario para que exista un verdadero apostolado seglar). Es un apostolado personal y privado.

El alcance de este apostolado no se extiende a todo el ámbito espiritual de la actividad jerárquica. Por otra parte, abarca todo el mundo profano, aun en los aspectos acotados a la jerarquía. Pero es siempre la jerarquía quien, según los casos, gobierna, dirige o al menos vigila el apostolado de los seglares.

Antes de terminar este capítulo, queremos dar una nueva división del apostolado en directo e indirecto. La distinción tiene lugar especialmente cuando se trata de apostolado ejercido con un fin espiritual, ya sea por clérigos, ya por seglares. El apostolado se llama directo, cuando los medios escogidos para obtener ese fin espiritual son también espirituales (v. gr., los sacramentos, la predicación, la catequesis); es indirecto, si los medios son temporales (como son: el cuidado de los enfermos, la educación profana, etc.). En el primero coinciden el objeto de la obra con la intención de quien la ejecuta; en el segundo, siendo temporal el objeto de la acción, la actividad resulta espiritual sólo por la intención del que la lleva a cabo.


[1]              III, tít. VIII, 14.

[2]              Comm. in Isaiam, 18 (PG, 24, 213 B).

[3]              Lc. 6. 12-13.

[4]              Mc. 3, 13-15.

[5]              Act.  1,  21-22.

[6]              Gal. 1, 11-12

[7]              1 Cor. 9. 1-2.

[8]              1 Cor. 12, 28;  casi lo mismo en Ef. 4, 11.

[9]              Rom.  16,  7.

[10]             Comment. in Jo., 13, 28 (PG, 14, 448 B).

[11]             Alocución a los Eminentísimos Señores Cardenales y a los Excelentísimos Señores Obispos, del 2-11-1954 (AAS,  (1954), pp. 671-673).

[12]             Rom. 8, 19-23.

[13]             De diversis quaestionibus  LXXXIII,  67,  I   (PL (Garnier), 40, 66).

[14]             Cfr. B. Cornely, Comm. in S. Pauli apostoli epístolas, t. I, Parisiis, 1896, pp. 424-434.

[15]             Apos. 19, 16.

[16]             Ene. «Quas primas», del 11-12-1925 (AAS, 17 (1925), p. 600).

[17]             Loc. cit. (ibid, p. 599).

[18]             III, q. 42, a. 1.

[19]             III, q. 59, a. 4.

[20]             (80)   Ene. «Quas primas» (AAS, 17  (1925), p. 600).

            (*) Pío XXI, en su discurso al X Congreso Internacional de Ciencias Históricas, celebrado en Roma, dijo sobre la independencia y mutua relación entre el orden espiritual y el orden material: «Llegamos así a tratar dos problemas que merecen una especialísima atención: las relaciones entre la Iglesia y el Estado, entre la Iglesia y la cultura…

            «León XIII ha encerrado, por decirlo así, en una fór–muía la naturaleza propia de estas relaciones, de las que nos da una luminosa exposición en sus Encíclicas «Diuturnum illud» (1881), «Inmortale Dei» (1885) y «Sapientiae christianae» (1890): los dos poderes, la Iglesia y el Estado, son soberanos. Su naturaleza, como el fin que persiguen, fijan los límites ‘dentro de los cuales gobiernan «iure proprio». Como el Estado, posee la Iglesia también un derecho soberano sobre todo aquello de que tiene necesidad para alcanzar su fin, incluso los medios materiales. «Quidquid igitur est in rebus humanis quoquo modo sacrum, quidquid ad salutem animorum cultumve Dei per-tinet, sive tale illud sit natura sua, sive rursus tale in-telligatur propter causam ad quam refertur, id est omne in potestate arbitrioque Ecclesiae» («Immortale Dei»). El Estado y la Iglesia son dos poderes independientes, pero que no por ello deben ignorarse y mucho menos combatirse; es mucho más conforme a la naturaleza y a la voluntad divina que colaboren en una mutua comprensión, puesto que su acción se aplica al mismo sujeto, es decir, al ciudadano católico. Sin duda que pueden surgir entre ellos casos de conflicto: cuando las leyes del Estado lesionan el derecho divino, la Iglesia tiene la obligación moral de oponerse.

            «Podrá tal vez decirse que, a excepción de pocos siglos -para todo el primer milenio y los cuatro últimos siglos-, la fórmula de León XIII refleja más o menos explícitamente la conciencia de la Iglesia; además, aun durante el período intermedio no faltaron representantes de la doctrina de la Iglesia, quizá una mayoría, que compartieron la misma opinión.

            «Cuando nuestro predecesor Bonifacio VIH decía, en 30 de abril de 1303, a los enviados del rey germánico Alberto de Habstaurgo: «… sieut luna nullum aliquid habet, nisi quod recipit a solé, sic nec aliqua terrena po-testas aliquid habet, nisi quod reeipit ab ecclesiastiea potestate… omnes potestates… sunt a Christo et a nobis tamquam a vicario lesu Christi», se trataba, quizá, de la formulación más acentuada de la llamada idea medieval de las relaciones del poder espiritual y del poder temporal; de esta idea, hombres como Bonifacio deducirán las consecuencias lógicas. Mas, incluso para ellos, se trataba aquí ni más ni menos que de la transmisión de la autoridad como tal, de la designación de su detentador, como el mismo Bonifacio había declarado en el Consistorio de 24 de junio de 1302. Esta concepción medieval estaba condicionada por la época. Quienes conozcan sus fuentes admitirán probablemente que hubiera sido sin duda más llamativo aún que no hubiese aparecido.

            «La Iglesia y la cultura: «La Iglesia católica ha ejercido una influencia poderosa, decisiva incluso, sobre el desarrollo cultural de los dos primeros milenios. Pero está bien convencida de que la fuente de esta influencia reside en el elemento espiritual que la caracteriza, en su vida religiosa y moral, basta el punto de que si este elemento espiritual viniese a debilitarse, su irradiación cultural, también, por ejemplo la que despliega en pro del orden y la paz social, debería también menoscabarse…»

            «La Iglesia católica no se identifica con ninguna cultura; su esencia se lo prohibe. Está presta, sin embargo, a mantener relaciones con todas las culturas. Reconoce y deja subsistir aquello que en ellas no se opone a la naturaleza. Pero en cada una de ellas introduce la verdad y la gracia de Jesucristo y les confiere así una impronta profunda; es mediante ella como contribuye con la mayor eficacia a procurar la paz del mundo» (AAS, 1955], pp. 677, 678, 680. 681. Texto español en Eccle sia, 152 tl955]2, p. (315).

[21]             1 Cor. 15, 24-28.

[22]             Expositio quarundam propositianum ex Epist. ad Rom., 72 (PL (Garnier), 35, 2083-2084).

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